Anna era música. Con treinta y siete años recién cumplidos y diez de matrimonio a sus espaldas, era una mujer que encontraba sus pequeños momentos de felicidad delante de un piano. Se trataba de una mujer alta, tenía un pelo negro tan liso que reflejaba la luz que a él llegaba y sus dedos eran tan finos que podría tocar las teclas del piano con los ojos cerrados sin equivocarse.
Tom era su marido, un contable del banco de la ciudad al que le gustaba escuchar las melodías que tocaba su mujer al piano. Era un hombre en el que Anna podía confiar para todo; él siempre estaba ahí para darle su opinión respecto a sus habilidades musicales. Todas las mañanas, antes de ir a sus respectivos trabajos, Anna tocaba el piano mientras Tom leía el periódico; era ya parte de la rutina.
Hasta entonces, Anna se había dedicado a dar clases de música en el colegio de su barrio y a dar sencillas audiciones en bares de las ciudad. Normalmente, los propietarios de estos bares, que eran los que la contrataban, le daban un guion con las partituras que debía tocar para acompañar la velada, pero Anna no podía resistirse a dedicar los últimos cinco minutos de su tiempo a tocar las composiciones que había creado en su casa, lo cual le había acarreado más de una discusión con sus contratantes.
Llegó un día en el que Anna tocó en un restaurante prestigioso, en el que nunca había estado. Allí, aunque ella no lo sabía, estaba Alan, el dueño de uno de los teatros más reconocidos del país. Cuando Anna acabó de tocar, Alan se acercó a ella y le propuso un concierto en su teatro. Esta no se lo pensó dos veces; tocar delante de un teatro entero había sido su sueño desde que fue a un concierto de piano a sus seis años.
Tras meses de ensayos en academias y en psicólogos, Anna se enfrentaba a un concierto al que asistirían unas seis mil personas, algo que nunca pensó que viviría. El día del concierto amaneció lluvioso, y Anna no hacía más que dar vueltas por toda la casa.
–Me voy a la academia, a… a hacer un último ensayo. Tengo la sensación de que me voy a quedar en blanco en el tercer movimiento.
–No –Tom interrumpió su reflexión en voz alta –un último ensayo sí, pero aquí, en casa, como hacías antes de todo esto.
Anna comenzó a tocar aquella compleja melodía al piano mientras Tom ojeaba el periódico, como en los viejos tiempos.