Viniste, me robaste, maltrataste
y me rogaste
quedarme a tu lado.
Me invitaste a amarte y a hacerte el amor,
cada noche, te contaba el mismo cuento.
Te encontré en la calle, el viento maullaba y el gato negro que estaba en el mismo callejón de siempre aullaba a la luna, pues el lobo que lo hacía perdió su fuerza. Estabas en los huesos, así que decidí llevarte a mi casa, alimentarte y darte un cobijo para que tuvieras un lugar cálido donde pasar la noche, no porque yo me crea ningún santo, ni porque me apiade de ningún alma, simplemente porque no hay mayor pena que la soledad y en mi casa hay siempre una cama vacía.
Te acomodaste, te gustó aquel tugurio al que me atrevía llamar hogar. Pasaban las horas, los días, los meses y los años, y allí seguías, encontraste tu sitio en aquel rincón mal amparado y lo llamaste hogar. Encontraste tu razón de existencia, tu objetivo en la vida, tu meta… Y decidiste que el camino debías hacerlo allí a mi lado.
El reacio que me mostrabas al principio me reconfortaba en realidad, me hacía sentir que le importaba a alguien, el desprecio que mostrabas me hacía sentirme parte de algo. Yo obviamente me mostraba molesto, te ponía buena cara para hacerte rabiar y te gritaba las veces que hiciera falta para que supieras que estaba allí, y que allí era mi casa, mi territorio, y tú estabas de paso, eras una simple visita que podía echar cuando quisiese; aunque ambos sabíamos que no era así.
Pasado un tiempo me mimaste, me empezaste a susurrar cosas al oído, que me atraían, me gustaban, parecían buena idea. Aunque nunca las llevé a cabo, soñaba con ellas, las quería, las añoraba. Eran mi meta, eran la utopía que todos queríamos alcanzar, porque ¿qué había más jugoso que eso? Emanaban felicidad, ¡felicidad! La felicidad que llevaba tanto tiempo buscando, la salvación que no encontraba en ninguna parte más que en aquello que me hacía perderme en mis ideas, en mi mente, y hacía que me olvidara del mundo exterior. Pero no eran más que eso, una utopía.
Siguió pasando el tiempo y fuimos cogiendo cariño. Las miradas de odio se fueron tornando en miradas de deseo y los buenos días se convirtieron en besos.
Y pasó y pasó, y seguiste susurrando y susurrando… Pero esos susurros que parecían la salvación resultó ser el pecado original que me atormentaría por las noches, que me haría caer en la miseria, nadar en un mar de lágrimas del que mi cama sería testigo.
Pasaron los años y te fuiste. Te eché. Fuiste una simple visita.
Me gritabas: ¡duérmete!
No con la mirada, ni con palabras,
sino con silencio.
Saludos Alberto.
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