No se atrevía a suicidarse. De pronto por cobarde, o debido al qué dirán, que pondría en ridículo a la familia, o quizá por cuanto había escuchado sobre el castigo eterno que traía consigo una determinación de esta magnitud, el cual consistía en recordar su vida, sus sufrimientos, su rutina proclive a la locura, en mirar, como espejo existencial, el instante cuando empezó a planear su suicidio, cómo empuñó con su mano el revólver, lo colocó sobre su sien y disparó, cómo su sangre salía hasta formar un charco que hizo estremecer, más que su cadáver, a quienes acudieron al cuarto al escuchar la detonación, que esta última escena se repetiría una y otra vez.
Estas aterradoras eventualidades lo hacían vacilar al tomar la determinación de suicidarse. No obstante puso a ras de sus reflexiones el “Ser o no ser, ésa es la cuestión”, se dejó ir en círculos, observó las desavenencias de haber nacido y las alegrías de vivir. De manera retrospectiva pesó en su mente las satisfacciones y los infortunios en el contexto de su vivir, al final la balanza se inclinó, en un 99.999%, hacia la desgracia.
Después de esta introspección, optó por una actitud velada de suicidio, empezó a ingerir porciones mínimas de veneno, acción inteligente, pensó, con la cual ni Dios mismo se daría cuenta del suicidio, su cuerpo fallecería sin que nadie lo notara, su muerte sería otra cifra sin importancia, ni la existencia misma sabría de él, vida que le duró cuarenta y nueve años más y cuyo fallecimiento fue a los ciento nueve años.
En las exequias se exaltó la forma feliz como vivió durante casi once décadas.