Hace unos pocos meses, la Organización Mundial contra la Salud declara una pandemia en todo el mundo. Predicen que van a morir millones de personas y aseguran que el virus es muy peligroso y contagioso.
El caso es que se toman unas medidas impresionantes (pagadas con el dinero del contribuyente), que nunca antes se habían tomado en la historia de la medicina, como encerrar a personas completamente sanas y anular casi todas sus libertades (saltándose las constituciones nacionales y la Declaración Universal de los Derechos Humanos).
Se imponen toques de queda en casi todo el mundo con la policía y el ejército patrullando por las calles de las ciudades. Y la economía de casi todas las naciones se paraliza (aunque los políticos mantienen sus sueldos, o, incluso, los aumentan).
Paralelamente, acontece una censura planetaria como jamás se había visto. Sobre todo, en las redes sociales y en plataformas de vídeos. Y, tal que así, mediante empresas pagadas con el dinero del contribuyente, se elimina sin previo aviso toda opinión, todo argumento, todo testimonio de autoridades sanitarias o científicos reputados, o incluso toda prueba fehaciente, que cuestione, contradiga o desmonte la versión oficial.
Asimismo, las televisiones bombardean todo el día, sólo, con noticias que acompasan dicha versión. No se escuchan voces disidentes. Y cuando se escuchan, bien se etiquetan como teorías de la conspiración, o directamente son ridiculizadas para adoctrinar en contra de ellas a la población.
Además, todos los médicos que aparecen por la televisión, sorprendentemente, acompasan sin excepción la versión oficial. Ninguno la pone en tela de juicio. Ninguno la cuestiona. Ninguno ve la menor fisura.
De esta guisa, los medios oficiales proscriben, silencian, descalifican o vetan todas las expresiones discrepantes.
Las instituciones no abren un debate, no se crean foros de diálogo, no hay contraste, no se visibiliza la diversidad de opiniones que surge de forma natural y espontánea en la sociedad y en la propia comunidad médico-científica.
En consecuencia, y tal como estaba previsto, una mayoría de gobiernos nacionales supeditan sus decisiones a los criterios de un mando único centralizado OMS, y todas las directrices se implementan después a la fuerza, al amparo de un estado parapolicial y con la amenaza de multas exorbitantes y de penas de prisión para cualquier ciudadano que se salte las leyes de la "Nueva Normalidad".
A todo esto, la mayoría de naciones sólo contemplan una forma única de tratar al virus: con medicación. Y sólo una forma única de prevenir el contagio (incluso para personas ya inmunizadas): con una vacuna obligatoria creada por un magnate de la informática que jamás ha sido capaz de inmunizar sus ordenadores de los virus digitales y que, por si fuera poco, está compulsivamente obsesionado con reducir la población mundial.
Pero en ningún momento se contemplan otros tratamientos alternativos o naturales que demuestran, en la práxis médica, ser altamente eficaces y no comportar efectos secundarios. Al contrario, éstos se vetan, se silencian, se censuran, se persiguen penalmente o se ridiculizan.
Y, llegados a este punto, y a pesar de todas estas anomalías e irregularidades, todavía una parte significativa de la población sigue sin ver nada sospechoso en todo esto.
Es surrealista.