Me imagino esas tierras de futuro, de paz, tierras de tranquilidad. Me imagino esas tierras llenas de comida, medicamentos, seguridad, estabilidad. Esas tierras donde no hay corrupción, donde existe la superación financiera y personal de un país. Tierras que no son Venezuela. Me imagino lo que piensa cada venezolano al estar en la frontera o el aeropuerto, ya sea caminando para correr por un mejor futuro, o sea volando para despegar por una mejor vida.
Me imagino el dolor, la tristeza, la desesperación, la angustia, la euforia. Me imagino los sentimientos encontrados de cada venezolano que sale de su país. Me imagino el dolor de las madres, de los padres, de hermanos, de amigos, de desconocidos. Me imagino las lágrimas desparramadas de esas madres que no verán de nuevo a sus hijos por un largo periodo de tiempo, o para siempre. Me imagino los abrazos dados mil y un veces, el no querer soltarlos, el no querer dejarlos. Me imagino a sus madres. Me imagino al resto de la familia dando ánimos y mensajes positivos.
Me imagino esas maletas cargadas de ropa, recuerdos, pasiones, tristezas y corazones rotos. Esas maletas cargadas de amistad, de familia, de logros, de angustias y despreocupaciones. Me imagino esos ojos al ver por última vez a su madre, su padre, su familia, sus amigos, su país. También me imagino las lágrimas en el avión, en el autobús, o en el carrito por puesto. Me imagino sus pensamientos, sus expresiones, sus ganas de salir corriendo, sus ganas de no querer irse, de quedarse. Me imagino el corazón partido.
Afortunadamente también me imagino su placidez, su alegría, y todos los sinónimos y expresiones que puedan demostrar felicidad. Me imagino el entusiasmo de conocer tierras nuevas, de futuro, de tranquilidad. Me imagino la felicidad de su madre –entre llantos– que cree en una mejor vida para su hijo. Aunque imposible, también imagino la felicidad de cada venezolano que le desea lo mejor a ese hermano que se marcha. Y es que el venezolano –por más mala gente que sea– siempre desea lo mejor para ese desconocido-amigo que conoce y vivió lo que él vive.
Me imagino al venezolano que se queda. Me imagino sus penurias, sus preocupaciones, sus dificultades, sus ataques de impotencia y ansiedad. Me imagino sus ganas de llorar y sus ganas de no estar aquí. Me imagino sus días, llenos de injusticia, de peligros, de no estar alimentados, de sufrimiento, de orar a un dios que no hace nada. Me imagino sus caras cuando dicen: “no tengo comida”, “no tengo medicamentos”, “no tengo dinero”, “no tengo agua”, “no hay luz”, “no hay gas”, “no tengo nada”. Imagino a esos padres que le tienen que decir a sus hijos: “ya vendrán cosas mejores” –cuando ni ellos se lo creen–.
Me imagino esa sensación de decirle a un niño: “no hay mucha comida”, “hoy no comeremos”, “mañana buscaré algo”. Imagino esas penurias y esas noches de pensamientos dolorosos y bajos de fe. Imagino a esos tres millones de venezolanos que tienen que optar por comer de la basura, esperar los desperdicios de los negocios de hortalizas, de carnicerías, de panaderías y de mercados. Imagino la competencia de supervivencia entre esos tres millones. Imagino los niños que están entre ellos y a esos niños que están solos en la calle pidiendo comida, dinero, pidiendo ayuda desesperadamente o robando. Imagino a esos venezolanos que hacen una cola de 10 horas por un producto de cesta básica que no le durara ni dos días. Imagino esa llegada a sus hogares después de resistir y afrontar otro día, de esperar un cambio.
Imagino a esos venezolanos que salen todos los días a “echarle pichón”, esos que día a día se esfuerzan para llevar un plato de comida a las mesas de sus hogares. Me imagino a esos padres que se esfuerzan para darles a sus hijos un mejor futuro. Imagino a los jóvenes que sin un bocado de comida salen a estudiar todos los días. Imagino a esas madres que se las ingenian para que nunca falte el pan y a esos papás que se ensucian las manos para que su esposa y sus hijos vivan como reyes. Me imagino esos millones de venezolanos que se levantan todos los días para seguir adelante e intentar mejorar el país. Imagino los pensamientos de cada padre, cada madre, cada joven,cada familiar y cada individuo, de cualquier venezolano que imagina y cree en una mejor Venezuela. En esa Venezuela del mañana, donde las libertades sean respetadas, donde el esfuerzo y la superación sean las antelaciones de cada venezolano y que la vida, sea vida.
Imagino a esos venezolanos que aún creen en Venezuela, esos que creen en un país de futuro, de tranquilidad. Un país lleno de comida, medicamentos, seguridad, estabilidad. Un país sin corrupción. Un país con una sociedad bella y con tierras hermosas donde el venezolano que se fue vuelva y el que se quedó pasando penumbras pueda vivir sereno y en paz.
Yeferson Houttmann
16 de octubre de 2017
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