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in misterio •  3 years ago 

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El llanto la despertó en plena madrugada, como tantas noches. Rebecca aferró la almohada bajo su cabeza con una mano, deseando volver a la entumecida tranquilidad del sueño. Los alaridos provenían de la habitación contigua, por lo que se percibían tan claros y atronadores como los furiosos relámpagos que embestían las montañas. Morfeo se apartaba de ella con elegante parsimonia. De manera instintiva, se levantó de la cama que, a regañadientes, apenas le dejó salir de aquel manojo de sábanas. La piel desnuda de la planta de sus pies emitía un repiqueo sordo al chocar con la loza del piso, gélida como la noche que les envolvía. Todavía adormilada, Rebecca cruzó el umbral de la puerta.

El inocente llanto no cesaba. La lluvia, tampoco. Se preguntaba constantemente en el sueño si acaso esa sería la causa de su aflicción. Sus pies la arrastraron hasta la entrada de la otra habitación, sin puerta de por medio: las fauces abiertas de una bestia. Era un llamado intuitivo e ineludible al que acudía cada noche; nunca sabía por qué y, sin embargo, lo hacía sin falta. El golpeteo de las gotas impactando contra la ventana acompañaba rítmicamente sus pasos mientras se adentraba en la habitación.

En medio de la oscuridad, se alzaba el diminuto lecho. Con su simpático encaje adornando el barandal y el velo traslúcido que lo cubría desde arriba, colgando del móvil. Rebecca se adelantó casi sin pensarlo, atraída hacia la cuna como si ésta ejerciese alguna especie de fuerza gravitatoria. No había más lamentos en el aire. No supo cuándo cesaron, pero ya no los escuchaba; tal parecía que su sola presencia había sido notificada por la criatura que tan pesarosamente le llamaba. Pero no había consuelo, ni sentía ese alivio en su pecho que surge en la figura materna cuando el bebé deja de llorar. Una nueva angustia se abría paso en la habitación, arrastrándose sigilosamente por debajo de las sombras cual meticuloso predador, asfixiante. La mujer sabía que algo no andaba bien mucho antes de atreverse a retirar el manto.

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Un poco aturdida por el fragoso volumen que el auricular profería, Rebecca se vio obligada a apartarlo de su oído. No comprendía cuál era la necesidad de gritar todo el tiempo, cuando ella siempre hubo modulado su voz desde pequeña ─debido, quizás, a la pueril timidez de antaño. Era esa una de las tantas cosas que no compartía con su madre.

— 𝘗𝘦𝘳𝘰, 𝘣𝘶𝘦𝘯𝘰… ¿𝘊𝘰́𝘮𝘰 𝘵𝘦 𝘩𝘢 𝘪𝘥𝘰 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘵𝘳𝘢𝘣𝘢𝘫𝘰, 𝘮𝘪 𝘤𝘪𝘦𝘭𝘰?

Escuchar tales apelativos se le antojaba como verse de vuelta en la secundaria, tiempos en los que cualquiera en su pubertad desfallecería de vergüenza al ser llamado por semejantes modos por su madre frente a sus amistades. Hacía tantos años ─desde que había abandonado el nicho materno─ que no recibía tales apodos; no al menos hasta hacía relativamente poco. Un par de años atrás, si la precisión resultaba de alguna importancia. Ella, por su parte, prefería pasarlo por alto.

— Bien, todo en orden. No me quejo. — era siempre la melindrosa respuesta que ofrecía.

Para Rebecca, que la forzaran a hablar de sí misma no era distinto a caminar descalza sobre carbón ardiente. Torció el gesto, deseando que aquella llamada telefónica fuese destinada al recuento de los más recientes acontecimientos que pudieron haber sucedido en su familia o pueblo natal, en vez de ser volcado el foco de interés hacia ella. Se sentía entonces amenazada por el filo de la espada.

— ¿𝘚𝘪𝘨𝘶𝘦𝘴 𝘤𝘰𝘯 𝘦𝘭 𝘮𝘪𝘴𝘮𝘰 𝘱𝘢𝘤𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦…, 𝘦𝘴𝘦 𝘮𝘶𝘤𝘩𝘢𝘤𝘩𝘪𝘵𝘰 𝘱𝘳𝘰𝘣𝘭𝘦𝘮𝘢́𝘵𝘪𝘤𝘰...?
   
    — Sí, mamá, aún lo atiendo. Y no es problemático — se apresuró a interrumpir a manera de contraataque. —, sólo ha pasado por mucho para un joven de su edad.
   
    — 𝘓𝘰 𝘥𝘦𝘧𝘪𝘦𝘯𝘥𝘦𝘴 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘴𝘪 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘢 𝘵𝘶 𝘩𝘪𝘫𝘰, 𝘉𝘦𝘤𝘬𝘺.

Silencio.

Aquellas palabras cayeron como ácido sobre su piel. Cerró los ojos un instante e inhaló hondo, apretando los labios en una delgada línea blanquecina, para evitar así que la sarta de maldiciones que se arremolinaba en la punta de su lengua saliera despotricada por el auricular. De nada le servía alegar contra su madre; tenía ya suficientes años de experiencia en ello como para saberlo. Eran oídos sordos, al final de cuentas. Pero, 𝘮𝘪𝘦𝘳𝘥𝘢… ¿realmente había sido necesario el recordatorio?

La pausa se prolongó con latente incomodidad, la mano de la castaña ceñida entorno al producto de aseo personal que había tomado de una de las estanterías del supermercado, y la línea telefónica sumergida en un dramático mutismo del otro lado. Fue entonces que la comprensión pareció llegarle a su madre, quien no tardó ni un segundo más en tratar de excusarse y enmendar la situación.

— 𝘕𝘰 𝘦𝘴 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘲𝘶𝘪𝘴𝘦 𝘥𝘦𝘤𝘪𝘳, 𝘩𝘪𝘫𝘢. 𝘚𝘢𝘣𝘦𝘴 𝘢 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘮𝘦 𝘳𝘦𝘧𝘪𝘦𝘳𝘰. — fue su intento de disculpa. ¿O era una disculpa, en realidad? Rebecca lo dudaba, francamente.
   
    — Descuida, no importa. — masculló ella. — Ya debo irme, hablamos más tarde.
   
    — 𝘊𝘶𝘪́𝘥𝘢𝘵𝘦 𝘮𝘶𝘤𝘩𝘰, 𝘉𝘦𝘤𝘬𝘺.
   
    — Igual tú, mamá.

Con un suspiro de tedio, el dispositivo volvió al bolsillo de su chaqueta de invierno, y ella desvió su atención ─a muy duras penas─ de vuelta a sus compras. Sucedía lo mismo cada vez que a su madre se le ocurría llamarle por teléfono en un día cualquiera, sólo para saber cómo estaba. Como si alguna vez se encontrase en un estado diferente. Como si un buen día todo llegaría a estar bien.

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La cuna estaba vacía. No había en ella la menor arruga o mancha o partícula de polvo que indicara que alguna vez hubo sido habitada. La luz mortecina de la luna que se filtraba por la ventana le permitía verlo con claridad. Nada. Y afuera tampoco llovía. Una expresión turbada apareció en el rostro de Rebecca, quien no lograba comprender lo que sucedía. ¿Dónde estaba su bebé?

El suave crujido de la madera le advirtió sobre la presencia de un tercero en la habitación. La castaña se volvió de golpe en dirección a la puerta. Cerrada. Como si se hubiese materializado del aire para obstruirle el paso. Se encontraba atrapada dentro de aquella habitación a oscuras, sin su bebé y en compañía de la extraña presencia sumergida en tinieblas.

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— Su corazón dejó de funcionar durante la noche. Estaba demasiado débil. Intentamos salvarlo pero ya era tarde. — habían sido las palabras del doctor aquella mañana, tres años atrás. — Lo sentimos mucho, Srta. Torrance.

A Rebecca le pareció que no había recibido nunca una disculpa tan superficial como esa.

Las complicaciones comenzaron desde antes del parto. Le habían informado ya sobre los riesgos que habría y sobre el delicado estado del bebé días previos a que fuese internada. La noticia de su embarazo le había costado no sólo su desabrido y ya problemático noviazgo, sino que también hubo sido motivo suficiente para aplazar su titulación de posgrado en Psiquiatría, tan pronto se vio en la necesidad de "incapacitarse". El estrés de la ruptura y de la tesis la había convertido en un manojo de ansiedad y descuidos en su persona, a tal punto que acabó por afectar al ser que se gestaba en su vientre. Tuvo el mal presagio de que algo así ocurriría, durante sus primeros meses de gestación, mientras realizaba sus prácticas profesionales en aquel orfanato antes de su terrible tragedia.

Más tarde, al cabo de algunos días, había sido dada de alta. Fue su madre quien tuvo que sacarla ─prácticamente a rastras─ del hospital, como quien trata de cargar consigo un cadáver fresco. Rebecca se encontraba en un completo estado de 𝘴𝘩𝘰𝘤𝘬, perdida en alguna ensoñación. Cuán frágil era realmente la vida humana. Por un momento, había visto retoñar ese pedacito de vida dentro de sí, y al siguiente, la flor se había marchitado sin que lo supiera. Todo le parecía entonces tan ridículamente efímero que que sintió un absurdo impulso de echarse a reír; carcajadas nerviosas, dolidas, miserables. Reír e irse con él.

Pero no lo hizo. Se hundió en un mutismo inquietante, su rostro igual a un lienzo en blanco, sin la menor peca de expresión en él. Sus ojos, por otro lado, se habían convertido en un par de espejos de agonía.

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Silencioso rocío resbalaba por su rostro, de la misma manera desapercibida en que había hecho aquella tarde en el hospital general. La oscuridad no le alarmaba, la hacía sentir tranquila y adormecida. Lo que quebrantaba aquella quietud era la presencia intrusa que no correspondía a su onírico martirio. Un punzante malestar físico volvía como el fantasma de su culpa, apuñalando su vientre con el peso del vacío. Estéril, magullado e inerte. El invasor avanzaba hacia ella sin decir palabra, con pisadas cautelosas como si el cazador temiera ahuyentar a su presa. Y Rebecca no se movió. No tenía motivos para hacerlo.

Un penoso alarido infantil la sobresaltó, atrayendo su atención de vuelta a la cuna. No había nada allí más que un turbio charco de alguna sustancia espesa en el lugar donde debería haber yacido el bebé. Un par de manos se posaron gentilmente sobre sus hombros, reconfortantes; el olor a cenizas rascó sus fosas nasales. El tacto le quemaba l piel por encima de su ropa de dormir, pero no se inmutó.

"𝐷𝑒́𝑗𝑎𝑙𝑜 𝑖𝑟", le susurró la voz del extraño, tan quedo como el ulular del viento. "𝑀𝑒 𝑡𝑖𝑒𝑛𝑒𝑠 𝑎 𝑚𝑖́ 𝑎ℎ𝑜𝑟𝑎".

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Rebecca leía de nueva cuenta el expediente que le había sido entregado horas previas. Su nuevo paciente asignado arribaría en algunos minutos a su primera cita. Este sería su primer caso formal después de la Maestría y de su breve 𝘥𝘦𝘴𝘤𝘢𝘯𝘴𝘰 de algunos meses. Se sentía tan entusiasmaba como aterrada por ello. Quería convencerse a sí misma de que sería capaz de lidiar con algo de semejante magnitud.

Brent Harris era un joven huérfano de quince años que había sido transferido al centro de ayuda donde Rebecca trabajaba, tras el fatal accidente del orfelinato en el que él residía. Un sorpresivo incendio devastador había acabado casi con todo, incluidas las vidas de un gran número de personas. Una tragedia que había circulado por semanas en las noticias. Nunca se supo la causa de origen. El pobre chico había sido uno de los pocos sobrevivientes. Rebecca tan sólo podía imaginar cuán traumatizado estaría después de todo aquello.

Al verlo por primera vez, Rebecca reconoció en él la misma mirada extraviada que ella habría tenido en el hospital; sintió de nuevo ese extraño augurio en sus entrañas. Con una sonrisa amale y casi amorosa, le dio la bienvenida, como si lo estuviese recibiendo al mundo. Las conversaciones resultaron más fluidas de lo que habría esperado, y aquello lo interpretó como un indicador de que verdaderamente podía restaurar su propia vida en conjunto con la del chico. Ninguno de los dos sería una causa perdida, aún si ello implicaba una peligrosa complicidad.

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