Capítulo 3. Batalla en las calles

in libertad •  7 years ago  (edited)

Llegó el domingo, día para celebrarse la segunda misa de adoración a Rasputín. La primera había sido un éxito; con ella Arlex sacó del medio al diputado Ariel por considerarlo un enemigo peligroso. Además, logró frenar la designación de nuevos jueces en la Corte Suprema de Justicia, los cuales, de haber sido nombrados en el cargo y siendo de seguro aliados de los políticos opositores a su gobierno, hubiesen tratado de destituirlo.
El servicio religioso era llevado a cabo en un recinto rectangular de veinte metros de largo por diez metros de ancho. Había bancas a cada lado de un largo pasillo central, y al fondo un altar con la tabla de Rasputín. El sitio hacia recordar a una clásica iglesia católica, pero con un pavoroso ambiente oscuro carente de iluminación eléctrica y alumbrada, en su lugar, por un centenar de velas encendidas frente a la tabla, que generaban sombras alargadas. Se trataba de una capilla secreta habilitada en unos sótanos subterráneos ocultos bajo el Palacio de Gobierno de Caribea. La extensión de los sótanos secretos era enorme, con infinidad de recámaras, calabozos y pasillos. Arlex los había hecho construir apenas ganó la presidencia, como si lo hubiese planeado desde hacía mucho tiempo. Los constructores trabajaron día y noche y fueron concluidos los trabajos en solo dos años y medio. Estos trabajadores fueron sumados al equipo de gobierno de Arlex para así vigilarlos y evitar que divulgaran el secreto de los sótanos, aunque a veces alguno de ellos desaparecía sin dejar rastro.
Los aliados de alta confianza de Arlex se sentaron en las bancas del lado izquierdo del pasillo central, todos miembros del Partido Socialista Revolucionario, tanto ministros de gabinete, como diputados de la Asamblea Nacional. Fueron pocos los que se atrevieron a ocupar la primera fila: el ministro de Defensa, Jorge Lucas, lo hizo presionado por su trayectoria militar que hacía a todos esperar tal actitud valiente de su parte, aunque hubiese querido estar unas filas atrás; Raymundo, por exigencia de Arlex, pues sus conocimientos en actividad mental podían ser útiles ante cualquier eventualidad; el fiscal general, Daniel Andara, por decisión propia, pues solo creería en todo aquello, si lograba ver una señal milagrosa y allí podría observar mejor; la primera dama, María Laura, lo hizo por lealtad a su esposo, y se mantuvo pasando en su mano las cuentas de un rosario.
Al diputado Israel Gámez le habría gustado sentarse junto a la primera dama, para oler su exquisito perfume y ver de cerca sus expresivos ojos verdes, pero Daniel Andara le ganó el puesto y tuvo que sentarse junto al ministro de finanzas, Calixto Gil, y resignarse a su tufo de alcohol. Detrás de ellos, la diputada Irania Perdomo le comentó a su esposo el ministro de alimentación, Oscar Valdez, sus dudas sobre la efectividad del culto para controlar la mente humana. El diputado Albano Carvajal desde su asiento los oyó, y con indignación los conminó a definir su fe en Arlex o serían considerados traidores. El canciller Nicodemo Méndez, sentado junto a Albano, le recordó la úlcera que padecía por estrés y le pidió calma. El ministro de Economía, Fernando Ramírez y la diputada Celia Ramos, nerviosos, se sentaron en la última fila cerca a la salida por precaución, pensando que algo podía salir mal al rendir culto a lo que consideraban un alma en pena. El resto de diputados y ministros se ubicó en las filas centrales.
Aunque todos ellos estaban comprendidos en un rango de edades de entre 45 y 65 años, en aquel momento lucían como niños asustados unos, y como niños asustados fingiendo valentía, otros. El joven ministro de Interior, Tiberio Haitán de 29 años de edad, también se encontraba allí, sentado junto a Tulio Borjas, el hijo de Arlex y María Laura, un treintañero que fungía como jefe de seguridad del Palacio de Gobierno.
Al lado derecho del pasillo se sentó la comitiva de Dimitri compuesta de diez militares rusos y Mijaíl. Todos vestían hábitos negros de monje y se mantenían expectantes, murmurando en hilos de voz que generaban en conjunto una notable reverberación en todo el lugar. Aún quedaba por lo menos la mitad de las bancas sin ocupar.
Dimitri y Arlex abrieron la puerta rechinante de par en par y entraron. Caminaron en medio del pasillo central con paso solemne hasta detenerse frente al presbiterio. Arlex subió sus tres escalones y se situó detrás del altar en actitud de majestad con un micrófono en su mano, y Dimitri se mantuvo de pie en el ala derecha de la capilla junto a su séquito. Luego el presidente de Caribea tomó la palabra, al tiempo que todos cesaron los murmullos y dieron paso al eco de su única voz.
—Ministros, diputados, Raymundo, esposa, hijo, les recuerdo ahora y les recordaré siempre, que una traición a mí, será traición a Rasputín y él les arrebatará el alma en castigo. Todo del culto a Rasputín y el poder que nos confiere será secreto —dijo con un calmado tono de voz. La emoción del momento hizo que un escalofrío se formara en su cabeza y bajara por su espalda.
—¡Ustedes también, mis camaradas rusos! —añadió Dimitri en idioma ruso.
El presidente de Rusia y su comitiva habían decidido esperar hasta celebrar la segunda misa de adoración para regresar a su país, dada la fascinación que había provocado en ellos, todo el poder que el alma de Rasputín estaba demostrando. No era común que un jefe de gobierno se quedara tanto tiempo de visita en otro país para celebrar convenios internacionales; así que, ante los medios de comunicación, justificó su larga estadía con una falsa bronquitis contraída que le hizo guardar reposo por recomendación médica, para evitar complicaciones.
Sobre el altar había un libro abierto que Arlex tomó y comenzó a leer en voz alta, alternando su mirada entre las páginas y los rostros del público.
—Creo en Rasputín Todopoderoso, en el pecado como vía a la santidad y en la flagelación para acercarnos a Dios. Oye nuestras súplicas poderoso Rasputín.
Mientras Arlex oraba, Dimitri, en el ala derecha de la capilla, traducía el discurso en idioma ruso a su comitiva, y lo hacía casi en simultáneo.
Arlex cerró el libro y se dio la vuelta para ver la imagen de Rasputín en la tabla.
—Danos la gracia de tu poder para mermar el dolor del pueblo por parir una sociedad socialista feliz. Como la mujer que sufre labor de parto antes de dar a luz un bebé motivo de alegría, el pueblo pasa por igual proceso antes de parir una sociedad feliz y de justicia, sufre dolor, con el riesgo que el pueblo chusma e ignorante no lo soporte y rechace al gobierno que lo lleva a la felicidad. Acudimos a ti para controlar la mente del pueblo ignorante y que pueda soportar el dolor, para guiarlo aún contra su voluntad a la sociedad feliz.
Arlex hablaba y varias imágenes venían a su mente: niños y adultos sucios en la calle pidiendo limosna, durmiendo cubiertos con periódicos sobre bancas en parques, y buscando comida en los botes de basura. Además, gente siendo asaltada y asesinada.
El presidente se vio en ese momento como parado en la cima del mundo, con el destino de toda una nación en sus manos. La misma sensación tendría un niño pequeño cuando recibe en navidad el juguete más preciado de su vida. Era tal su conmoción que respiraba de forma agitada, jadeando y estremecido.
—Permite que pese al hambre, pobreza y muerte, el pueblo siempre nos sea leal, aunque éste no sepa el porqué —continuó Arlex, poniendo su mano derecha sobre su pecho, sin apartar la vista de la imagen de Rasputín—. Al final su sacrificio se premiará. Permite someter la mente y voluntad de los diputados opositores de la Asamblea Nacional, para controlar la ley y evitar mi salida del poder.
Cuando aún oraba, de la tabla brotó una densa niebla que fue vista por todos y que se esparció rápido por el lugar, hasta cubrir todo el piso a treinta centímetros de altura, incluso casi alcanzó las rodillas de los presentes. En su interior eran visibles luces centellantes similares a una tormenta eléctrica. Un repentino frío se apoderó del lugar, tan fuerte que generó emanaciones de vaho por la boca de las personas. La temperatura descendió con estrépito hasta hacer que todos se frotaran las manos para calentarlas.
Ante el asombro de la gente, aquel buitre negro que estuvo presente en la muerte de Ariel emergió del interior de la niebla y voló hasta el borde superior de la tabla, donde se posó. Desde allí giraba su cabeza de lado a lado observándolos.
Todos se pusieron de pie y aplaudieron con euforia a Arlex, mientras él sonreía triunfal. Esa era la misma sonrisa que tenía cuando asumió la presidencia de Caribea. Él era un ex militar que diez años atrás intentó derrocar al gobierno de derecha democráticamente electo de entonces. Fue puesto bajo arresto, e indultado años después por otro presidente de izquierda electo que simpatizaba con sus ideas. De no haber sido porque todos los gobiernos anteriores al suyo habían sometido al 70% de la población a la pobreza, no habría tenido oportunidad de ganar en las siguientes elecciones presidenciales. El pueblo lo consideró como un salvador, cuando él prometió, en sus propias palabras, castigar a “aquellos capitalistas que habían lanzado al país en el abismo sin fondo de la miseria”. En un acto de fe la ciudadanía le dio su voto en elecciones y lo llevó al poder.


Estudiantes iban y venían por los pasillos concurridos de la Escuela de Ciencia Política en la Universidad Central; otro día de exámenes. Kristel salió por una de las muchas puertas que había a lo largo del pasillo y, un instante luego, Roberto salió de la misma puerta y caminó rápido tras ella para alcanzarla.
—¡Kristel! Ya me voy a la marcha.
La chica se detuvo y esperó a que le diera alcance. Luego caminaron juntos.
—Quisiera irme contigo, Roberto, pero ya sabes que ahora debo presentar ese examen, si no, repruebo la materia —se excusó—. Pero luego me uno a ustedes. Cuídate mucho, no deberías ir de primero en la marcha. ¿Qué hay de esos rumores de que Borjas prepara una emboscada contra los estudiantes en la marcha para apresarnos?
—A Arlex Borjas no debe dársele pausa ni tregua. Su decreto de recortar el presupuesto a la universidad rebasó el límite —respondió en tono fuerte—. El dinero que quitará a la universidad de seguro lo usará en proselitismo político. Es un disfraz de demócrata que combatiremos con el pueblo en la calle. Y debo ir en primera fila en la marcha y dar ejemplo como presidente del Centro de Estudiantes. Con respecto a esos rumores, son solo eso, rumores que seguramente el mismo Borjas se encargó de hacer correr para asustarnos, pero no se atreverá a apresarnos, ya lo verás.
—Lo sé, pero…—añadió para luego ser interrumpida por un anuncio de Roberto, que le hizo sobresaltar el corazón.
—Oye luego de la marcha te haré una pregunta —dijo sonriéndole y mirándola fijamente a los ojos.
—¿Ah sí? ¿Qué será? —Kristel sonrió con picardía mientras un revoleteo le invandía el pecho.
—Tendrás que esperar. —Roberto le mostró otra pícara sonrisa y le guiñó el ojo.
El muchacho continuó su camino mientras Kristel se quedó parada suspirando, viéndolo caminar hacia la salida hasta que se perdió en el mar de estudiantes. Por un momento estuvo a punto de mandar su examen por un caño para salir corriendo tras Roberto, pero se contuvo.
Roberto era un joven de 28 años, en el último año de la carrera de Ciencia Política. No pudo graduarse en la edad promedio en que lo hacía la mayoría de jóvenes, 22 años, como si lo haría su grupo de amigos. Su padre, don Pepe, había enfermado cuando él estaba en el tercer año de la carrera. Se le detectó deficiencia renal y cayó en cama. Durante cinco años estuvo en lista de espera por un donante de riñón, y su estado físico había sido precario. Por ello no pudo trabajar y su esposa, la señora Francisca, madre de Roberto, tampoco, pues debía dedicarse a sus cuidados. Roberto tuvo que trabajar en la carnicería familiar para llevar el sustento a su casa y dejó la universidad, hasta que fue hallado un donante compatible para su padre. Regresó a la universidad cuando su progenitor sanó, aunque quedó sufriendo de arritmias cardíacas.
Roberto mostró vocación para la política desde niño. Reía cada vez que su madre le contaba cuál fue una de sus primeras palabras cuando comenzó a hablar; “poli”. La dijo una vez que su padre veía en la televisión el discurso de un político cualquiera, y don Pepe lo insultó con maldiciones, como si éste pudiera oírlo a través de la pantalla, pues odiaba a los políticos y los creía el germen de todos los males sociales. De pequeño siempre los niños lo seguían y jugaban lo que él decidía. Hasta en la universidad fue electo presidente del Centro de Estudiantes. Uno de sus mayores miedos era no ser un buen líder. Tenía la idea de que un líder debía hacer depender de sí la mayor cantidad de asuntos y personas para que las cosas que dirigía salieran bien. Debía tener control de todo, tener la respuesta a todo. Aunque eso lo agobiaba, también le daba satisfacción sentir que todo y todos dependían de él, que nada se hacía sin su opinión.

Mientras muchos estudiantes de la Escuela de Ciencia Política se preparaban para marchar, el profesor Peter seguía sometiendo a los alumnos de primer año a un examen oral. Iba caminando hasta cada pupitre con su planilla de calificaciones haciendo las preguntas. Alonso, de 18 años de edad, estaba sentado en la última fila. Veía impaciente su reloj, resoplando con fuerza con la esperanza que el profesor notara su urgencia de salir.
—Veamos quién será el siguiente en responder preguntas —dijo Peter arqueando sus cejas y viendo en su mano la hoja con la lista de nombres.
—Profesor, disculpe que lo interrumpa, pero ya su clase se pasó 5 minutos de la hora, y muchos de nosotros somos organizadores de la marcha y debemos salir…—. Alonso por fin lo dijo, pero de inmediato se arrepintió de haberlo hecho y enmudeció.
—Alumno Alonso Valladares, así me gusta, gente que me pida voluntariamente que lo interrogue —dijo el profesor con un tono de satisfacción y sarcasmo.
El profesor dio un paso bien largo y en seguida estaba frente a Alonso, quien hizo una mueca como si su mano estuviese dentro de una olla de agua caliente.
—¿Según la Constitución Nacional, con cuántos votos de diputados de la Asamblea Nacional se elige y se destituye a los jueces de nuestra Corte Suprema de Justicia?
—Los votos requeridos son las dos terceras partes de los 167 diputados que componen la Asamblea Nacional, es decir con el voto de 111 diputados se eligen y se destituyen —respondió muy seguro de sí mismo.
—¿Con cuántos votos de diputados se elige y se destituye a los rectores del Consejo Electoral?
—También con 111 diputados.
—¿Proceso para la destitución del presidente de la República?
—A través del voto de la mayoría de los 15 jueces que componen la Corte Suprema de Justicia, ya sea por la comisión de un delito o porque una junta médica nombrada por la mayoría de los jueces dictamine que el presidente tiene alguna incapacidad mental…
—Dígame tres funciones del Consejo Electoral
—Convocar a elecciones, el conteo de los votos que obtienen los candidatos, y proclamación del ganador en elecciones…
—¿Con cuántos votos de diputados de la Asamblea Nacional se aprueba y deroga una ley?
—Con el voto de la mitad más uno de los 167 diputados, es decir el voto de 84 diputados —respondió resoplando con hastío y mirando al techo.
El profesor con una mueca de gozo hizo una anotación en la planilla, y luego con sus ojos entornados miró a Alonso.
—Tiene vocación y talento pero su arrogancia e indisciplina conspiran contra usted alumno. —El hombre vio su reloj—. Caray me pasé 8 minutos de la hora, eso pasa cuando uno disfruta lo que hace, ¿no cree usted, alumno Valladares? Que pasen buen día.
Alonso se levantó del pupitre, tomó sus libros y salió del salón junto a los otros estudiantes. Él era alumno del primer año de la carrera de Ciencia Política, pero su formación estaba muy avanzada. Le apasionaba la política y siempre leía del tema aunque no tuviera examen, por eso las clases de primer año le aburrían un poco y se lo pasaba con estudiantes de años superiores, como Nancy, Kristel, Roberto o Julián, éste último de segundo año, con quien se topó en el pasillo a la salida del salón. Era un muchacho moreno de 19 años, delgado y de cabello siempre engominado.
—Ese profesor me odia —le dijo Alonso a Julián, poniéndose su lápiz encima de su oreja.
—¿Y ahora qué pasó? —preguntó sonriendo, mientras ambos caminaban entre la multitud de estudiantes en los pasillos—. Vamos con Roberto y los demás.

Al llegar a la puerta de la fachada de la escuela de Ciencia Política, Roberto se detuvo en el umbral para contemplar con satisfacción la presencia de más de trescientas personas reunidas en la calle. Algunas llevaban en sus manos pancartas en las que se leían mensajes: “Arlex Borjas dictador, productor de inflación”; “Recortas presupuesto y robas los impuestos”; “El pueblo lo exige y tiene razón, basta de hambre, miseria e inflación”; “El socialismo no es democracia, solo fuente de miseria e ignorancia. Borjas renuncia”
Arlex había tomado la decisión de recortar el presupuesto universitario por algún motivo desconocido. En ese año fiscal en curso, las universidades recibirían un veinte por ciento menos de dinero de lo que había percibido el año anterior. Aunado a la creciente inflación, el monto a recibir era insuficiente para cubrir sus gastos. Los periodistas, mientras, creaban sus propias explicaciones: que habían problemas de finanzas públicas; el gobierno se robaba el dinero para dirigirlo a sus cuentas bancarias personales; y otros decían que era una forma de retaliación política, porque la mayoría de los candidatos a centros de estudiantes que fueron apoyados por Arlex perdieron en la universidades. En la escuela de Ciencia Política de la Universidad Central el candidato perdedor había sido Zadir.
Roberto se dirigió hacia un grupo de estudiantes que estaba pintando una pancarta, colocada sobre la acera cerca de la entrada. Se puso en cuclillas, tomó una lata de pintura en aerosol y comenzó a pintar una consigna sobre un cartón. Esperaba que alguien le elogiara el hecho de que, a pesar de ser presidente del centro de estudiantes, también era capaz de ensuciarse las manos y no se le habían subido los humos. Le gustaba dar el ejemplo, nunca pedirle a alguien que hiciera algo que él no fuera capaz de hacer, y, además, lograr reconocimiento social por ello.
—Están llegando otras personas de la sociedad civil, no solo estudiantes —dijo Camilo acercándosele con una pancarta en su mano que rezaba “Arlex Borjas, recorta tu sueldo”.
—¡Excelente! Todo el pueblo unido. —Roberto sonrió complacido.
—Tal vez hoy logremos que Borjas renuncie —dijo Alonso junto a ellos, con la cara manchada de pintura, y colocando sobre su oreja el lápiz que se le había caído.
—¡Camilo, ayúdanos, nos dejas todo el trabajo sucio! —exclamó Julián dándole los últimos toques a una pancarta—. Las consignas las ideó Roberto y gracias a él conseguimos estos materiales —Añadió—. Y además, está ayudando a pintar las pancartas, ¿tú qué hiciste, señor vicepresidente?
Roberto expertimentó un regocijo cuando Julián destacó su trabajo, en forma de un brisa fresca en aquel caluroso día.
—Yo pinté ésta que tengo —respondió poniendo en alto su pancarta—. Además a Roberto le gusta hacer todo el trabajo, en el fondo le hago un favor.
—No se trata de quién hizo más o quién hizo menos. Dejen de pelear —pidió Roberto riendo. Para él no era ningún sacrificio el trabajo sucio, siempre que la gente lo admirara por ello, y en ese momento fue consciente de eso, como si una voz se lo susurrara al oído.
—Roberto, esta vez los rumores de que Borjas nos tiene una trampa vienen de una fuente confiable —continuó Camilo—. El primo de la esposa de un vecino mío, tiene una hija cuyo novio es policía, y bueno les contó que quieren neutralizar al movimiento estudiantil, apresar estudiantes, culparlos de varios delitos…No creo que sea seguro salir a marchar hoy. Los rumores están por todos lados.
Roberto arrugó la cara y lo miró con notable incredulidad.
—Descuida, esos chismes seguramente los hizo correr Borjas para meternos miedo, porque él es quién está asustado —respondió confiado y aún sonriente—. Lo tenemos en nuestras manos. Nunca se ha atrevido a hacer nada contra los estudiantes y no lo hará ahora. Así que sin miedo.
La sonrisa de Roberto duró poco. Un lujoso auto negro de vidrios polarizados se detuvo junto a la acera, a unos pocos metros del presidente estudiantil. El vidrio de la ventana del copiloto bajó y él vio dentro a Tiberio. Roberto se levantó y caminó con gesto de enfado directo a él. El ministro se movió del puesto del conductor al del copiloto para quedar junto a la ventana frente a Roberto. Ambos se vieron mientras éste se acercaba y Tiberio le mostró una sonrisa cínica que molestó a Roberto, pues le daba un aire de soberbia. Era el ministro de Interior y Justicia en el gobierno de Arlex, el más joven funcionario en ese cargo que había tenido el país. Era alto y delgado, tenía los ojos marrones, su nariz perfilada, labios muy finos, pómulos pequeños, rostro alargado y mentón afilado, características que le aportaban elegancia natural.
Roberto tenía una fuerte expresión de molestia cuando llegó hasta él. Colocó su brazo sobre el techo del carro, se apoyó en éste e inclinó su torso para que su cara quedara cerca de la de Tiberio.
—Por fin te veo. Te llamé mil veces a tu celular y no respondías. ¿Temías hablar conmigo? Arlex Borjas quiere recortar el presupuesto universitario y evitar que la gente estudie y se prepare. Él sabe que a mayor educación el pueblo no puede ser engañado, ¿cierto?
Tiberio se sacudió una pelusa de su elegante traje con corbata impecable.
—Ustedes usan el dinero del presupuesto no para estudiar, sino para planear y ejecutar conspiraciones contra la revolución —respondió con un tranquilo tono de voz mirando al frente, mientras jugaba con los dedos de su mano derecha, pasando el pulgar sobre la punta de los demás dedos, para hacer sentir a Roberto poco digno de tomarse la molestia de verlo a los ojos al hablar.
—¡Estás ciego! Cuando éramos más jóvenes creías en la libertad y ahora torciste el camino —exclamó Roberto exaltado ante la indiferente actitud de Tiberio—. Éramos los mejores amigos Tiberio ¿qué pasó? Te vendiste por un sueldo millonario. ¿Por cuánto vendes tus valores y rascas la espalda a Borjas?
—¡Torcido estás tú y los que te siguen! —exclamó ofuscado, por fin viendo a Roberto a los ojos— ¡Yo era un inmaduro! Estoy en el camino correcto. La revolución de Arlex Borjas será eterna, el pueblo así lo quiere. No más dinero para la universidad terrorista.
Tiberio respiró profundo y su tono de voz volvió a sosegarse.
—Se puede luchar de otra forma por la democracia, matando a la bestia de la dictadura desde dentro, en vez de intentar destruirla desde fuera —susurró el joven ministro, mirando al frente de nuevo.
—¿Qué diablos hablas? —preguntó Roberto desconcertado, arrugando la cara.
—Olvídalo. Sólo no obstaculices la revolución porque podrías lamentarlo.
El vidrio de la ventana fue subido y separó las caras de Roberto y Tiberio. El auto arrancó al tiempo que Roberto, enojado, le dio una fuerte palmada al techo.


Una muchedumbre animada marchaba por las calles, enarbolando banderas tricolores, sonando pitos y poniendo en alto sus pancartas. Al paso de la marcha, con cientos de estudiantes a la cabeza, se iban uniendo otras personas de la sociedad civil de todas las edades y género. Durante la caminata, la gente conversaba y concordaba en que había problemas en el país que no solo concernían a estudiantes, sino a toda la sociedad en general: alta inflación, bajos sueldos, algunas medicinas y alimentos comenzaban escasear. El aparato productivo del país estaba gravemente herido, tal como lo expuso el diputado Ariel Gómez en su momento ante la Asamblea Nacional.
Entre la multitud estaba el señor Pedro, un sesentón de ropas gastadas, llevando una pancarta en la que se leía: “Basta de inflación, el sueldo no alcanza”. Mientras caminaba iba conversando con una mujer de unos cuarenta años.
—Busqué un trabajo de vigilante de noche, porque mi sueldo de maestro en el día no alcanza para mantener a mi familia. Duermo apenas cuatro horas diarias y a mi familia casi ni la veo — dijo con pesar, y la mujer le notó unas marcadas ojeras violáceas.
Roberto iba de primero en la marcha, liderándola. Llevaba en alto una gran pancarta de tela por un extremo, que rezaba: No a la inflación; no a la reducción del presupuesto universitario; no al control de precios; no a la dictadura. El otro extremo del gran cartel extendido lo llevaba Julián.
Habían caminado durante una hora, y a su paso, más personas de la sociedad civil se les unían. Roberto tenía la franela pegada a su torso por el sudor. Su cara, enrojecida por el sol, le ardía. Alternaba sus manos para cargar los soportes del cartel cuando los brazos se le entumecían. Camilo debería ir a su lado, pero no estaba allí. Cuando se percató de su ausencia se giró para buscarlo, y lo vio varias personas atrás, hablándole al oído a una chica.
Un vapor caliente e insoportable los envolvía a todos, pero a Roberto no le importaba, porque escuchaba su recompensa entre los comentarios de la gente detrás de él, que le subían el ánimo:
—¡Tú sí eres un líder de verdad, Roberto! —exclamó un compañero de clases—. No como el anterior presidente, que cuando convocaba a marchas él se desaparecía, luego aparecía hablando ante las cámaras de televisión, limpio y fresco como una lechuga.
—Roberto, ¿recuerdas a mi hermanito? —le preguntó Victoria—. Dijo que quiere ser como tú cuando sea grande.
—¿No has pensado en ser presidente de Caribea? —preguntó otro muchacho.
A Roberto se le hinchaba el ego como una burbuja estimulante en su pecho. Disfrutaba de aquellos elogios como ninguna otra cosa; pero aún no sabía cuál era la respuesta más idónea ante ellos. ¿Debía mostrarse humilde y decir solo: “gracias, solo cumplo con mi deber”, aunque sonara falsa modestia? ¿O debía dejarse llevar por la vanidad y mostrarse como un ejemplo de líder a seguir, aunque se viera algo arrogante? ¿Debía decir con una sonrisa que todo iba a estar bien, aunque no fuera verdad? ¿Debía dirigir ciertas acciones, simulando saberlo todo, aunque no tuviera idea de cómo hacerlo? A veces usaba una combinación de todas esas opciones, y hasta ahora le había funcionado para que la gente lo siguiera admirando y enalteciendo, lo que le provocaba un efecto placentero similar a los fumadores y bebedores luego de la práctica de sus vicios.
Cuando ya a muchos les dolía la garganta, tras un rato de gritar consignas, y les ardían los pies sobre el pavimento caliente tuvieron que detenerse porque un cordón de policías les cortó el paso. Los oficiales estaban allí, parados, con sus escudos. Algunos portaban rifles que disparaban bombas lacrimógenas, otros llevaban escopetas de perdigones y un tercer grupo iba armado con garrotes de madera. Eran por lo menos doscientos policías armados para reprimir.
Roberto tomó el altavoz que le llevaba un compañero, y a través del aparato le pidió a la policía que les abriera el paso, pues estaban en su derecho de manifestar de forma pacífica. Los oficiales de seguridad no se movieron. Parecían estatuas de cera, pero amenazantes como serpientes venenosas.
—¡Lame suelas! —les gritó Camilo, muy exaltado, aunque su intención también era impresionar a la chica que lo acompañaba, transmitirle una imagen de valentía—. ¡Dejen de ser los lame suelas de Borjas y déjennos pasar! ¡A ustedes también les afecta esta crisis económica! ¡Lame suelas!
Roberto le pidió a Camilo callar. No era conveniente insultar a la policía porque podría provocar una respuesta violenta. No valía la pena.
El líder estudiantil, con megáfono en mano, instó a los presentes a cantar el himno nacional, en un intento para conmover a la policía y suavizar su actitud apelando al patriotismo.
Mientras Roberto cantaba, un sentimiento de culpa lo invadió porque era consciente que a veces su lucha por la democracia era motivada más por su ego, para recibir las alabanzas de la gente, que para hacer valer los principios de libertad, igualdad y justicia contemplados en las letras del himno nacional.
El canto de cierta estrofa tuvo en él un efecto estremecedor, aunque otras muchas veces la había entonado sin mayor emoción: “para ganar la libertad el pueblo lucha con valor; por tus padres, por tus hijos, tu hermanos y el honor”.
Entonces, los ojos se le llenaron de lágrimas y trató de contenerlas, pero al final éstas se desbordaron y se fueron a mezclar con el sudor que también bajaba por su cara. Fue como si alguien lo sacudiera por los hombros y miles de hormigas corrieran por su nuca y su cabeza. El rostro cándido de su madre vino a su mente cuando se giró a su derecha y vio junto a él a una mujer mayor con sus ojos entrecerrados y acuosos.
Continuó cantando mucho más fuerte, y pidió a la gente caminar hacia el cordón policial, con las manos arribas y sin parar de cantar.
Allí estaba Víctor, quien dio una orden que rompió el escenario patriótico. Los miembros de la policía apuntaron los rifles de gases lacrimógenas contra la pared de manifestantes, y dispararon hacia ellos, a uno diez metros de distancia.
Esto sorprendió tanto a la gente que sabía que las leyes contemplaban solo disparos al aire, pues los cartuchos de gas lacrimógeno no debían ser usados como proyectiles. Pero la ley fue pisoteada, y los casquillos ahora impactaban contra los cuerpos de las personas, y dejaban estelas de humo en el ambiente.
Las detonaciones de las armas de gas lacrimógeno resonaban por todos lados, y les siguió el ruido de los rifles de perdigones al ser disparados. Otro grupo de oficiales se fue, garrotes en mano, contra los manifestantes. Las personas, que solo portaban carteles en sus manos, vieron las macanas que se aproximaban a sus ojos, y luego todo se oscurecía.
El escenario era un caos de calor, sangre, gritos, lágrimas, golpes y gente corriendo por todos lados que tropezaba con personas que se ahogaban sobre el pavimento por efecto de los gases, y otras que yacían inconscientes con golpes en sus cabezas.
A Roberto se le fue un oficial corpulento encima. Primero, durante una milésima de segundo, le vio sus ojos de pupilas muy contraídas y mirada lejana, luego, observó la macana de madera que se aproximaba a su vista. Una sensación de intenso calor se originó en su frente y se difundió por toda la cabeza, y un líquido viscoso empezó a caer como cascada por ambos lados de su nariz.
Otros golpes fueron asestados en su espalda y uno más en su ceja izquierda. De pronto, la visión se le distorsionó. Las cosas a su alrededor aumentaban de tamaño y luego se empequeñecían, y, parecía que todo lo veía a través del cristal de una ventana durante una fuerte lluvia. Después de recibir otro macanazo en su oreja izquierda, todo el sonido del ambiente se apagó detrás de un largo y agudo pitido sostenido. Se tapó los oídos. Luego se dobló por un garrotazo en su abdomen que lo dejó sin aire, y ya sin fuerzas fue halado por dos policías que lo arrastraban por ambos brazos.

Momentos después, Kristel y Nancy salieron del salón donde habían presentado un examen y caminaron apresuradas por el pasillo, esquivando multitudes de estudiantes.
—Creo que aprobé, vamos a la marcha ya —dijo Kristel, con el rostro de Roberto en su mente.
—Pero antes al cafetín, muero de sed —sugirió Nancy. La chica estaba segura de haber aprobado el examen; pero, ya no tendría al profesor Ariel para felicitarla, y por ello no podía alegrarse del todo por aquel logro, como antes lo hacía. Unas palabras de felicitaciones con la suave y ronca voz del profesor y su gran sonrisa siempre habían sido su mejor premio y estímulo. Mientras caminaba cabizbaja junto a su amiga, sacudió su mente y reflexionó sobre una frase que le había escucho decir alguna vez a Ariel: “las motivaciones y alegrías propias no pueden venir de afuera, sino dentro de nostros mismos, por triunfar en lo que más nos gusta hacer”. Entonces, un halo de optimismo la invadió, como si fuera una brisa fresca con olor a lavanda que se colaba por la ventana. Sonrió y siguió su marcha con la frente en alto.
Kristel y Nancy llegaron al cafetín. Era un lugar bastante agradable y acogedor con una treintena de mesas; un sitio donde los jóvenes siempre se reunían al salir de las clases a comentar lo acontecido en su día. Siempre sonaba de fondo la música de moda, mientras los estudiantes tomaban su café y alguna merienda de media tarde o media mañana, pero en aquel momento no había ninguna música. La mayoría se había ido a la marcha, por lo que en el lugar había pocos estudiantes, seguramente por quedarse presentando algún examen, y estaban reunidos alrededor de un gran televisor encendido, situado en un extremo del cafetín. Las dos amigas no podían verlo porque los jóvenes de pie agolpados en torno al televisor tapaban la visión. Tampoco podían oírlo pues los comentarios a viva voz de todos creaban un ruido ininteligible que lo impedía.
Nancy y Kristel se acercaron abriéndose paso con cuidado entre los muchachos. Vieron a través del televisor una transmisión en vivo del canal Focovisión, con imágenes desde el lugar de la marcha de la protesta estudiantil. Era evidente la exaltación del camarógrafo por las imágenes temblorosas al no poder mantener la cámara fija.
El escenario de la marcha era infernal; un grupo de policías arremetían violentamente contra los estudiantes y demás personas de la sociedad civil. Muchos eran golpeados con las macanas policiales, y les eran colocadas par de esposas en sus muñecas para luego ser halados hasta patrullas donde eran depositados. Detonaciones de rifles de perdigones y bombas lacrimógenas eran oídas por doquier. Eran una constante los gritos y el humo de gas lacrimógeno opacando el ambiente. Zulay Lares, con el caótico escenario de fondo, reportaba desde el lugar.
—Vemos la violenta acción de la Policía Nacional, contra la pacífica protesta primero estudiantil y a la que luego se sumaron muchas personas de la sociedad civil, contra la medida del gobierno de reducir el presupuesto universitario y, entre otros, la alta inflación del país. Hay detenidos y heridos por perdigones —informó con voz agitada y ojos acuosos, viendo hacia atrás de reojo cuando los perdigones eran detonados.
Kristel entornó sus ojos y aguzó su vista para intentar detectar a Roberto en el caos, si la cámara lo enfocaba. Su corazón estaba en vilo, con el aliento sostenido.
—Ahí está Camilo. Dios protégelos —dijo Nancy señalando al televisor.
En la televisión vieron a Camilo a lo lejos entre el desorden. El muchacho era golpeado en su espalda por dos policías con sus macanas y lo llevaron esposado, mientras oponía resistencia sacudiéndose y tirándose al suelo.

Cientos de personas en las calles corrían de un lugar a otro, huyendo de las bombas lacrimógenas y de los perdigones. Sus caras ardían por efectos de los gases, al igual que sus fosas nasales y tracto respiratorio al inhalarlos. Los ojos acuosos entorpecían la visión, y sus lágrimas, cayendo por sus mejillas, se mezclaban con el sudor en sus caras. Los policías sin piedad golpeaban a muchas personas con sus garrotes. El sonido de estos sobre sus espaldas se asemejaba al golpe sobre sacos de arena. Era un campo de batalla con el ruido de gritos, disparos de perdigones y bombas lacrimógenas atormentando los tímpanos, y que caían por todos lados. Los gases lacrimógenos lo cubrían todo, como una cortina de niebla cubriendo a San Petersburgo en la madrugada.
Mucha gente asfixiándose yacía tirada en el suelo, tosiendo, con grandes dificultades para respirar. Un joven universitario, mientras corría, recibió un impacto de perdigón en su espalda, al tiempo que otro joven recibía un perdigonazo en su mejilla derecha. Entre el revuelo, Roberto, Franco y Roger eran llevados esposados entre varios oficiales, mientras los golpeaban al azar con sus puños por todas las partes de sus cuerpos. Jean Paul se les unió cuando fue llevado arrastrado por otro policía. Tenía la boca rota y percibía el sabor a cobre de su cálida sangre sobre sus labios, al entrar en contacto con su lengua. Todos fueron metidos en una patrulla policial con Camilo.
La protesta de calle había sido dispersada en pocos minutos, y las banderas nacionales, tiradas en el pavimento, eran pisoteadas por los últimos jóvenes y policías que corrían en las calles. El señor Pedro estaba tumbado en el suelo, desangrándose con una herida de bala en la cabeza, de cuyo orificio la sangre emanaba y corría sobre el pavimento, como si alguien hubiese agujereado una lata llena de pintura roja.
La policía fue tras la caza de los últimos estudiantes universitarios que huían corriendo por las calles. Víctor conducía su motocicleta acompañado de otro oficial, y les estaban dando alcance a Julián y Alonso quienes ya sentían su aliento y respiración arder. Detrás de la moto, una patrulla de policía con la sirena sonando venía a gran velocidad para completar el equipo cazador.
—No quiero que me atrapen —jadeó Alonso.
—No hables o te cansarás más. —Julián se puso la mano en su abdomen al sentir una puntada mientras corría.
Entraron a una restaurant de lujo en una urbanización de clase alta cercana al lugar donde la marcha estudiantil fue emboscada, y Víctor los vio. Una vez dentro, fueron el centro de atención cuando su imagen sucia contrastó con la ostentación del sitio. La mirada de los clientes y mesoneros estaban puestas sobre ellos. Los jóvenes aún portaban en sus manos unas pancartas rotas en la que se leía un mensaje pidiendo la renuncia de Arlex. El sonido de la sirena de la patrulla era cada vez más fuerte, anunciante de la proximidad de sus verdugos.
—Por favor ayúdennos, nos persiguen —rogó Alonso respirando agitado.

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