Cuando buscas definiciones o formas de entender algo, a veces basta como una gran aproximación cotidiana y de uso común o vulgar, ver que en la misma definición etimológica de la filosofía la valoramos como "el amor a la sabiduría", entonces, aparecen en tensión dos elementos: uno utópico y otro real como tangible. O también de forma teorética en oposición a la praxis; porque también podría cerrarse la discusión de que lo real es lo que existe.
Luego vemos que la sabiduría es en el sentido absoluto una inalcanzable Sofía o saber, por parte del hombre porque sobrepasa su capacidad real e individual, además porque lo trasciende como participante de la realidad que le supera en la filosofía misma.
De ahí que la filosofía no sea, sin más, sabiduría, sino amor a la sabiduría, porque la radicalidad del amor está en un acto volitivo o voluntario de una tendencia siempre que sale de uno mismo hacia el otro. De esta manera, en un bello pasaje, Cicerón narra que habiéndole preguntado el príncipe León a Pitágoras qué arte profesaba, éste le contestó que no era sabio (o sofos), sino filósofo (filo + sofos). Aunque se haya puesto en duda que Pitágoras fuera el inventor del vocablo "filosofía" (Milán Puelles, 1955, p. 14), el relato sirve, sin duda alguna, para subrayar el carácter utópico de la sabiduría plena y absoluta para el hombre, en cuanto varón y la feminidad de la sabiduría.
El amor a la sabiduría o el amante del saber, hay que ver qué saber y que saberes son o podrían ser despreciables, entendido como tendencia o aspiración, es, sin embargo, algo real en el hombre, y muy vital. Gracias a esta tendencia, el hombre consigue poco a poco, por sucesivos esfuerzos y tanteos, participar limitadamente de ese ideal que le desborda, entendido como contemplación de lo patente (García Bacca, 1982, p. 15). La filosofía, en tanto que sabiduría participada, aparece como la justa expresión de las posibilidades intelectuales del hombre.
Desde esta perspectiva, la filosofía surge como un producto cultural eminentemente histórico no tanto porque las verdades sean relativas al tiempo y al lugar en que son descubiertas, sino porque la filosofía se despliega, por su intrínseca limitación, a través de los tiempos (Cencillo, 1978, p. 177). Por ello, siempre es posible descubrir nuevas verdades, como también profundizar y desarrollar las ya conocidas. Así pues, la filosofía es histórica por el modo en que es ejercida y no por aquello a lo que apunta. Afirmar que la filosofía es histórica en su acepción subjetiva y negar que sea histórica en su acepción objetiva no es un contrasentido.
Este surgiría precisamente al transitar de modo injustificado, como hace el relativismo filosófico, de una acepción a otra. El hecho de que el hombre, por la limitación de su entendimiento, no pueda conseguir de una vez por todas el cúmulo de verdades que constituyen la sabiduría, no significa que éstas sean en sí mismas relativas. Lo relativo es la posesión humana de la sabiduría y no ésta, que, precisamente por su riqueza inagotable, determina que el quehacer filosófico sea eminentemente histórico.
La unidad dialéctica del carácter utópico y del carácter real de la filosofía fue expuesta de modo insuperable por Platón en el mito de Eros. El amor, Eros, es hijo de Poros, el dios de la abundancia, y de Penia, la penuria. Por ser hijo de ambos está mediado por la riqueza y por la escasez; es decir, como síntesis de Poros y de Penia está en una situación intermedia entre la riqueza y la pobreza, participando simultáneamente de ambas. De modo semejante, la filosofía no es ni la absoluta sabiduría, ni la completa ignorancia, sino algo que no necesita el sabio, quien por poseer la sabiduría no aspira a poseerla, ni el ignorante supino, quien por no ser consciente de su ignorancia no intenta evitarla. La filosofía sólo puede surgir en quien por tener conciencia de su ignorancia procura superarla y aspira a la sabiduría. En el mito citado, Platón lo expresa en los siguientes términos: El amor se halla a mitad de camino entre la sabiduría y la ignorancia. He aquí, en efecto, lo que le sucede. Ningún dios se ocupa en filosofar, ni procura adquirir el saber (pues ya lo tiene); ni nadie que sea sabio filosofa. Pero, por otro lado, tampoco los ignorantes se ocupan en filosofar, ni apetecen la adquisición del saber, pues el mal esencial de la ignorancia consiste en que no siendo ni bella, ni inteligente, cree, sin embargo, que lo es en toda la medida necesaria. Quien no piensa estar desprovisto de algo, es lógico que no sienta el deseo de aquello de lo cual no cree tener necesidad de estar dotado. En estas condiciones, ¿cuáles son, Diotima, los que se ocupan de filosofar, ya que no lo son ni los sabios ni los ignorantes? He ahí algo, respondió ella, tan claro que hasta un niño lo vería: son los intermediarios entre una y otra especie, y el amor es uno de ellos. (El Banquete, 203 a 206, 204 a 215.)
La unidad dialéctica entre el carácter utópico y el carácter real de la filosofía hace comprensible la dificultad de encontrar una cabal definición de ella. No es esto, sin embargo, lo que suelen aducir quienes hacen ver lo problemático de todo nuevo intento de definir la filosofía. Unas veces, se argumenta mostrando lo quimérico de dicha empresa. Si han sido dadas múltiples definiciones de la filosofía a través de la historia, ninguna de las cuales ha permanecido vigente en el transcurso de los tiempos, ¿qué garantías de permanecer tendría una nueva definición? ¿No sería una utopía más a añadir a las anteriormente formuladas? Esta objeción tendría valor si en la definición de la filosofía se recogiese solamente su carácter utópico y se prescindiese de su carácter real. Sin embargo, no es válida ante una definición que abarque en una unidad dialéctica su aspecto real y su aspecto utópico.
Otras veces, ante el escándalo inicial que ofrecen los filósofos cuando discrepan y polemizan sobre qué es la filosofía, se invoca el "privilegio" del escéptico. En cierta medida, es comprensible que, ante las múltiples definiciones dadas de la filosofía, se desemboque en el escepticismo. Es la solución más fácil. Sin embargo, esta salida, aun siendo la más natural desde el punto de vista psíquico, no es auténticamente filosófica. Retroceder ante las dificultades significaría olvidar el "radicalismo" desde el que todo filósofo procura solucionar las diversas cuestiones. En realidad, constituyen una magnífica prueba de fuego por la que ha de pasar todo aquel que, de un modo u otro, esté inmerso en el quehacer filosófico.
La filosofía posee un cometido que las ciencias particulares no tienen. Mientras que éstas no entran generalmente en la determinación de la naturaleza de su objeto y en el estudio sistemático de la metodología (cuando el científico positivo se plantea estas cuestiones penetra en el ámbito de la filosofía de la ciencia), la filosofía, por su radicalismo, es también "fllosofía de la filosofía", puesto que no corresponde a ninguna otra disciplina, sino a ella misma, plantear y resolver en qué consiste y qué metodología debe utilizar (Ramírez, 1954, p. 18). Así pues, abstenerse de intentar determinar los rasgos esenciales del saber filosófico significa tanto como renunciar al auténtico quehacer filosófico.
Pero ocurre que las diversas corrientes filosóficas en el instante mismo en que pretenden dar una definición de la filosofía, entran en colisión, pues cada una de ellas, para justificar su propia definición, acusa a las demás de falta de profundidad o de falta de amplitud (Millán Puelles, 1955, p. 19). La superficialidad y la unilateralidad son las acusaciones más frecuentes que los filósofos se dirigen entre sí cuando intentan determinar los rasgos esenciales del saber filosófico. Pero toda polémica sólo es posible si por debajo de las discrepancias y de los antagonismos, hay una base común. Donde no existe un mismo lenguaje, donde no hay una voluntad decidida de solucionar la cuestión de qué es la filosofía, no puede aparecer polémica alguna. Por debajo de las disensiones y de las pugnas de las diversas corrientes filosóficas a la hora de determinar los rasgos esenciales de la filosofía, existe el reconocimiento tácito de que aspira a constituirse en un saber de máxima profundidad y extensión. Uniendo estas dos notas esenciales, aparece la filosofía como aspiración a un conocimiento radical de la realidad total. Esta concepción de la filosofía coincide con aquella otra que la delimita como sabiduría humana, pues la sabiduría no es otra cosa que la visión radical de toda realidad y el adjetivo "humana" significa el modo, extraordinariamente limitado, en que el hombre participa de ella. En esta definición, se expresa el ideal al que el hombre aspira en calidad de filósofo y las condiciones reales en que puede conseguir parcial y limitadamente este ideal.
A esta caracterización de la filosofía se le podría objetar que, siendo una definición verdadera, no es una verdadera definición, porque también las ciencias particulares son saberes humanos y, sin embargo, en nuestro tiempo, tras haber alcanzado sucesivamente cada una de ellas la autonomía, son independientes. También en las ciencias positivas habría una auténtica aspiración a la sabiduría y no habría motivo alguno para que la filosofía se atribuyera con exclusividad esta aspiración. Es más, desde el siglo XVII las ciencias son consideradas los planetas del cosmos del saber (Gadamer, 1990, p. 19). Pero la cuestión no es tan sencilla como parece. Si en el mundo griego las ciencias particulares entonces conocidas recibían la denominación de "filosofías segundas", era por su dependencia de la "filosofía primera" y no por la particularidad de su objeto. Desde el momento mismo de su separación respecto de la filosofía, perdieron su carácter filosófico para alcanzar mayor concreción y determinación. Y justamente por ello, a pesar de ser un conjunto sistemático de conocimientos, no alcanzan la dimensión de saber humano.
La sabiduría es un conocimiento radical de la realidad total y, aunque el hombre, por su condición finita, no puede poseerla plenamente, sin embargo, consigue participar limitadamente de ella. Sólo la "filosofía primera" cumple de modo formal este requisito de aspirar a conocer la realidad total. Por ello, las demás disciplinas filosóficas lo son de una manera declinada o secundaria. Así pues, la filosofía constituye un todo en el que una de sus partes (la filosofía primera) cumple la función reguladora y fundamentada de todas las demás (las filosofías segundas).
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