Los monstruos existen. Y lo peor es que no lucen como lo imaginamos cuando éramos niños: inmensos, con cuernos y colmillos ensangrentados, o peludos y apestosos con ojos malévolos y garras. No. Esa no es su verdadera apariencia. Y es lo más aterrador e inquietante.

Se ven como tu y como yo. Dos piernas, dos brazos, un torso, cabeza y a veces tienen ojos hermosos. No hay cachos ni serpientes en vez de cabello. No hay forma de saber quién es un monstruo y quién no lo es.

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Y no se trata solo de los que, ocultos en esa apariencia normal, están tomando un café en un sitio público mientras definen en su mente con detalle abrumador la manera en que puede secuestrar, violar y asesinar a la chica que está en la mesa de al lado.

Algunos de ellos quedan al descubierto y la sociedad comienza a llamarlos por su verdadero nombre: “monstruo”.

Pero, quedarse para sí el dinero destinado a alimentar hambrientos o para sanar a enfermos es una monstruosidad. ¿Sí o no? Eso hace que en los países subdesarrollados, donde la corrupción es una forma de vida, hay muchos más monstruos. Ni hablar de los que usan una posición de poder para pisotear, manipular a su conveniencia y jugar con las necesidades básicas de otras personas.

Hay un monstruo en cada agresión a un niño o a un ser viviente que no tiene capacidad de defensa; hay un monstruo en cada violación de mujeres; hay un monstruo en cada crimen, en cada encubrimiento, en la injusticia, en la mentira; hay un monstruo en cada indolencia y en cada indiferencia.

La naturaleza maligna del ser humano, en algunos presente en mayor medida, fabrica más monstruos que la imaginación, la literatura clásica de horror, el cine, la televisión y la creencia popular.

Los monstruos existen. Pon atención cuando estés ante un espejo, podrías estar frente a un monstruo.