Segador

Recordaba los árboles que se mecían frente a mi casa, como me mecía dentro de ella
sin que los árboles importaran. El río, hacía tronar las rocas contra el subsuelo
y temía su fuerza muy superior a la de cualquier hombre, mujer o espíritu;
y por las noches las carcajadas malignas arañaban el techo aunque no me importara.
Encima de todos estaba la vía láctea -decía yo- y ella me daba el control.
Creía haberle arrebatado la antorcha a Prometeo;
me engañaba pensando que el día siguiente estría ahí donde lo había dejado;
desconocía el artificio del círculo y no imaginé la velocidad del rayo;
aun así me cegó sin hacer preguntas, sin pedir permisos, sin enviar respuestas que explicaran algo.
Yo me sigo tomando el tiempo de inventar cada día alguna que me satisfaga el momento,
mientras vuelve a llenarse el tanque de propano, mientras las moléculas se oxidan
y vuelve a germinar lo digerido por el gusano.
No se donde está. La invoco a cada movimiento de muñeca que hago con la hoz en mi mano,
necesaria para renovar el tiempo. Teniendo este silencio hermoso que lo rodea todo,
enciendo el ruido electrónico, por costumbre o por asco a la soledad.
Soy adicto a las sensaciones y la quietud es un reto, es una medicina que sabe mal,
es la limpieza que arde sin placer -nunca aprendí el arte del verdadero masoquismo-
y es por esto que las noches mas divertidas son las de tormentas y ventiscas,
donde todo se golpea y los ecos multiplican las formas de las montañas
donde vine a huir del aire polucionado de Cabudare, con su asquerosa agua salada y me gente querida.
Aquí estoy, no se si mas lejos o mas cerca de ella; arrancando hierba mala,
buscando escorpiones bajo las piedras y dentro de mis botas,
recolando café de madrugada, arrancando ramas, peleando con perros,
eludiendo miradas, ebrio, con frío, sumergido en la incertidumbre económica de mi país, pero feliz.