Bochinche, bochinche, sois puro bochinche” dijo alguna vez el Generalísimo Francisco de Miranda. Esta frase que sirvió para describir a la Venezuela que el referido prócer conoció, hoy es tan vigente y lapidaria como en aquel entonces. ¿Dónde estamos? Somos un país objeto de la humillación internacional. Somos una sociedad de sectarismos, sea entre clases sociales o castas políticas. Somos la nación del hambre, el saqueo y la montonera. Somos una ciudadanía desprovista de corazón, atomizada y aislada sin nadie en quien creer. Somos los más auténticos nihilistas, aquellos escépticos de toda autenticidad.
En estos días podría decirse que simplemente llueve sobre mojado, pues el horror de hoy no se diferencia en nada al horror de ayer. Sin embargo, para algunos la asertividad todavía no ha llegado a su rendición incondicional. Yo estoy entre estos individuos. Me duele profundamente el robo sistemático, el asalto generalizado y la violencia sin fin. Estos agentes calamitosos no son extraños para los venezolanos, todos hemos escuchado su mensaje inequívoco: “Venezuela es y seguirá siendo un fracaso”. La diferencia está en cuántos responden a esas palabras con rebelión y aspiración de cambio, y cuántos las asumen como suyas. Entre el uno y el otro, quién sea mayoría dictará el futuro del país.
Alternativamente, podría decirse que lo que está ocurriendo es una atrocidad, porque, a pesar de toda vicisitud, se tiene la óptica fundada en valores y en el reconocimiento del otro. Bajo esta matriz, todo lo que estamos viviendo es inaceptable. Cuando se ven los videos de niños famélicos, adolescentes siendo mutilados por sicarios, masas de personas asaltando tanto comercios como camiones y el abuso de la fuerza por parte del Estado; la respuesta siempre debe ser el más profundo rechazo, o dicho sin tapujos, el asco ante tanta maldad y barbarie. Ahora bien, sostener la indignación necesaria para expresar el repudio no es cosa fácil estando entre las ruinas. Asumir la realidad a diario no es algo que todos estén dispuestos a hacer, menos aún si se considera la tendencia del venezolano hacia al escapismo y la delegación de sus responsabilidades.
La evasión y el conformismo ante nuestra situación nos lleva al peor de nuestros horrores: la mirada en blanco ante la tragedia. Esta mirada priva de gravedad a todo lo que acontezca, y por ende, ante tales ojos nada importa y nada pesa. Esta afección tergiversa nuestra percepción de tal modo que deshumaniza a nuestros vecinos, pone en tela de juicio a cualquier gesto sincero, humilla a toda convicción y saca de toda lucha una condena o una conspiración. Sobre la base de este panorama nunca habrá actores políticos creíbles o acciones que valgan. Así son las cosas para el venezolano que se siente solo, aterrorizado por dentro y paranoico por fuera.
Consecuencia de lo anterior junto a los desafueros de la clase política preponderante es que somos la sociedad de la desconfianza. Cuando se está en un entorno apocalíptico como este, en que el hambre, la propaganda y la triquiñuela habitan en iguales proporciones; todo ciudadano es un posible enemigo que hay que precaver y todo líder es solo un nuevo mentiroso. ¿Quién gana con esta circunstancia? ¿Quién es el campeón sobre las ruinas? ¿Quién es el acreedor de la necrosis del tejido social? Indudablemente el régimen tiránico que con ello afianza la ilusión de que es invulnerable.
Nuestra experiencia totalitaria ostenta una característica que le es peculiar: la instrumentalización de la duda como arma política. Las dictaduras prototípicas se caracterizan por el mantenimiento irrestricto del orden, pero en nuestro caso parece ser todo lo contrario: se mantiene el desorden, la agitación y la confusión. Por esta razón, si realmente nos lo ponemos a pensar; sostenemos una relación de sumisión con una tiranía que controla todo, pero no controla nada. En este ambiente disfuncional, nuestras mentes suelen ignorar la contradicción entre “la dictadura controla todos los eventos del país” (el famoso pote de humo o el G2 cubano) y los despliegues de franca incompetencia gubernamental.
Lo que es definitivo es que el totalitarismo que nos aflige impera sobre la ruina y la disrupción, por lo que su mayor enemigo es la colaboración entre los ciudadanos. Lo triste es que a la fecha no están claras muchas cosas. Entre ellas, la más apremiante siendo la cuestión de si volverá a haber confianza entre nosotros o no. Aunado a esto, la reserva moral de la nación venezolana está seriamente en duda al denotarse el sumergimiento nacional en la anomia. ¿Quedará algo que salvar tras la aniquilación? ¿Nuestra nación merece ser salvada, si acaso? Hay días en que el corazón pareciese virar hacia la condena de todo un pueblo y otros en que la patria mereciese ser reivindicada. Entre uno u otro destino recae nada más y nada menos que la prevalencia entre el bien y el mal. No puedo hablar por la colectividad, pero sé que mi apuesta va a hacia el bien. ¿Y la suya, hacia dónde va? ¿Actuará en consecuencia?
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