San Agustín nació en el año 354 en la ciudad de Tagaste (en la actual Argelia) y murió en 430 en Hipona, el lugar al que su nombre quedó unido para la historia.
Agustín (354-430), argelino, nació de padre pagano, Patricio, y de madre cristiana, Mónica. Se educó en las ciudades norteafricanas de Tagaste, Madaura y Cartago. La Iglesia católica lo acogió mediante el bautismo en 387. Fue ordenado presbítero de Hipona en 391 y obispo de la ciudad en 395. El día 24 de agosto de 410 entraron en Roma, por la puerta Salaria, las tropas de Alarico, saqueándola a hierro y fuego. Esta desgracia motivó que Agustín predicase su Sermón sobre la caída de Roma y escribiera La ciudad de Dios. Dos decenios después, las huestes de Genserico asediaron Hipona, donde su obispo murió en 430.
Agustín vino al mundo el 13 de noviembre de 354 en Tagaste, pequeña ciudad de Numidia en el África romana. Esa población argelina se llama hoy Souk-Ahras. Aunque no fue bautizado de niño, Mónica le enseñó los rudimentos de la religión cristiana y, al ver cómo el hijo se separaba de ellos a medida que crecía, se entregó a la oración constante, dolorida y confiada. Años más tarde Agustín se llamará a sí mismo el “hijo de las lágrimas de su madre”. Católica ferviente, dedicó toda su vida a la conversión de su hijo al cristianismo.
De los doce años a los quince, entre 366 y 369, cursa en Madaura, hoy Mdaourouch, estudios de secundaria. Sobresale entre los condiscípulos. Siente gran afición a la poesía. Aprende pasajes enteros de los principales autores que se estudiaban en la escuela: Terencio, Plauto, Séneca, Salustio, Horacio, Puleyo, Cicerón y, sobre todo, el gran poeta Virgilio.
Los amigos de Patricio le aconsejaron enviar a su hijo a Cartago, capital política y universitaria del norte de África. Para esto hacía falta un dinero del que los padres de Agustín no disponían. Por eso, a los dieciséis años, de 369 a 370, los estudios de Agustín se ven bruscamente interrumpidos, en espera de una ayuda económica, y se queda en Tagaste.
Agustín, en vez de hacer algo serio durante aquel año, pierde el tiempo con sus compañeros. No ha recibido el bautismo ni la instrucción religiosa que en aquellos meses habrían podido quizá ayudarle a evitar el mal. Pese a los consejos de su madre, Agustín emprende “los torcidos caminos por los que caminan los que vuelven a Dios la espalda y no el rostro”. Se siente feliz en aquellas vacaciones inesperadas y experimenta los primeros atractivos de la amistad y del amor. Un año después, en 370, marchará a Cartago gracias la generosidad de Romaniano, rico mecenas de Tagaste y amigo de su familia. Por entonces, hacia 371, murió su padre, católico ahora. Entre los 16 y los 30 años de edad vivió con una mujer cartaginesa cuyo nombre se desconoce, con la que en el año 372 tuvo un hijo, Adeodatus, nombre latino que significa “regalo de Dios”.
El Hortencio, obra que cambiarí su vida.
Agustín contaba casi veinte años cuando se encontró con los grandes libros de la filosofía. Un buen día cayó en sus manos una obra del famoso orador y filósofo romano Cicerón, que el joven leyó con admiración: Hortensius. Por desgracia no ha llegado hasta nosotros; sin embargo, gracias a Agustín podemos leer hoy varias páginas de ese escrito, al que tanto debe.
Esta obra extraordinaria le descubrió el campo de las realidades invisibles y le despertó el gusto y la afición por la búsqueda de la sabiduría y de la verdad. A partir de esa lectura, Agustín comenzó a caminar conscientemente hacia Dios, verdad suprema.
Poco después, Agustín empieza a leer las Sagradas Escrituras, que no comprende, algunos de cuyos contenidos le horrorizan y encuentra escritas con estilo pobre. Decepcionado por su primer encuentro con la Biblia, tantea en otra parte el camino hacia la verdad.
En fatigosa búsqueda tenaz de solución al problema de la verdad –¿puede el hombre conocerla? ¿cómo distinguirla del error? –, Agustín pasa de una escuela filosófica a otra, sin hallar en ninguna una respuesta que calme su inquietud insobornable. Finalmente, frecuenta el maniqueísmo, pues sopone que esta interpretación de la realidad le suministrará la explicación racional, sistemática, de todo y orientación moral para su vida. Siguió esta doctrina varios años y la abandonó después de hablar con el obispo Fausto. Decepcionado por este encuentro tan deseado, concluyó que la verdad es inalcanzable. De su corazón se apoderó el escepticismo.
Al tiempo que estudia cuanto cae en sus manos, Agustín se siente subyugado por los libros de astrología. Aunque el cristianismo era la religión principal del imperio, las “ciencias ocultas” estaban de moda por todas partes. Terminados en 373 sus estudios superiores en Cartago, Agustín regresa a Tagaste, donde enseñó gramática un año, hasta 374. Su madre descubre, desilusionada, que su hijo está muy vinculado a los maniqueos. De 374 a 383 fue profesor de retórica en Cartago y escribió Sobre lo bello y apto, obra de que no disponemos.
Un buen día, sin prevenir a nadie y tratando a toda costa de que su madre no sospechara nada del viaje, Agustín se embarca hacia Italia, donde iba a encontrar la solución a sus problemas intelectuales y una respuesta satisfactoria a sus dudas religiosas. En Roma enseñó entre 383 y 384. Un día se entera de que en Milán están buscando un profesor de retórica.
Cuando Agustín llegó a Milán en 384, ya no creía en las doctrinas maniqueas, aunque tampoco estaba cerca del cristianismo. Las críticas de los maniqueos contra la Biblia le parecían irrefutables. Agustín va a librar la batalla decisiva, en que la gracia de Dios saldrá victoriosa.
Los sermones de San Ambrosio, obispo de la ciudad, los relatos de Simpliciano, presbítero milanés muy cultivado intelectualmente, y el ejemplo de los compañeros de su amigo Ponticiano han ido calando muy profundamente en el corazón de Agustín. En 385 Mónica llega a Milán. Durante la primavera de 386 lee algunos “libros de los platónicos” y en julio escritos de san Pablo.
En agosto de 386 encuentra en casa el volumen de las Cartas de san Pablo, abre el libro y las primeras frases que saltan a sus ojos son éstas:
«No en comilonas ni en embriagueces,
no en lechos ni en liviandades,
no en contiendas ni en emulaciones,
sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo
y no cuidéis de la carne con demasiados deseos». Rm. 13, 13.
Agustín no quiso leer más. Aquellas palabras de San Pablo fueron las que, de una vez para siempre, “como si una gran luz de seguridad se hubiera infundido en su corazón, hicieron que desaparecieran para siempre todas las tinieblas de sus dudas”.
Agustín, que cumplirá 32 años en noviembre, acaba de vivir el día más importante de su vida. Antes de su conversión, había pensado fundar una especie de fraternidad en vida común con algunos amigos y discípulos, deseosos, como él, de profundizar en las cuestiones fundamentales de la filosofía. Una vez convertido, Agustín lleva a cabo aquella idea, pero inspirada ahora en la primera comunidad cristiana de Jerusalén.
Agustín se consagra al estudio formal y metódico del cristianismo. Renuncia a su cátedra y con su madre y unos compañeros se retira a Casiciaco, cerca de Milán, para dedicarse por completo al estudio y a la meditación, durante el otoño de 386. El 24 de abril de 387, a los treinta y tres años de edad, lo bautiza en Milán el santo obispo Ambrosio, durante la vigilia pascual. Ya bautizado, regresa a África en 388; pero antes de embarcarse, su madre Mónica muere en Ostia, en agosto de 387.
Para satisfacer las necesidades pastorales de Valerio, obispo de Hipona, en el año 391, durante una celebración litúrgica, la feligresía le elige para ordenarse sacerdote.
Con lágrimas en los ojos aceptó esta brusca elección, a la que al principio se opuso con gritos y lágrimas. Algo parecido le sucedió al ser consagrado obispo en 395. Fue entonces cuando dejó el monasterio de laicos y se instaló en la casa del obispo, que transformó en monasterio de clérigos.
La actividad episcopal de Agustín fue enorme y variada. Predica a tiempo completo y en muchos lugares, escribe incansablemente, polemiza con aquellos que van contra la ortodoxia cristiana de aquel entonces, preside concilios, resuelve los problemas más diversos que le presentan sus fieles. Se enfrenta a maniqueos, donatistas, arrianos, pelagianos, priscilianistas, académicos…
Los días de su enfermedad última fueron para Agustín una buena ocasión para repasar su vida y dar gracias a Dios por los beneficios recibidos, al tiempo que pedía perdón a los hermanos y a Dios.
Después de cuarenta años de lucha en pro de la Iglesia, Agustín entraba en agonía, para ser recibido con júbilo en la ciudad santa de Dios. El 28 de agosto del año 430, el hijo de Patricio y de Mónica, Agustín, el obispo de Hipona, dormía en la paz del Señor. Contaba a la sazón 75 años, 10 meses y 15 días.
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Agustín de Hipona, San Agustín, es un caso curioso en la historia. Vagó perdido durante décadas, sin ser capaz de ligarse firmemente a unas creencias o valores que dieran sentido a su vida. En cambio, optó por una existencia cargada de placeres que, lejos de hacerle feliz, le llevó a la más absoluta desesperación. Todo cambió con la fe cristiana. Armado con ella su vida dio un vuelco, convirtiéndose en uno de los pensadores más importantes y determinantes de su época. Su vida es un maravilloso ejemplo del tremendo peso que pueden tener en nuestro futuro la filosofía que poseemos y los valores que la sostienen.
Los primeros pasos de San Agustín
Agustín nació en el año 354 la ciudad de Tagaste (actual Argelia), en la provincia romana de Numidia, fruto del matrimonio entre Patricio, un hombre pagano de fuerte carácter, y Mónica, una piadosa cristiana que trató durante años de atraer a su hijo a los principios de la doctrina de Jesucristo. En aquellos primeros años, la familia disfrutaba de relativas comodidades, razón por la cual el pequeño Agustín pudo disfrutar de una buena educación. Este vino, en sus comienzos, de la mano de un literattor, y se completaría más tarde con clases de gramática, cuando la familia tomó la decisión de trasladarse a la ciudad de Madaura.
Pero la mala fortuna hizo que su situación económica empeorara en esos años, de manera que tuvieron que retornar a Tagaste cuando Agustín era un adolescente, dedicándose a “disfrutar la vida”, es decir: al ocio puro y duro.
Son esos los años en los que se fragua la actitud hedonista de Agustín, que tanto lo torturará en el futuro. Bien es cierto que, en su famosa obra Confesiones, el mismo Agustín se aplica un código excesivamente riguroso, y si bien no fue un santo, tampoco fue un hombre malvado como tal. Sí, come, bebe y no le son ajenos los placeres de la carne. Confraterniza con compañías extravagantes y disfruta de la popularidad, la atención de los demás y las ventajas de cometer ciertas triquiñuelas… Un joven, ni más ni menos. Por esta razón, al ver la senda en que empieza a adentrarse, sus padres deciden pedir ayuda a un amigo, Romaniano, quien se encarga de costear el traslado del joven a la mítica ciudad de Cartago para que siga estudiando.
En sus primeros años, va con compañías extravagantes y disfruta de la popularidad, la atención de los demás y las ventajas de cometer ciertas triquiñuelas… Un joven, ni más ni menos
Allí, en la ciudad del placer (fama bien ganada de Cartago), Agustín toma lecciones de filosofía y retórica, área esta última en la que destaca gracias a su talento y elocuencia natural. Lamentablemente, el estudio no afecta a su vida disoluta. Acude al teatro, a tabernas, a certámenes de poesía y va saltando de una amante a otra. Vive por y para el placer y en esos años establece una relación de pareja (sin casarse) con una mujer a quien dejará embarazada. De dicha relación, que durará cerca de 14 años, nacerá su hijo Adeodato.
Adopción del maniqueísmo
Pese a su predilección por el ocio, Agustín no deja de ser un hombre bendecido con una mente brillante que se siente atraída en esos años por la obra de Cicerón, concretamente Hortensio, aunque las creencias que terminarán por conquistarle serán las maniqueas. El maniqueísmo, fundado por el persa Maní –quien decía ser el último de los profetas enviados por Dios a la tierra–, fue una religión universalista que defendía una visión dual de la existencia: el mundo se encuentra en una continua lucha del bien con el mal, lucha a la que no es ajena la vida humana. Por un lado, el alma representa la luz, el bien; mientras que, por otro lado, el cuerpo, que está sujeto a las pasiones, representa el mal. Para alcanzar la liberación de la primera sobre el segundo, apostaban por diferentes prácticas ascéticas de renuncia a todo lo material, que, por otra parte, tuvieron poco efecto en Agustín. Los maniqueos consideraban que su religión era la creencia definitiva y verdadera, por encima de todas las demás confesiones.
Un hecho invariable de su existencia fue la gran inteligencia de Agustín de Hipona, destacando especialmente en retórica.
Vuelta al hogar.
Imbuido por estas ideas, Agustín retorna al hogar materno, lo que crea duros conflictos con su devota madre, quien lo expulsa a él y a su familia. Tiene que ser de nuevo Romaniano quien se haga cargo de él, aceptándolo en su casa y buscándole un empleo como profesor. Sin embargo, esta unión durará poco. Agustín tiene en mente retornar a Cartago a seguir con su vida libre de ataduras y para ello pide dinero para así poder fundar una escuela de retórica en la antigua capital púnica.
Es entonces cuando contacta con una de las grandes figuras del maniqueísmo, el sabio Fausto de Milevo, quien, contra todo pronóstico, lo decepcionada profundamente. No ve en él nada loable, aprendiendo más Fausto de la cultura de Agustín que él del sabio, y con ello sus creencias maniqueas empiezan a desplomarse.
En el año 383, tras engañar a su madre, Agustín escapa a Roma, donde cree que podrá empezar una nueva vida. Para ello vuelve a encontrar trabajo como profesor, pero pronto descubre que esa es otra de las facetas de su vida de las que empieza a estar cansado. Es un tema recurrente que se repite una y otra vez: nada parece satisfacerle. Ninguna creencia es capaz de enderezar su vida y darle la estructura y los principios tanto ansía. Se siente terriblemente perdido y culpable, más aún debido al engaño y abandono a su madre. Y para colmo de males enferma gravemente. Siente en su interior que nunca será capaz de encontrar la verdad.
Por un lado, el alma representa la luz, el bien; por otro lado, el cuerpo, sujeto a las pasiones, representa el mal
Ya repuesto y con la ayuda del entonces prefecto de Roma, Símaco, logra ser recomendado para un cargo como maestro de retórica en Milán, y puesto que no tiene nada más a lo que agarrarse, se traslada otra vez. Allí, acude su madre, Mónica, y su hermano Navigio, quienes le convencen para que finalice de una vez por todas su relación extramatrimonial, ponga orden en su vida y se busque una buena esposa. Agustín acepta…a su manera: Abandona a la madre de su hijo y se compromete con otra mujer, no sin antes buscarse otro par de amantes.
La conversión de Agustín.
Harto de no encontrar ninguna filosofía o creencia que dé sentido a su vida, empieza a tontear con el escepticismo, la corriente que dice que el hombre no tiene capacidad para conocer la verdad. Visto lo visto, quizá ese sea el mejor camino para él: dudar de todo.
Y es entonces, cuando menos se lo espera, cuando comienzan a darse las circunstancias para que todo cambie, para el giro radical que hará que su nombre entre en los libros de historia. El primer paso no es otro que el efecto que tienen en su persona los sermones del obispo de Milán, Ambrosio, cuyas palabras van poco a poco haciendo mella en él mientras se acerca al estudio de la filosofía de Plotino. Esta mezcla de cristianismo y neoplatonismo va cobrando forma en su mente, augurando la gran aportación que habrá de hacer a la historia de la filosofía.
Pero aún es pronto. Sus problemas no están en absoluto resueltos y todavía siente vergüenza y frustración por su personalidad débil y pecadora. Su vida sigue sin tener un sentido que la estabilice. Lo que él no sabe es que el momento definitivo está a la vuelta de la esquina. Una tarde, mientras pasea por un huerto en plena crisis existencial, asqueado de sí mismo, escucha la voz de un niño que se acerca a él, le entrega una Biblia y le dice: “Lee”. Y la primera página en la que posa los ojos reza:
“Porque ya es hora de que despertéis del sueño, pues ahora nuestra salvación está más cerca que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzando, el día se acerca. Abandonemos, por tanto, las obras de las tinieblas, y revistámonos con las armas de la luz. Como en pleno día tenemos que comportarnos: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Al contrario, revestíos más bien del señor Jesucristo y no estéis pendientes de la carne para satisfacer sus concupiscencias.” (Carta a los Romanos, 13, 11-14)
Una tarde, mientras pasea por un huerto en plena crisis existencial, escucha la voz de un niño que se acerca a él, le entrega una Biblia y le dice: “Lee”
Tal y como Agustín cuenta en su obra más personal, Confesiones: “Al llegar al final de la página se desvanecieron todas las sombras de duda”. Por fin se siente libre, transformado, lleno de paz. Y comprometido con esa experiencia que atribuye a Dios, abandona, de un plumazo, su vida anterior. Deja a su prometida, a sus amantes y su empleo, y toma la decisión de dedicar por completo su vida a Dios y al estudio de la Biblia. Esto dará una inmensa alegría a su madre, que llevaba 30 años tratando de que viviera según las enseñanzas cristianas.
Toda la familia, así como un pequeño grupo de amigos, se traslada a Casiciaco, en las cercanías de Milán, donde el futuro San Agustín de Hipona será bautizado por San Ambrosio de Milán a la edad de 33 años. En la pequeña población comienza una nueva vida llena de pureza y castidad, dedicando todos sus esfuerzos al estudio de la filosofía cristiana. Será en esta villa en la que escriba alguna de sus primeras obras filosóficas: Contra los académicos, De la vida Feliz, Soliloquios y La inmortalidad del alma.
Obispo de Hipona.
Al año siguiente muere Mónica, su madre, y Agustín toma la decisión de retornar a su tierra natal junto su amigo Alipio y su hijo Adeodato, para dedicarse en cuerpo y alma a la vida religiosa como tal. Nada más llegar, vende todas sus pertenencias, entrega buena parte de sus ganancias a los pobres, acaba con todas sus deudas y transforma la casa familiar de Tagaste en un monasterio donde, junto a sus discípulos, dedicarse a hacer vida monacal. Sólo permanecerán allí tres años (a lo largo de los cuales sufrirá la muerte de su hijo Adeodato), pero sus prácticas se harán famosas en toda la región, hasta el punto de recibir la orden sacerdotal ante la insistencia de sus fieles.
San Agustín es el más importante de los Padres de la iglesia.
Al año siguiente vuelven a trasladarse, en este caso a la ciudad que quedará para siempre asociada a su nombre: Hipona. Será el obispo de esta ciudad, Valerio, quien apueste por Agustín para fundar un nuevo monasterio. Y se demostró como una gran elección, pues pronto se gana el aprecio de todos por su labor, hasta el punto de ser nombrado sucesor de Valerio por el primado de Cartago en el año 395. A la muerte de su valedor, tomará su puesto como obispo de Hipona y desde su cátedra se dedicará a la misión episcopal hasta el final de sus días.
A lo largo de los siguientes años la obra filosófica de Agustín de Hipona será verdaderamente imparable, llegando a desarrollar una ingente producción que ocuparía más de 100 tomos (La vida beata; Soliloquia; La ciudad de Dios; Manual de fe, esperanza y caridad; Confesiones, etc.) y cuyo valor lo colocaría durante siglos como el primero de los grandes padres de la iglesia, junto al ya citado San Ambrosio de Milán, San Gregorio Magno y Jerónimo de Estridón. Y no termina ahí su trabajo. Realiza también una fabulosa labor pastoral y teológica, con los necesarios enfrentamientos con las corrientes maniqueas, arrianas, donatistas y pelagianas, que diferían de la ortodoxia católica.
Ya como obispo de Hipona tuvo un papel muy destacado en los concilios de III de Hipona y III y IV de Cartago, presidiendo alguno de los mismos y alzándose como una de las grandes figuras del cristianismo de su siglo. Y todo ello mientras asiste, día tras día y año tras año, a la caída en barrena del imperio romano, que, tras el saqueo de Roma por las tropas del Rey Visigodo Alarico I en el año 410, parecía completamente condenado.
En 426, nombra a Heraclio como sucesor, con la intención de retirarse al estudio y la oración. Y en el año 430, con Mauritania y Numidia arrasadas, e Hipona sitiada y a punto de caer bajo las garras de Genserico (rey de los vándalos y los alanos), Agustín de Hipona la muerte les acontece a los 75 años de edad, rodeado de amigos y fieles. Pasó sus últimos días confortando a sus conciudadanos ante la probable caída de la ciudad y dirigiendo sus esperanzas al cielo. Un año después Hipona sería incendiada por los bárbaros.