No es difícil hacerse una idea de por qué este lugar prendó para siempre los corazones de escritores y poetas relevantes, como Antonio Machado, Gustavo Adolfo Bécquer y Gerardo Diego: por su peculiar encanto. Pero no se trata de un encanto metafórico, de esos, que, surgidos espontáneamente en un momento de subjetiva lucidez se evaporan al instante como una frágil pompa de jabón.
Su metafísica va mucho más allá y es extremadamente antigua: cuando menos, se remonta a aquel tiempo en el que los belicosos pueblos celtíberos danzaban al son de los tambores en las mágicas noches de San Juan, allá, donde dos montes, emblemáticos y sagrados se unen: el de Santa Ana y el de las Ánimas.
Después de los celtíberos, apagados hacía siglos los incendios que devastaron la altiva ciudad de Numancia y en mitad del colapso de los visigodos, extraños santos ermitaños, como Saturio, se instalaron otra vez en las viejas escuelas del mundo: las cavernas.
En este caso, en aquellas situadas en ese preciso lugar, que, en tiempos contemporáneos, el poeta Antonio Machado describió, ensoñadoramente, como el punto en el que el río Duero traza su curva de ballesta en su melancólico camino hacia tierras de Zamora y de Portugal y su liberación definitiva en el orgiástico nirvana que son las aguas del Océano Atlántico.
Llegaron también las órdenes militares, como la del Hospital de San Juan de Jerusalén y la de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, al tiempo que la nobleza se constituía, como los doce signos astrológicos del Zodíaco, en los Doce Linajes, sobre cuyo escudo gira, prácticamente, toda la historia medieval de la ciudad, mientras el rey Alfonso VIII se casaba con la princesa Leonor Plantagenet en esa joya de la arquitectura románica, levantada por maestros albañiles de origen aquitano, que es la iglesia de Santo Domingo.
Y sobre el espejo que son las aguas del Duero, cuando no es esa misma luna que embelesara a Bécquer, son las nubes quienes se reflejan, como ánimas en pena, irremediablemente sujetas a las cadenas de su sudario, mientras en los viejos álamos y chopos de la ribera, los números grabados en sus cortezas continúan siendo fechas y las iniciales, nombres de enamorados.
AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.
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