Recordaba que tocaron la puerta para limpieza y pedir la orden del desayuno, pero ignoré todo por millonésima vez en días. Para mí, el resto del mundo era una neblina que se colaba en las madrugadas y erizaba el cabello que tardaste horas en planchar. Las personas eran una mísera parte de mi vida, aun cuando era una mujer que pertenecía a un linaje azul de generaciones pasadas, pero en ese instante me importaba una mierda.
Comencé a pensar que el amor y la obsesión nunca traen nada bueno, solo es dolor incipiente que nunca se consuma, no se llega a ningún lado y te deja indefensa ante las enfermedades que atacan tu corazón. El amor te arranca las alas y quema tus ojos, te saca el alma y la entrega a los perros como el mejor festín en navidad.
Mi mente entera vagó como viento en el oeste, sin nada más que arrastrar consigo basura y desechos de tristeza. No era ni la sombra de persona que fui algunos días atrás, cuando era un poco menos miserable que en ese instante. Lo único que necesitaba para terminar esa ansiedad, era una pistola con silenciador en mi sien.
A pesar de las horas transcurridas y el calor del máximo galardón, no pude arreglarme como estaba acostumbrada. La fuerza y la voluntad salieron a la pradera un día y se perdieron entre las altas hileras del pasto, los frondosos árboles y ese destino que no marcaba Doroty. No existía un camino amarillo que seguir para llegar a Oz.
Resignada y abatida terminé con la tortura. Arrastré mi pesado cuerpo a la cama y me desplomé sin previa orientación. Permití que mis demonios se apoderaran de mí y me hicieran su reina de las sombras o la princesa que ostentaba una corona sangrienta.
Cerré mis ojos al contacto de las suaves almohadas, para caer de nuevo en ese pozo sin fin que eran las pesadillas de un mundo desconocido.
Lluvia, aire, truenos, manos frías y un cuerpo borroso, abarcaba mi campo de visión. Era imposible mantener los ojos abiertos por un dolor que envolvía mi cuerpo, pero sentí cuando tocó mi mejilla con sus frías manos y susurró algo inaudible antes de levantarme en sus hombros y caminar conmigo a un infinito lugar.
Si pudiera hubiese contado los pasos, pero hasta los números desaparecieron de mi mente. Sufrí un completo colapso en menos tiempo del que te lleva atarte las trenzas de los zapatos. No tenía sentido, ni brújula. Solo sentía el movimiento de los músculos y la lluvia cayendo en mi espalda como un mar desbordado de sus límites.
Por completo desplomada en la espalda de esa persona, me dejé llevar. A medida que la caminata ahondaba en el bosque, la lluvia decayó y el frío se apoderó de mis huesos. Castañeé los dientes y mi cuerpo temblaba como gelatina fuera del refrigerador. Era una sensación que englobaba todo mi cuerpo y alma.
¿Cómo era posible percibir sensaciones tan fuertes estando aturdida?
La persona afianzó el agarre en mi cintura y sus pies tocaron algo sólido. El sonido del crujir de la madera y el chirriar de la puerta me devolvió un sentido: la vista
De nuevo desperté con más preguntas que repuestas, con el cuerpo empapado, el corazón agitado y un tempestuoso mar de temblor que debía calmar. Todo mi cuerpo era un manojo de nervios que no se mantenía en un solo lugar o se tranquilizaba. Mi cabeza dejó de ser un templo al que ningún ente entraba y se convirtió en una plaza pública.
Tanto la angustia como la ansiedad aumentaron con impactante fuerza, desde el inicio del sueño hasta el final de mismo. Intenté con todas mis fuerzas enfocar la visión en la habitación y la oscuridad que en ella reinaba. Era una princesa que se convirtió en la bestia a tan solo días de atarse el grillete en el tobillo. Era impresionante la cantidad de oscuridad que me englobó el resto de la tétrica historia.
Traté de bajar de la cama al observar la luna a través de la ventana. La luz tan hermosa que bañaba la terraza, me hizo preguntarme cuántas horas habrían transcurrido desde la ausencia de Dominic. Mi cabeza daba vueltas como una rueda de la fortuna y mis piernas se tambalearon al intentar colocarme de pie. Toda esa inestabilidad fue el resultado de veinticuatro o más horas sin probar bocado.
Me sujeté del espaldar del sofá y esperé que la habitación dejara de moverse. Rogué porque mi estabilidad regresara como por arte de magia, conociendo los resultados de tan abismal decisión. De un momento a otro, mi estómago rugió y se contrajo de dolor por los espasmos que atravesaban esa zona selecta de mi cuerpo.
Cuando el mundo bajo mis pies se detuvo, tomé el teléfono y marqué a la recepción. Esperé cada mini segundo que tardó en timbrar, hasta que la voz de un hombre arropó la bocina. Él me hizo mencionar a qué habitación pertenecía y en qué podía ayudarme. Mi boca estaba seca, mis ojos no querían abrirse y mis labios se resecaron por acción de horas. Era una piltrafa de esas malditas pesadillas que no me dejaban en paz.
Relamí mis agrietados labios y pronuncié:
―Quiero ordenar algo de comer.
―¿Desea cenar en su habitación? —preguntó el hombre como si no entendiera.
Mis piernas comenzaban a debilitarse por el tiempo de pie, así que era imperativo consumir algo de calorías tan pronto fuera posible o terminaría vuelta lava en el piso de la habitación. Cuando me descubrieran, tendrían que recoger mi cuerpo con espátula.
―Sí —respondí a la estúpida pregunta.
―¿Qué desea ordenar?
Lo maldije para mis adentros al convertirse de inmediato en la persona que no deseaba escuchar en ese preciso momento. ¡¿Por qué no solo enviaba comida?! Me estaba muriendo y él solo se enfocaba en preguntar qué demonios quería cenar. No soportaba tanta decencia de su parte, por lo que tanteé la cama y me senté en la orilla. Mis piernas necesitaban un descanso, así que las estiré y relajé un poco mi cuerpo.
―Lo… que sea.
―Disculpe, señorita, la línea esta entrecortada —pronunció—. ¿Podría repetir?
Ahonde fuerzas y aplasté la punta de mi lengua entre los dientes. No toleraba un segundo más esa jodida conversación; necesitaba un punto límite o mi punto de quiebre bajaría y le quebraría la cabeza con un martillo lo bastante pesado.
Cerré los ojos y exhalé una bocanada de aire.
―Solo envíe comida.
―¿No desea nada en especial? ―Apreté las sabanas para reprimir las ganas de bajar y abofetearlo, o insultarlo hasta morir—. ¿Quiere que lea la carta?
―No —contesté de inmediato.
Inhalaba grandes bocanadas de aire mientras apretaba mi estómago con una de mis manos. El dolor que sentía en mi interior sobrepasaba cualquier otro malestar sentido con anterioridad. Quizá exageraba un poco, pero nunca imaginé que veinticuatro horas sin comer podrían causar estragos en un cuerpito tan flaquito como el mío.
―Le enviaremos el especial de esta noche ―emitió el hombre antes de promover una larga pausa y continuar esa conversación unilateral―. Tenemos una cantante nacional muy prestigiosa en nuestro teatro ¿Quiere saber de quién se trata?
―No —repliqué con rapidez.
―¿Quiere postre?
Ese hombrecito me hartaba hasta la médula, pero mi reputación en ese lugar no se vería manchada por algo tan estúpido como insultar a un simple empleado de salario mínimo. Debía comportarme a la altura, aun cuando usar corsés apretados fuera mejor que soportar cada maldita palabra que brotaba de su boca para intentar ser amigable con los huéspedes que cada día recibían en su lugar de trabajo.
―No ―respondí cortante y sin el menor interés.
―¿Desea…? —Colgué de inmediato, sin soportar más preguntas.
Un dolor en la zona inferior derecha del estómago, se agudizaba a cada movimiento de las agujas del reloj. Respiraba con dificultad, no podía moverme y un estruendoso grito resonaba en mis tímpanos al aumentar el silencio y la oscuridad dentro de la habitación. Me encontraba sumida en una penumbra tan escalofriante, que el solo mirarla provocaba que el malestar creciera en mi interior y sollozara de dolor.
¿Qué demonios me pasaba? No entendía cómo algo tan simple como unos sueños provocaban en mi ser un temblor incontrolable, una desbordante ansiedad y la terrible idea de descubrir un destino aún más lamentable que la vida que vivía.
Apuñé las manos para soportar las puntadas, pero no fue suficiente para mitigar el malestar. Dolía demasiado, como si me arrancaran las extrañas con unas pinzas de metal oxidado. El dolor se propagaba por cada parte de mi cuerpo, y provocaba unas asquerosas náuseas en la boca del estómago. Mi piel se contrajo ante los escalofríos que la recorrieron, erizándola desde los dedos del pie hasta el cabello detrás del cuello.
Trataba de contraerme en posición fetal, pero el dolor lo impedía. En ninguna posición estaba cómoda, no sentía mis pies, mis manos hormigueaban y mis ojos se mantuvieron cerrados. Me decía a mí misma que solo era hambre, pero intrínseco sabía que no solo se trataba de ello. Algo aún más oscuro se escondía en mi interior.
Aspiré y exhalé por la boca. Todas mis extremidades quedaron inmóviles; solo permití el sube y baja del pecho, hasta que la oleada de dolor disminuyó lo suficiente para soportar mi propio cuerpo. Me encontraba en un estado comatoso del que no podía salir con tanta facilidad, pero me era más sencillo que a un enfermo terminal.
Un golpe seco retumbó en el silencio contenido, al tiempo que respondía:
―Adelante.
En ese preciso instante, una joven con un carrito arribó a la habitación. Entró con el sigilo necesario para detenerse en la entrada e intentar encender la luz. Una sola palabra bastó para que sus manos retrocedieran del apagador y sujetaran la manilla del carrito, justo antes de dejarlo a mi lado. Bajo la luz de la brillante luna, observé como la muchacha de rasgos desconocidos aparcaba junto a mí, abría la tapa y giraba a la puerta.
Ocultando bajo la sábana aquella mano que oprimía mi estómago, articulé:
―Gracias.
La agudeza del dolor decayó lo suficiente para permitirme comer unas pocas fresas y tomar un sorbo de café negro sin azúcar. El rugir de mi estómago cesó, pero al intentar comer un panqué de chocolate, las náuseas retornaron. Alejé la bandeja del alcance de mi vista y me recosté en las mullidas almohadas.
Aguardé y recé en silencio, esperando el furtivo milagro de dormirme y despertar como la antigua Kay: la que no se abatía por cualquier tontería y se enarbolaba por encima del mundo. Tal vez en ese momento no deseaba despertar como toda una diva, pero si esperaba el cese total de los extraños dolores que sentía.
Era tanto el malestar, que no distinguía la utopía de la realidad.
De pronto otro golpe retumbó la puerta, justo a tiempo para asustarme un poco más. Supuse que se trataba de la muchacha que volvía por el carrito y los platos vacíos, pero la voz que resonó a través de la puerta de madera no era la esperada.
―¿Puedo pasar? ―preguntó en tono varonil.
La puerta se abrió lo suficiente para notar como la luz penetraba por la abertura y la sombra amorfa de una persona cubría gran parte de ella. Dominic Lee Bush traspasó el umbral y cerró la puerta tras él, al tiempo que mi adolorido cuerpo se removía en la cama. No contaba con el humor requerido para hablar con él, así que respondí a regañadientes aquella preguntar formulada antes de cruzar la puerta.
―Ya pasaste.
El sabor de las fresas quedó ahogado en mi garganta, mientras él caminaba hacia mí. No podía distinguirlo desde la distancia, pero al acercarse noté la mueca en su rostro.
―¿Por qué esta tan oscuro? ―Encendió las luces y mis ojos estallaron como fuegos artificiales. La incandescencia de la luz, provocó una oleada de dolor en la zona trasera de la cabeza, mientras entrecerraba los ojos y me ocultaba tras mi mano libre. Entre mis dedos resplandecían los rayos de luz artificial, pero fue opacada por su cuerpo.
Se acercó con paso flojo e insertó las manos en los bolsillos del vaquero. Lucía más joven del caballero que era en Inglaterra, pero su semblante mostraba grandes ojeras, cabello desaliñado, una ligera barba que salpicaba su mentón y unos ojos que se reflejaban por completo en la luminiscencia de la luna.
Yo era una simple princesa que no se había duchado en horas y su aliento olía a bosque silvestre, adjunto a un cabello enmarañado que se rehusaba a peinar y un dolor en el estómago que no cesaba ni un segundo.
Al trasluz noté como su rostro se constipaba al verme abatida en la cama, sin deseos de levantarme e ignorarlo como lo hacíamos en Inglaterra. Por esa milésima de segundo deseé seguir allí, donde podía esconderme de todos en la biblioteca o tras aquel librero que me conducía a una pasadizo secreto. Deseé ser la misma de antes: aquella mujer que recibió la visita de una alocada amiga y se fugó de la mansión.
―¿Qué te ocurre? ―indagó él antes de acercarse, pero mi mano lo detuvo.
―No te acerques ―demandé con las fuerzas que aún albergaba. Traté de que mi voz no temblara y las palabras fluyeran livianas―. Dominic, te marchas de la habitación y regresas como si nada, y todavía tienes las agallas de preguntarme cómo estoy.
Hasta mí llegaba el olor de su cuerpo recién bañado y la humedad de su cabello lo recalcaba, pero ese olor a culpabilidad brotaba de cada poro de su piel. Me convertí en un perro que podía olfatear hasta la más mínima mentira que él exhalaba en ese momento, pero al cabo de cierto tiempo perdí esa inherente capacidad de descubrir cuando las personas que me rodeaban mentía sin siquiera pestañear.
Frunció el ceño un par de segundos, has que mis ojos perdieron enfoque.
―Necesitaba pensar —musitó cabizbajo.
―No me vengas con idioteces, Dominic ―añadí―. ¿Por qué no pensaste cómo me sentía al momento que me abandonaste? Me dejaste tirada igual que un cachorro en la montaña. No tienes derecho de volver aquí. Te despediste de mí, para siempre.
―No me juzgues, Kay ―susurró―. No sin saber los motivos.
Me erguí sobre la cama y coloqué los brazos sobre la cobija. Mis labios temblaban un poco, pero eso no evitó que las palabras brotaran sin piedad de mi boca. Era terrible, lo sabía, pero necesitaba ser fuerte para soportar la tormenta que arreciaba minuto a minuto en mi corazón. Dominic debía entender muchas cosas, entre ellas, que no lo amaba lo suficiente como para perdonarle cosas tan tontas como esas.
―¿Cuáles son esos irrefutables motivos? —le pregunté con la garganta seca.
Mantuve mis ojos abiertos, sin alejarlos ni un segundo de él. Quería que mi mirada lo penetrara y se sintiera culpable por el dolor tan ambiguo que formó en mi alma. Él no sabía que mi malestar se debía a algo más, pero quería que se disculpara por comportarse como un niñito consentido de papá, que al no lograr lo que quiere, hace una rabieta y se marcha del lugar. La culpa recaía sobre mí, pero nunca en la vida podría admitirlo o esa mujer que se casó con él se convertiría en una diferente.
―Te amo —pronunció él tras un amplio silencio.
Esas dos palabras fueron ocultadas tras una máscara de mentiras que me dijo durante meses. En ese momento, Dominic quería pasar por el hombre lindo que haría lo que fuese por su amada, incluyendo aliviar sus dolores con las palabras que ella esperaba escuchar. Pero era una lástima que la princesa no buscara un príncipe, aunque era perfecto para el papel del hombre al que sumergen en un frasco de pintura azul y lo convierten en un estereotipo de hombre perfecto que le inyectan por los ojos a las niñas.
Él continuó.
―Te he amado desde que te vi por primera vez ese día en la fiesta de campo. Tus pequeñas manos tocaron las mías y tus ojos brillaron bajo ese sol abrazador. A pesar que no me miraste diferente a los demás y solo era un extraño, mi corazón te reclamó y mi ser gritó ser parte de tu vida. —Esas simples palabras erizaron mi piel—. Cada latido, Kay, cada respiración y cada correr de sangre por mis venas tiene un propósito: hacerte feliz a toda costa, aunque deba sacrificar mi vida o vender mi alma para ello.
Mi corazón se aceleró al escuchar cada una de las palabras que componían algo tan lindo como esa declaración de amor. Quizá en otro tiempo hubiese saltado como una chiquilla, pero las circunstancias que me arropaban me convirtieron en la bruja malvada de la historia. No era esa mujer que se derretiría con tanta facilidad; todo lo contrario, mi corazón se endureció cuando él prosiguió su monólogo.
―Te querré hasta la muerte y más allá. No hay un fin escrito de lo que siento por ti.
Se acercaba un poco más a medida que hablaba, hasta estar a mi lado.
―Eres la única razón de mi caminar en esta tierra maldita. Si me pides que deje mi hogar, mi posición social, mi familia o mi alma, lo hago, y si me defraudas, lo volvería hacer sin titubear. Quiero salvarte de tus demonios, Kay, abrigarte en mis brazos y no soltarte jamás. Quiero fundirme en tu aroma, escuchar tu risa, sentir tus manos en mi piel, besar tus tiernos labios y amanecer envuelto entre tus sábanas. ―Rozó mi cuello y trazó un sendero por mi mejilla―. Te amo, Kay Greenwood, con toda mi alma.
Cerré los ojos y mordí mi labio inferior. Él estaba a mi lado, recostado en mis costillas. No podía soportar el peso de su cuerpo, por lo que fui obligada a empujarlo. Nunca en la vida podría negar que sus palabras no me fascinaran, pero no estaba en posición de convertirme en una princesita de castillo. Los fantasmas que me buscaban no querían a una niñita; buscaban a una guerrera sin amor en su corazón.
Me tragué el sabor del amor y solté:
―¿Lo pensaste toda la noche?
Su rostro demostró cómo mis palabras fueron un duro golpe para un hombre tan entregado como él. Dominic solo buscaba mostrarse tal cual era en ese momento, pero la maldad que comenzó a reinar en mi interior no le permitía cabida al amor.
―¿Por qué lo haces? —preguntó en susurros.
―Explícate.
―Me haces dudar de lo que sientes por mí.
Intenté reír como la bruja malvada, pero el dolor lo impidió.
―No siento nada por ti —gruñí en respuesta.
―¿Entonces qué pasó cinco días atrás?
Solté un bufido y repliqué en defensa:
―¿Los llevas contados?
Quería que se marchara de la habitación y me dejara en paz, por lo que debía clavar un poco más mis afilados dientes en su alma. Debía robarle hasta la última pizca de esperanza que pudiera albergar, junto a esa cálida sonrisa que me recibía al llegar a la habitación, las tardes de visita en la mansión o en la punta del altar.
―No necesito contarlos, Kay ―balbuceó mientras se levantaba.
Ese era el momento preciso para colocarle punto final a esa tortura. Sabía que mis palabras lo lastimarían hasta la médula, pero era necesario que Dominic entendiera que mis sentimientos hacia él nunca serían los que esperaba. Yo sí lo quise en cierto punto, incluso le di mi virginidad, pero no lo amaba como para tolerar cincuenta años a su lado. Y él tampoco me toleraría al cabo de un par de décadas, eso lo sabía.
Tragué de nuevo aquellas palabras y sellé:
―No te amo, Dominic. ¿Qué quieres que diga para que lo aceptes?
Él se detuvo frente a mí, con los ojos nerviosos y los labios entreabiertos. No mantenía la mirada en nada fijo o dejó de mover su pierna derecha. Apunté directo en medio de su alma, dispuesta a romperla en mil pedazos y salir como si nada hubiese ocurrido en esa habitación que recibió más de una carcajada algunas noches atrás.
Dominic relamió sus labios y ocultó sus ojos en la oscuridad.
―Tus besos no me dicen eso, Kay, ni tus caricias, ni la manera en que te armonizas con mi cuerpo, ni esa mirada que me debilita. ¿Por qué no quieres aceptarlo?
Las náuseas regresaron, y no precisamente por el dolor. Era un trauma para él ser rechazado por su propia esposa, pero resultaba que nada en la vida terminaba de la manera prevista. Yo no buscaba ser un recipiente para algo que me perseguía y terminé siendo una marioneta más del funesto destino que otros decidieron por mí.
Solo debía mantenerme fuerte y todo saldría bien.
―Innecesario que te repita la última parte, Dominic ―afiancé la voz y solté de manera contundente la repetición premium―. No te amo.
No le di lugar al pestañeo o una sonrisa fugaz. Fue decisivo y definitivo, como un disparo al corazón de un humano. Sin previo aviso, sin el permiso y sin temblor en la voz, pronuncié unas palabras que quedaron bailando y quemando los confines de mi boca. Fue tan desgarrador fingir que nada me dolía, que mi alma gritó a todo pulmón.
Respiré una vez más y concluí:
―Déjame sola.
Como si la ausencia no fuese suficiente, Dominic trazó una reverencia ante mí, justo antes de pronunciar las últimas palabras que escuché durante días.
―Lo que ordene, Alteza.
Cerró la puerta con la fuerza suficiente para sacudir mi corazón y enviar una corriente de lágrimas por todo mi rostro. Me ahogué en mi propia maldad y dolor por lo que pareció una eternidad, cuando solo transcurrieron un par de horas. Me rasgué la máscara que usé con anterioridad y forjé una más poderosa que la anterior, levantándola con las cenizas de la vieja mujer que alguna vez fui.
Y así, entre la nostalgia de una vida en soledad, acuné el anillo en mi pecho y permití que él te amo de Dominic fisurara mi alma justo a la mitad.
Esas palabras fueron una daga al corazón... Pero eran necesarias. Aime no se puede hacer spoiler ¿verdad? Tantas cosas que podría decir :'(
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Esto es confuso otra vez .-.
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Cada vez mas confundida ...
No quiero pensar que mi adorado Dominic es el mal de la historia...
Que fue lo que paso... tengo algunas dudas...
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Me pierdo un poco...
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¡@aimeyajure! Muy bueno el contenido, sigue asi!
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