Caminé alrededor de unos cuarenta o cincuenta minutos, no lo sé con certeza. Viví en carne propia la sensación de vagar por el mundo sin hallarse, no lograba recobrar el sentido común, fue una expulsión emocional sin escape; estalló.
La avenida cinco se encontraba muy convulsionada, marcaba un contraste armónico con aquello que expulsaba mi interior. Niños insatisfechos porque sus padres no saciaban las necesidades ineludibles de consumir golosinas, ancianos con su parsimonioso andar, las bocinas martirizantes de los autos y el acostumbrado hacinamiento de personas y vendedores, todo hace un perfecto enlace con el colapso que llevo a cuestas.
Mi paso cada vez es más vertiginoso, no sé cuál es mi destino, desconozco lo que hago. ¡Maldita sea! Solo quiero desaparecer. Dos días sin que el maldito teléfono suene, me asomé a las redes sociales encontrando un grupo de hordas inmersas en la falacia y ansiosos de aprobación, todos giran en torno a lo virtual. Nadie invita un té, un café, un paseo a orilla de mar, una fogata, una guitarra, un vino. Todo se esfumó.
- No quiero estar aquí!
Mi paso es más veloz. Una chica me dirige un: ¡imbécil! Porque derramé su café sobre mi chaqueta. Si mi estado fuese normal me disculpo y la invito a un nuevo café, pero no es el mejor momento. Me detengo en el cruce de la once y observo a los lados, mi cabeza no para de moverse por la desesperación, las manos sudorosas a pesar de los veintiún grados es una clara señal de impaciencia, los autos pasan a gran velocidad, bajo y subo la acera.
El bus de la ciudad no tiene cordura al conducir, tampoco límites de velocidad. Se acerca, hay una luz verde que está de acuerdo con lo que haré, siento que es ahora, es una gran oportunidad para estar tranquilo de forma permanente; treinta metros, cinco segundos... cuatro... tres... dos...
Leonardo García