“De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo… Sólo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria.”
Jorge Luis Borges
Desde sus orígenes, y por elementos que incluyen los más primitivos instintos, la mente del hombre siempre ha sido propensa a la dispersión: nuestros sentidos están siempre activos y alerta; la concentración prolongada en una misma tarea es una conquista relativamente reciente. Por otro lado, y contrariamente a lo que se creyó durante mucho tiempo, nuestro cerebro permanece plástico durante toda nuestra vida, no únicamente durante nuestros primeros años de vida. Esto hace que, pese a que nuestro cerebro, genéticamente hablando, no ha sufrido apenas ninguna mutación notable en los últimos 40.000 años, nuestra capacidad neuronal sí ha cambiado substancialmente incluso a lo largo de nuestra vida, en gran medida dependiendo de nuestros hábitos.
En la historia de estos cambios destacan dos hitos. Primero, la aparición, consolidación y popularización (sobre todo después de la invención de la imprenta), de la cultura escrita. Segundo, y más reciente, la aparición de Internet y la cultura digital. Con el primer hito, los humanos conquistamos el importante logro de la lectura en profundidad, lectura lineal y concentrada. Gracias a este esfuerzo de concentración surge el pensamiento profundo, las proyecciones abstractas y el grueso de las invenciones científicas e intelecuales. El segundo gran hito lo marca el inicio de la cultura visual y digital: primero con la aparición de la radio y el televisor, y luego, de forma más intensa, con la irrupción de Internet y los omnipresentes teléfonos inteligentes.
La revolución digital ha ido sustituyendo el libro, que hasta entonces había ocupado un lugar central en la vida cultural e intelectual de cualquier sociedad, por otros dispositivos más visuales, más cómodos, en donde la palabra escrita no se ha eliminado del todo pero sí se ha dado paso a una lectura más superficial, rápida y fácil. Este importante cambio en nuestra manera de acceder al saber y a la cultura tiene consecuencias no menores para nuestro cerebro y nuestra manera de pensar.
El cerebro es como un músculo, se fortalece o debilita según nuestro estilo de vida y la manera en que lo ejercitamos. A lo largo de la Historia, los cambios tecnológicos han implicado un cambio en la manera en la que nos aproximamos al saber y también modificaciones en la manera en que nuestro cerebro realiza las conexiones neuronales. Un primer cambio vino cuando pasamos de la cultura oral de Séneca a la cultura escrita de Platón. La aparición de la escritura cambió las normas y dio paso a un modelo cultural diferente: dejamos a un lado la importancia del tono y la oratoria en la cultura oral, por ejemplo, a una mayor importancia de la sintaxis y el léxico de la cultura escrita. Recientemente la socióloga del MIT (poco sospechosa) Sherry Turkle, realizó un potente alegato a favor no ya de la lectura sino también de la conversación en la era digital en su libro En defensa de la conversación (Ático de los Libros, 2017).
La escuela de Atenas, Rafael
La aparición de las nuevas tecnologías digitales supone de nuevo la aparición de nuevas normas y medios, –tremendamente disruptivos–, y lógicamente nuevos cambios en nuestra manera de pensar.
Durante siglos la escritura fue continua (sin espacios ni signos de puntuación); algo que suponía un reto tanto para escritores como lectores. Poco a poco, la palabra escrita fue incorporando elementos visuales para facilitar su comprensión como por ejemplo los signos de puntación, las señales de tráfico de la palabra escrita, que no se popularizaron del todo hasta el inicio de la Alta Edad Media. En paralelo, la tecnología del libro fue avanzando. Al principio, de forma muy lenta: en varios siglos únicamente se logró el paso de las tablillas de arcilla al papiro y luego, finalmente, al papel. Sin embargo, en 1445, la invención de la imprenta de Johannes Gutemberg marcará un hito tecnológico sin precedentes que permitirá popularizar los libros y con ello también la lectura. Desde entonces, y aunque por momentos de manera discreta, el libro ha ocupado un espacio central a la hora de trabajar, configurar, y debatir el conocimiento y el saber: nuestra manera de aproximarnos a la realidad se ha ido configurando en base al proceso de lectura profunda que exigen los libros.
Somos resultado de lo qué leemos y cómo lo leemos. Por eso resulta fundamental entender en qué medida los cambios que incorpora la Red afectan nuestra manera de pensar.
Nicholas Carr en un magnífico libro, Superficiales ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011), reflexiona sobre como la aparición de Internet esta afectando nuestra manera de pensar, –en la forma en la que se producen las sinapsis en el cerebro–, en un momento en donde la Revolución Digital ha desplazado la lectura sosegada del libro por la hiperactividad del hipertexto.
La imprenta de Gutemberg revolucionó la sociedad y la economía de la Alta Edad Media de la misma forma que Internet esa cambiando el mundo de hoy.
El cerebro, como cualquier músculo, puede ejercitarse: buenos hábitos mentales ensanchan y agudizan nuestras capacidades cognitivas, de análisis y de concentración y viceversa (veasen los últimos libros de David Eagleman, El Cerebro, o de Mariano Sigman, La vida secreta de la mente). El filósofo José Antonio Marina señala como el cuerpo humano es una máquina de hábitos: buenos hábitos alumbran virtudes que amplian nuestros horizontes y al revés. Con el cerebro se da el problema añadido de que es de los pocos órganos del cuerpo al que se nos niega sensibilidad: cuando tenemos una piedra en el riñón, por ejemplo, somos conscientes, de la misma forma que sabemos que algo nos ha sentado mal cuando se nos remueve el estómago. Sin embargo, al hacer un rápido “scrolling down” desde la pantalla de nuestro smartphone, –sometiendo a nuestro cerebro a múltiples impactos en poco tiempo e imposibles de procesar por completo–, o nos quedamos enganchados a un programa de cotilleos, estamos en un claro proceso de deterioro del que nuestros maltrechos cerebros no tienen forma humana de quejarse.
Al margen de las consideraciones sobre qué tipo de contenido nos hace más estúpidos, lo cierto es que si podemos ver un cambio muy claro entre el mundo de lectura profunda del mundo del libro, y la lectura superficial en la era de Internet. Numerosos estudios demuestran como el uso de las nuevas tecnologías y los nuevos dispositivos que nos bombardean a impulsos, sazonados con clips animados, sonidos, titulares cada vez más cortos, fotos y gifs, está disminuyendo nuestra capacidad de concentrarnos en una tarea durante un tiempo prolongado de tiempo. Se trata de un tema no menor. El psicólogo Daniel Goleman en su libro Focus: The Hidden Drive of Excellence, identifica “la capacidad de concentración” como uno de los grandes factores de éxito de una persona en su quehacer profesional con independencia del ámbito o sector.
Un síntoma claro de todo lo anterior es la pérdida de interés por leer los grandes clásicos. En general, consideramos que el tiempo y esfuerzo que exige leer las grandes obras de Tolstoi o Proust no compensa el tiempo que estas lecturas requieren; que podemos emplear ese tiempo en hacer muchas otras cosas que juzgamos, a priori, más “productivas”. Hemos sustituido la lectura profunda (continuada), por lo que Carr llama “mentalidad malabarista”: es decir, tener la cabeza un poco más o menos como tenemos el escritorio de nuestro ordenador: varios programas abiertos donde escuchamos música mientras contestamos un email, con múltiples ventanas abiertas en nuestro navegador de Internet y el móvil cerca para con el rabillo del ojo estar pendiente de Facebook, Twitter o Instagram. El mito de la multitarea (de nuevo en palabras de Turkle).
Estudios demuestran como este nuevo tipo de cultura nos empuja hacia un pensamiento apresurado, una lectura somera y una capacidad de análisis cada vez más superficial. Problema añadido de todo lo anterior, es que se trata de un bucle tremendamente adictivo que se va retroalimentando de manera imparable con el tiempo.
Nuestro cerebro tiende por defecto a la distracción. La concentración prolongada en una tarea, el estudio o la lectura, son conquistas relativamente reciente –en términos evolutivos– del hombre. Durante milenios el cerebro ha estado atento a las señales del entorno, ante cualquier “distracción”, por mero instinto de supervivencia. La aparición de Internet, y la manera que tiene de estimular nuestra mente a base de impulsos fugaces, intensivos, interactivos y sensoriales, es tremendamente atractiva y adictiva. El mundo digital, en general, requiere de muy poco esfuerzo y a la vez incorpora un sistema de respuestas y recompensas muy rápidas: cada vez que damos clic a un hipervínculo o bajamos por nuestro muro de Facebook, la Red proporciona a nuestro cerebro cosas nuevas que mirar y evaluar (recompensas fáciles); lo mismo sucede cuando ponemos una palabra de búsqueda en Google.
La interactividad, –retuits, “likes” o comentarios en nuestro blog–, añade otro elemento de adicción. Todo esto fomenta la repetición de estas tareas y explica el potencial de Internet para desplazar al libro, que requiere muchísimo más esfuerzo y constancia. De alguna manera, la Red nos devuelve a nuestro estado natural de dispersión, poniendo a nuestra disposición infinidad de distracciones que favorecen unos hábitos cerebrales empobrecedores.
Tenemos pendiente aprender a utilizar Internet. Estamos todavía lejos. Hemos de ser capaces de poder vivir sin mirar el móvil de manera compulsiva en periodos de tiempo cada vez más cortos como el fumador que acaba un cigarrillo y no puede hacer otra cosa que encender otro. Por eso la lectura resulta tan importante. La lectura nos ayuda a generar el hábito, de filtrar las distracciones, acallar las funciones del lóbulo frontal que regulan la resolución de problemas. La lectura profunda, –lineal y continuada, al margen del siempre más apetecible hipertexto–, se transforma en una mayor capacidad para el pensamiento profundo y la reflexión. Menos excitación, más sosiego. Damos profundidad a la memoria de manera que nuestra capacidad para recordar y establecer conexiones cada vez más complejas es mayor. Únicamente a través del esfuerzo que requiere la lectura profunda somos capaces de retener información, ejercitando la memoria largo plazo, tejiendo nuevos esquemas conceptuales, más sofisticados, sobre el proceso y, en definitiva, ensanchando los límites de nuestra inteligencia. No se trata de prescindir de Internet, sino de dosificar su dosis como hacemos con el azúcar.
Se ha demostrado que la gente capaz de leer de manera lineal entiende mejor las cosas, recuerda más y tiene una mayor capacidad de aprendizaje que aquellos que leen un texto a trompicones, saltando de un link a otro. Por eso la lectura es capital, en su acepción más estricta de la palabra, y resulta un hábito que urge recuperar. Al igual que somos conscientes de que hemos de reservar una parte del día a la práctica del deporte, es igualmente importante reservar una parte del día a fortalecer el hábito lector.
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Admito que no me gusta leer libros, aunque me he forzado a mi mismo a leer unos cuantos, soy más de leer artículos y ver videos de youtube. Hay un articulo interesante sobre la lectura de Alejandro Martínez Gallardo llamado "Si no lees, no sabes escribir, y si no sabes escribir, no sabes pensar" que me gustó mucho al igual que me ha encantado tu artículo.
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