¿Quién iba a decirlo?

in narrativa •  5 years ago  (edited)

Cada día los silencios eran más largos y más profundos en aquella casa de la que ella había partido para no volver. Las comidas eran una razón para compartir los silencios y algún pequeño comentario sin significado, sin interés, sin valor. Ambos sentían esa ausencia hasta en los tuétanos y el llanto ahogado era algo íntimo que ninguno compartía con el otro pero sabían que se producía constantemente. Salir a hacer las compras o algún trámite inevitable les permitía conversar más y ver los lugares que compartieron con ella. Todo seguía su curso como si a nadie le importara que ella ya no estuviera; el ruido, el trajín propio del día a día, los vendedores, el tráfico, el sol, la lluvia, las horas, todo seguía igual allá afuera y eso dolía aún más.

Los quehaceres ya no tenían importancia, leer se tornó desesperante, preparar la comida se convirtió en algo tan tonto, cerrar los ojos y buscar paz, caminar sin rumbo y buscar paz, conversar con algún vecino preguntón e hiriente algunos segundos y tener que responder la típica estúpida pregunta: ¿y cómo se ha sentido? "pues mal" y tener, en cambio, que decir: "bueno, ahí". Las cosas, los hechos, los días, las noches, comer, beber, bañarse, salir de la cama, salir de la casa, todo comenzó a perder sentido. El vacío y el cansancio se fueron apoderando de todo.

Un día él llegó con un pequeño, peludo y torpe entre las manos: no vayas a decir nada, le voy a dar un poquito de leche y lo llevo de nuevo al restaurante en donde lo encontré, es que me dio lástima dejarlo ahí con los otros grandulones que se comen todo lo que les echan y él ni puede acercarse y lo vi allí tan desvalido, tan solito, por eso lo traje para darle de comer. Ella respondió entre dientes: iumju! Lo miró cómo se tomaba aquel poquito de leche tan torpemente, mojándose las patitas ya casi dentro de la taza y volcando finalmente lo que quedaba y esto la hizo sonreír. Al darse cuenta de semejante cosa ya no quiso verlo. Fue a sentarse a la poltrona y desde allí lo vio de reojo saltando como un juguete de cuerdas y luego lamiéndose las patas para limpiarse la leche lo que lo hizo rodar y perseguir su rabito flaco y peludo. iDios! ¿qué es ésto? ¡sintió ganas de reir! Este pequeño tiene que irse, pensó. Él la observaba silencioso; su cara, sus ojos, cambiaron por completo, hacía tanto que no mostraba signos de vida y de pronto, allí estaba de vuelta, ¿qué milagro es éste? Se atrevió a preguntarle: ¿y si dejamos que pase la noche aquí? es tan pequeño y esos grandulones del restaurante podrían lastimarlo, ¿qué dices? Lo miró y, tras un largo silencio: bueno, pero mañana se va.

Han pasado dos meses y ese revoltoso salta y brinca por toda la casa, se encarama en las cortinas, juega con todo lo que se encuentra y mágicamente ha traído el sol de vuelta; una pequeña alegría se ha estado metiendo y creciendo silenciosa en ambos espíritus: darle de comer, acurrucarlo para que duerma, bajarlo de los enredijos de las cortinas, todo se ha vuelto tan con sentido y ¡tan consentido!; el dolor se ha ido mezclando con la gracia y la risa; las comidas se han llenado de charlas y los saludos a los vecinos han vuelto a ser agradables; salir se ha convertido en una gran preocupación: aquel revoltoso podría estar pidiendo ayuda para bajar de la cortina y hay que regresar lo antes posible.

Nunca pudieron haber imaginado que ese pequeño intruso les haría el gran milagro de devolverles la vida, juntándolos nuevamente para compartir anécdotas sobre sus tremenduras, de cómo llenó la casa de alegría y cómo convirtió la desesperanza en risas sonoras y compartidas.

Ahora, el llanto de las noches, cuando más la extraña, cuando su recuerdo la invade, lo comparte con ese pequeño nuevo amigo que se echa sobre su regazo, se enrolla y ronronea mientras ella lo acaricia suave y tiernamente, aminorando así su dolor. ¿quién iba a decirlo?

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