Quizás era muy por la mañana o puede que muy por la tarde. Sea cual fuese el dictamen de la jornada del incesante tintineo del reloj, el cielo se ofuscaba en su tenaz empeño por congelar el tiempo; lo templado de la brizna y lo tenue de la luz impedía que las horas se anunciasen, recreando un melancólico cuadro donde el paisaje se perpetuaba en su quietud.
He yo aquí, sentada en una nimia butaca de madera abismada de la complacencia y sosiego que aquella pintura brindaba a mi alma desperdigada. El aquejo y las asperezas parecían desvanecerse entre la neblina tan propia del valle paramero de los Andes. El pasado y el presente; el vestigio de antaño de la era colonial, con las casitas tan típicas de Peribeca, acobijaban el aveces lejano vociferar de los parlantes que inundaban la estadía con reproches cansinos de años perdidos y miseria.
La lluvia se hacia perenne en los caminos de piedra y arbustos que pincelaba de cristal con su rocío. La lluvia era evocada con su familiar olor, con su olor a realismo mágico que impregnaba la naturaleza; dicho aroma sentaba de maravilla a la fragancia del café y el humo del cigarrillo. La pintura hecha municipio de serenidad era embellecida por la semblanza de sus aromas, siempre agradables en compañía de lágrimas y sollozos.
Hoy las calles carecían del antes usual matiz de las sombras de sus visitantes y transeúntes; lo anodino se volvió una ensoñación.
Mis suelas altas resoban altaneras sobre la piedra del bulevar asiduo a la iglesia, espantando el silencio; el bar de siempre, ciertamente caro, se hallaba con sus puertas oxidadas abiertas a las personas y los recuerdos. Parecía tal como si los colores de la pintura siguieran un trazo que nacía de aquel arco. La estela del óleo me envolvía en semejanza a los sentimientos que representaba.
Tristeza.
Lorenzo me sonrió afable y respetuoso ante mi gesto; me leyó con agudeza y prontitud.
—Rosa María..., ha sido un año desde que no has venido. Espero hayas podido dejar un poco atrás su partida —farfulló con voz baja mi buen amigo. Aunque sería más honesto decir que de los pocos a los que podía encarar en persona, ya que el resto se había largado buscando un mejor porvenir.
El mío había sido cegado con su suicidio. Un suicidio que se revelaba como una inmolación ante el suplicio de ver vejada a su hermana ante las garras del aparato opresor del Estado «revolucionario».
Tomé una de las tantas butacas vacantes, aquella que reposaba junto a una mesilla cercanas al ventanal empañado.
—¿Uno negro esta vez? —increpó concerniente a la amargura del café el buen Lorenzo, ya infiriendo la contestación a su cortesía de mesero.
—Esta vez sí.
El tiempo permanecía, pero el manar de las lágrimas que mancillaban mis mejillas recordaban que los segundos seguían andando; inevitablemente el dolor se marcharía con el transcurrir de los días. Y temía por ello, pues el dolor carcomía con la cercanía de las memorias, aún se palpaban a flor de piel.
No quería olvidar, que fuese visto a la lontananza como un recuerdo prófugo de entre tantos en estos años de dictadura. Olvidar ha sido, cabe recalcar, nuestro más funesto pecado.
Y en medio de la quietud, la aflicción no me permitía olvidar quiénes fuimos y el por qué de su ida.
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