Érase una vez un pueblo. En este pueblo reinaba un príncipe. El príncipe era bello y virtuoso, sosegado y valiente, honrado y sagaz. Escuchaba a los campesinos y cuidaba de ellos, escuchaba a su guardia imperial y los remuneraba muy bien por cuidar a los campesinos, escuchaba a los senadores y senadoras del consejo y los mantenía gordos y contentos y vigilando sus consejos comunales, escuchaba a los espías de las otras naciones y les daba cafecito, hablaba con las putas del burdel y si estaban tristes se las cogía o les hacía regalitos maravillosos, y cuidaba de que no hubiera demasiada objetificación y violencia de género ofreciendo también putos y gente del tercer sexo (que no eran muy afines a su paladar en materia de placeres pero sí eran de sus muy queridos contertulios y compradritos/as y hasta a veces los llamaba por el pronombre que ellos quisieran por ser panita, aunque en este reino la gente podía usar los pronombres que le parecieran más evidentes o divertidos y nadie se ofendía mucho). Tanto bienestar social y económico promovían las avanzadas disposiciones de legislación en génro y prostitución ideadas por el monarca, que el 40 y pico porciento de la población ejercía el noble oficio y del 60% restante un 30 lo había ejercido en algún momento. Era un reino feliz, pues.
El príncipe amaba a una Reina, que era su jeva. El príncipe estaba enamoradísimo de esa caraja, pero ridículo, o sea, el bicho flipaba. La Reina venía a visitar al príncipe después de salir con sus amigas reinas y el resto del pueblo, con quien también tenía excelente trato. La Reina mamaba güevo excelente, y el príncipe, que no se hallaba de erótica embriaguez y divino sentimiento, hacía lo que ella mandara: "chúpame la cuca", "dame por el culo", "hagamos una 'sacapetróleo'". El príncipe obedecía y, es más, gozaba. La Reina quería al príncipe con una magnitud y constancia tan inusual como la de aquél: todo en lo que su vista se posara era deleite cuando se hallaban juntos: si cuadraban para conseguirse en un lugar, verdaderamente tragaban saliva antes de que apareciera el otro por un umbral o de entre un mar de rostros, no tenían que hacer ningún esfuerzo por quererse, la conversación de ellos manaba por una genuina e inagotable sorpresa frente a las ocurrencias del otro y sus niveles de sofisticación o gafedad se alternaban como un vals en una simetría danzante, cómica y enternecedora.
Pero el príncipe tenía el corazón sombrío y acongojado. Algunas noches le daba la loquera y salía a matar gente, pero nunca lo descubrían porque los lanzaba a los ríos que corrían por toda la ciudad (parte de su encanto). Además nadie hacía escándalo porque siempre, por casualidad, esas personas habían hecho planes para mudarse a otro rincón del reino, que era muy próspero y todo bonito. "No, que el Jueves me voy con fulanito a nosedonde porque él me dice que allá venden unas drogas bien chéveres que nunca llegan acá porque así de buenas son": ese mismo Jueves el príncipe salía, con un sigilo invisible, de caza, de sus cabales y de su real indumentaria para ponerse la máscara de El Chichiculote, empatucada en saliva, lágrimas y con unas manchitas de sangre bien chic, todas provenientes de sus víctimas. En el cuarto del príncipe sólo habían pedestales donde poner la ropa, no había clóset donde esconderla, así que las gentes del castillo pensaban que se trataba de una obra de arte moderno, porque el príncipe, además de poseer un encanto extramundano y la solemnidad de su refinada crianza, tenía un sentido del humor sin par. La cosa es que cuando volvía en sí, recordaba las caras de los muertos y las mil y una maneras en que hacía sus desastres: ponía una cara como la de quien se tira un peo en un entierro y le tomaba como cinco minutos salir de una pausa taciturna, que sus compañeros de conversación confundían con sublime y apasionada reflexión, manifestación corpórea de los licores de la areté en la divina figura del hermoso príncipe.
Lo triste de esta historia es que el príncipe vivió aparentemente "feliz" el resto de sus días junto a la reina, con su pueblo, haciendo sus cosas principescas hasta morir en su cama muy poco después que la susodicha. Intentando descifrar el gran misterio de sí mismo, durmiendo en una jaula (que no sirvió de mucho porque la servidumbre del castillo barruntaba "it's a sex thing" por ser el bondage una de las muchas maneras en que el príncipe complacía a su bienamada) inhabilitado de ser puesto en prisión, asilo o suicidarse debido en parte a su pésimo talento para incriminarse o actuar demente y, eminentemente, por su honda compasión con el reino, al cual le era indispensable su labor y hasta su mera presencia para ser funcional y feliz. Y nada. Chao.