Iba caminando por una larga avenida en la orilla de la playa que parecía no tener fin. Era el día más oscuro en mucho tiempo, me preocupaba que la gente no notara que el cielo era de un gris tan profundo que parecía el fin del mundo. Temblaba de frío y me cuestionaba a mí mismo sobre la ropa que escogí antes de salir de mi departamento.
Con cada paso que daba me convencía de que la brisa me iba a arrastrar a besar el suelo. En el mar se batían olas a las que sería imposible sobrevivir. Era un caos por donde lo vieras, no había una buena razón para estar ahí. Pero, crucé la calle y para mi sorpresa, la gente yacía sentada cómodamente en las mesas de los restaurantes, disfrutando del pasaje, plácidamente reían, comían, bebían y compartían una alegría al unísono bajo ese aterrador paisaje.
Un anciano de apariencia muy amable me invitó a sentarme con él, me miró fijamente y expresó su preocupación por la confusión que reflejaba mi rostro. Sin embargo me dijo, que al estar preocupado no estaba sorprendido, el sí notaba lo que otros no. Las nubes negras, el mar enardecido y el viento desgarrador eran solo producto de mi imaginación, un reflejo del sentimiento que me consumía.
Hacía un día soleado igual que el de ayer pero eran mis ojeras las que lucían tan oscuras como si el fin del mundo fuese a iniciar en ellas. Eran mis lágrimas las que hundían mi rostro como olas del océano en una tormenta nocturna y no era el viento el que me impedía avanzar mis pasos con normalidad, era el peso del dolor que inmovilizaba mi cuerpo.
Me preguntó cuál había sido el evento que arruinó mi aura y me despojó la paz. No sabía qué responder, no lo conocía, cómo podía confesar un dolor tan imponente a otra persona. Estaba confundido, pero estaba desolado, sin embargo le expliqué al anciano cómo la mudanza de mi hijo a otro país había empañado mi mundo y le había quitado el color.
Me preguntó con mucho énfasis si él iría a una guerra, si pasaría hambre, dolor, incertidumbre o si había posibilidades de que el cayera en indigencia. Le respondí que no pues yo pagaba todo; sus estudios, su comida, su hospedaje y viviría con todas las comodidades; él sólo tenía el sueño de conocer el mundo por su cuenta, sin necesitar de mí con esa intensidad que lo hizo cuando le enseñé a sostener un cubierto, cuando cayó de boca por primera vez aprendiendo a caminar y rogaba permanecer en mis brazos.
Era el fin de una época para mí, era el fin del éxtasis que genera sentirse completo, era el dolor de la despedida de unos años de gloria, los años en los que vivió y creció conmigo. Ahora somos solo mi cámara y yo, agregué.
El señor un poco escéptico me dijo ¿Y eso qué? Yo estaba perplejo, sabía que era un error desahogarme con un extraño que jamás entenderá lo que yo siento. Me paré de la mesa lleno de furia, reajusté mi bolso a mi cuerpo y me dispuse a seguir mi camino. Ya la tormenta había empezado y ahora los truenos resonaban en los cielos y retumbaban en mis oídos. Pero nadie paraba de reír y disfrutar las veladas que ante mis ojos ocurrían.
Me gritó ¡Espera un momento! Y caminó con prisa hacia donde yo había avanzado. Se disculpó conmigo con una amable sonrisa que escondía un poco de picardía y que yo entendía como burla. Le excusé que no tenía caso seguir hablando y que me daba igual lo que había sucedido, a lo que me respondió ”Tus dolores son mis dolores, tus angustias son mis angustias, pero no permitiré que creas que el mundo se está acabando solo porque no consigas el camino para seguir”.
No entendía nada pero en ese momento sentí un dolor tan fuerte en mi pecho como una flecha atravesando mi corazón, caí de rodillas al suelo, apreté mis ojos con la fuerza que no sabía que tenía y las lágrimas empezaron a salir descontroladas, un grito ensordecedor escapó de lo más profundo de mi garganta y una mano cálida y arrulladora se posó sobre mi cabeza, era la mano del anciano.
Cuando abrí los ojos ya no estaba en esa elegante avenida llena de turistas y transeúntes. Estaba en la sala de espera de un hospital; era sucio y frío, no parecía cumplir con las pocas normas básicas de higiene que yo conocía. Sentado a mi lado estaba un niño blanco de ojos color miel con una franela enrollada en su mano, llena de sangre, me impacté y quise cambiar de lugar.
Caminé por un largo pasillo y los horrores acechaban por donde fuera que entraras. Mujeres embarazadas de pie retorciéndose de dolor, hombres con múltiples heridas tirados en el suelo, bebés llorando sin consuelo. Hasta que conseguí una puerta que parecía llevar a una habitación donde reinaba el silencio y sin dudarlo entré ahí.
Al pie de una cama se encontraba una señora muy mayor y muy delgada, no paraba de persignarse y susurrar oraciones mirando al cielo, sus manos arrugadas se apretaban la una a la otra con la fe de que serviría de trampolín para que sus oraciones fueran escuchadas. No pude evitar acercármele y le pregunté qué ocurría y por qué estaba ahí.
Un poco dispersa y desconectada del entorno pudo verme a los ojos y contarme que no sabe cómo llegó. Una pareja joven la dejó ahí porque se había desmayado en la calle según le contaron las enfermeras, y se escondía de los doctores para no ser revisada porque seguro la dejarían ahí más tiempo del que ella estaba dispuesta a pasar.
Su rostro empezó a perder luz cuando me dijo la razón por la que quería escapar: vivía sola con un nieto de 6 años que se podía preocupar al regresar de la escuela y no encontrarla. Y peor aún, no encontraría nada de comer pues ella se encargaba en ese momento de buscarlo en los restos que dejan los que tienen la dicha de comer fuera. Las lágrimas empezaron a salir de sus ojos, en un porcentaje de angustia y otro porcentaje de vergüenza.
No quería que la viera de esa manera, nadie quiere exhibir sus susceptibilidades, ella en ese momento sentía frío y sus ojos tenían ojeras tan oscuras que parecía que el fin del mundo fuese a iniciar en ellas, sus lágrimas brotaban y hundían su rostro como olas en una noche de tormenta y el peso del dolor no la dejaba moverse de su lugar, yo sólo era un extraño con el que se desahogaba y que de seguro nunca la entendería. No tenía nada que decirle más que levantarle el ánimo con palmadas amistosas y cualquier vaga expresión.
Saqué mi cámara y con su consentimiento retraté su momento de dolor, quise ayudarla pero entraron los doctores y no logró escapar de ellos. Me hicieron retirarme del lugar y entendí en ese instante que su día era más que oscuro, era negro, y ella más que sumergida en el dolor, era víctima de la verdadera miseria.
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muy bueno
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Gracias😃
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