La decisión

Hasta que finalmente una decisión me tomó. Perpendicular a un espectro continuo e infinito de falsas dicotomías, parecía ser yo la mejor alternativa. Al principio no muy convencida, la decisión mantuvo un gesto de escepticismo. Luego no ha sido mejor. La decisión se arrepiente de haberme tomado, se retracta y se contrae en su estupor. Soy el peor humano que una decisión pudo haber tomado. De entre tantos peces en el mar, tantos nombres y rostros, tantas cabezas como alfileres clavados en sus cuerpos de alfiletero, tuvo que elegir a este fulano con todo y su bagaje de chunches. Carencias y excesos, vicios y desvirtudes, olvidos y descuidos, tibiezas y medias tintas; ya ni modo. La decisión le hace huevos. Y qué otra, pues. Una vez tomado, por mucho arrepentimiento que la decisión manifieste, no habrá algún evento metafísico que haga retroceder la retórica y nos lleve al inicio de este texto para deshacer lo que la decisión ya ha hecho. La entropía textual sólo puede acrecentarse, añadiendo palabra sobre palabra. Ahora que el texto se ha desdoblado no se le puede retornar a su noción pre-cognitiva de impulso dialéctico latente y palpitante. Ha sido todo un accidente, como muchos otros. Esta decisión ha tomado ya malos humanos antes, la muy reincidente. Y no aprende. Ni siquiera soy el pionero de los cagadales decisivos, soy una piedra más en el camino, ni muy diferente ni muy parecida a otra piedra pasada o futura o paralela. Y el lector continúa y mientras lo hace se enfatiza a la decisión y su diatriba contra sí misma. Ahora que la decisión ha aceptado su error, ni siquiera podemos esperar que no lo vuelva a hacer. Y es que la decisión viaja por el espacio de las posibilidades, en línea recta y, claro, chocando siempre con lo factible y con las identidades antropocéntricas, densos conglomerados de drama humano que concretan su viaje etéreo. Debo admitir que ya muchas decisiones me han tomado antes y, aunque he procurado siempre esquivarlas con avidez y diligencia, me siguen tomando. Incluso es a veces agotador, esto de que las decisiones se precipiten a tomarme así nomás sin mayor premeditación. Pero en vano es el esfuerzo que ejerzo al evitarles. Ya tomado por una decisión, toca asumir también lo que tal decisión, valga la redundancia, decida a continuación. Esta vez ha tocado escribir y escribir, enfilar palabras hacia el precipio de vuestra atención, hacia vuestra percepción iconoclasta, matadero de símbolos. Empujar las palabras por el peñasco para que se hundan en el olvido de vuestras pupilas iluminadas por la telepantalla orwelliana. Y eventualmente la decisión de poner el punto final me tomará por sorpresa y con ello su cadena de causalidades y casualidades que desembocan a un mar acidificado y saturado de partículas microscópicas de plástico desechable. Lo que se puede hacer a veces es no esquivarlas, sino más bien tomarlas uno a ellas. Tomar una decisión como se toma un shot de aguardiente. Así sin más. Levantar el vaso directo a los labios, a la garganta, a la pansa, y el calor en el pecho. Tomar las decisiones antes de que éstas lo tomen a uno. Le veo venir. Otra decisión ha entrado en mi horizonte de eventos y se precipita hacia mí. Así de lejos pareciera ser una tentación; una posibilidad: el gusto de dejar el texto a medias ...