Un pianista ciego
En las estaciones de tren de este país siempre hay pianos.
Incluso en la estación más cercana a mi casa, que se encuentra en un pueblo pequeño rodeado de comunidades agrícolas.
Que haya un piano no asombra tanto como que aparezca de pronto, de entre la muchedumbre de pasajeros que van y vienen, alguien que se sienta a tocar y sin más ni más, y así como si fuese fácil, le saca a las teclas notas gloriosas. Ese milagro ocurre cotidianamente y algunos pasajeros nos detenemos a mirarlo maravillados, mientras otros siguen rumbo a los andenes o a las salidas. He escuchado conciertos enteros de música clásica sentada en un pretil de la ventana más cercana al piano de esta estación o de aquella otra. He visto surgir pianistas de entre los pasajeros. De pronto un mochilero de sandalias y pelo revuelto apoya su equipaje junto a los pedales del piano, se sienta y toca una maravilla. Una maravilla cuyo nombre mi memoria desconoce aunque reconozca los acordes y se estremezca ante la complejidad de la melodía. Otro día aparece un soldado armado, camino a casa o la base, luego de un plantón en alguna frontera o de una “incursión”, y entonces tira su escopeta en el piso y se sienta a tocar y tocar y tocar. Un pianista que ha tenido que ir al servicio militar y que aprovecha este piano de estación para volver a ser lo que era, más allá de su uniforme.
Siempre me siento lo más cerca que puedo y escucho. A veces filmo. Siempre sé que es un privilegio estar en ese momento en el que se produce la magia del encuentro de un pianista al azar, en una multitud, y un piano de estación.
Hay pianistas mejores y peores, pero todos son capaces de llenar de música la espera de tanta gente en la estación.
Hay jazzistas, músicos clásicos, improvisadores, versionistas. Uno tocó una vez una versión fantástica de Space Oddity de David Bowie y dejó estupefactos hasta a los pasajeros más apurados. Recuerdo que entonces aplaudimos de pie todos los que estábamos alrededor del piano. Nos sentimos en esa nave, rumbo a la nada.
Hace dos días, en la estación central del Tel Aviv, apareció un pianista, pero no apoyó ni el arma ni el equipaje a los pies del piano, sino un bastón de ciego. Luego se sentó y con ojos cerrados toco durante todo el tiempo de mi espera. Y no solo tocó, sino que hizo arabescos e improvisaciones en canciones conocidas. Lo hizo con enorme maestría. Lo escuché atentamente, lo miré hasta los últimos detalles, aprovechando que no me veía, pero no fui capaz de tomarle una foto ni grabarlo.
Hay en la historia del piano un sinfín de pianistas ciegos, pero yo nunca había visto uno tan de cerca. Es realmente una experiencia casi mística mirar sus ojos cerrados y sus manos certeras que corren de aquí para allá en un teclado aprendido de memoria. Pareciera que la música suena de otra manera, como si proviniera de una oscuridad.
No pude evitar pensar en el pianista ciego Lennie Tristano, a quien conocí a través del escritor Marcelo Cohen, en un ensayo sobre música y literatura. Cito el fragmento en el que lo nombra, porque, además, para mí es también una clase de la escritura que a mi me interesa:
"A mí me gustaría escribir sucesos sin clímax, como las escalas acuáticas e incesantes del ciego Lennie Tristano. O historias donde nunca pase lo que debía pasar, o pase algo más o menos de lo que yo sabía, como en los solos de Lester Young. Son aspiraciones frustradas de antemano, entre otras razones porque en la literatura no hay base armónica; digamos no hay tonalidades acabadas (como el mi menor), y por lo tanto no hay atonalidad en el sentido estricto. Cualquier intento de composición espontánea deja al narrador en ridículo. Sin embargo, otra cosa que enseña el jazz es que en el peligro de quedar mal radica el secreto de la belleza. Parte, al menos. O toda otra belleza."
Este fragmento lo tomé del ensayo de Marcelo Cohen "Algunos tiempos perdidos", de su libro "Realmente fantástico”.
Tiempos perdidos, estaciones, pianistas ciegos, la belleza que está siempre asediada por “el peligro de quedar mal”, la verdadera belleza que no es ni perfecta ni completa, la otra belleza.
Pero sobre todo, pianistas ciegos tocando en una estación de trenes muy concurrida.
A veces escribir es caminar a tientan entre el gentío, encontrar un piano, reconocerlo con las manos, y aún sin ver, hacer lo que uno sabe hacer. Sin temor a los tiempos perdidos, ni a la oscuridad, ni a los trenes que nos dejan.
(La foto es de mi autoría, tomada con el teléfono)
Me encanta este texto, @lillara. Qué buena experiencia la que tuviste allí en esa estación. Qué bueno saber que esas cosas ocurren y nos llenan de alegrías. Un beso, amiga.
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gracias por leer, querida Alida!
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Un bello relato-crónica. Un bello todo. Me encanta esta línea que se ve que quieres desarrollar en la plataforma.
Es un privilegio pode leerte, querida @lillara. Te siento muy cerca.
PS. Voy a recargar mi voto y paso nuevamente para darte mejor remuneración.
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Gracias @adncabrera!
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A veces escribir es recorrer una casa desconocida con los ojos cerrados, tanteando las paredes, @lillara.
Un hermoso texto.
Saludos.
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Esa imagen de la casa desconocida me encanta! Gracias @rjguerra
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