“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en Su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios.”
Juan 1:12 RVR1960
Estar en un lugar que no nos pertenece puede resultar una situación embarazosa. Cuando vamos de visita a casa de otra persona, y o debemos permanecer por algunos días, nos sentimos incómodos porque no estamos al tanto de los hábitos que existen allí, ni como es la dinámica familiar. Y aunque nos digan que nos sintamos como en nuestra propia casa, sabemos que no es así. Sin embargo, cuando ya somos incorporados a esa familia de manera permanente, aunque lleve un tiempo de adaptación, gradualmente sentimos que pertenecemos allí.
El trato del Altísimo con los hombres siempre fue el del Creador y sus criaturas, el de Dios y Su pueblo que, aunque cubría cualquier necesidad de los que invocaban Su nombre, era un trato directo con unos pocos, y de énfasis en Su santidad, naturaleza divina y carácter sobrenatural. Sin embargo, cuando Cristo se hizo hombre y anduvo entre nosotros, no solo nos dio acceso a salvación y vida eterna, sino que cambió la propia relación que existía entre la humanidad y Dios. Dice el apóstol Juan de Jesús: Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en Su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios. Ya no somos quienes observamos desde fuera, sino que, mediante la fe en Jesucristo, somos hijos adoptivos. Ya no tenemos que sentirnos extraños, sino que somos parte activa, podemos sentir confianza y tener comunión íntima con Dios, sin que esto propicie la desobediencia o el irrespeto.
El sacrificio de Cristo nos permitió tener una relación directa y comunión íntima con Dios. Nos dio la potestad de llamarle Padre y posibilitó el espíritu de adopción si lo recibimos como Señor y Salvador. Ya no más distancias, ni sentir que no pertenecemos, sino que tenemos quien nos guarde, defienda, escuche, responda y que ya dio hasta Su vida por nosotros. No dejemos pasar tamaña oportunidad. ¡El Señor te bendiga!
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