Érase una vez.
El Dr. House.
Alucinaba el Dr. House.
Tenía visiones y escuchaba voces.
Consecuencias del tratamiento que él mismo se había recetado para poder soportar su dolor de la pierna.
Sin quererlo ya era adicto al micodin y era víctima de sus efectos secundarios.
En medio de una crisis psicótica tuvo que admitir que estaba enfermo y que necesitaba ayuda profesional.
Entonces, acepta ser recluido en un hospital psiquiátrico. Su amigo, el médico oncólogo, lo acompaña hasta las puertas del hospital y lo deja como paciente. Aquel momento fue enternecedor.
Ambos amigos se miraron y se despidieron sin decirse nada.
El Dr. House, toda una luminaria en medicina y en casos por de más complicados, ahora es un paciente de salud mental.
Conflictivo como siempre, aún como paciente.
Su problema era que pensaba mucho y en todo prevalecía lo lógico y racional.
No pensar tanto. Ni con lógica. Ni como debe ser, le decía el médico psiquiatra que lo trataba.
Dejar de pensar y pasar a sentir más, le decía.
Sentir que sufre. Sentir que siente. Sentir que hay equivocaciones. Sentir-sentir.
Y, reconocer que se ha equivocado y llegar a pedir perdón. Llegar a hablar sobre esas mismas sensaciones.
No era fácil para House.
Sucedió, entonces, dos historias en el hospital que lo hicieron recapacitar.
Y, pidió perdón. Y, lloró.
Y, al día siguiente le dieron de alta y le devolvieron su licencia médica para que volviera a ejercer su profesión.
Y, colorín-colorado; este cuentose ha acabado.
Fin.