La infancia más miserable y cómo Bukowski sobrevivió

in spanish •  7 years ago 

La primera cosa que recuerdo haberle oído decir a mi abuela fue: “¡Los enterraré a todos!”. Lo dijo por primera vez un día antes de la comida y luego lo repetiría muchas veces, siempre antes de que empezáramos a comer.
— Ham on Rye, Charles Bukowski

Un video circula en la red. Charles Bukowski se encuentra sentado junto a su pareja. Están hablando de la relación que tienen y ella dice que saldrá con otras personas y se quedará con ellas. De pronto el escritor explota en un arrebato de ira, le dice que es una perra y la patea; una actitud que nunca se debe permitir sin importar las circunstancias. Bukowski demostró ser una persona con un temperamento explosivo. Su actitud es producto de una vida llena de estragos y tragedias en la que comenzó como la víctima para después convertirse en el victimario. La obra de Bukowski es amplia, pero se pueden considerar sus poemas como la obra primaria, la consagración de su arte, pero en las novelas que escribió dejó un autorretrato peculiar.

En sus libros se puede entender quién es Charles Bukowski, desde su nacimiento hasta los últimos años de su vida. Todo comienza en “Ham on Rye” que fue traducido al español como “La senda del perdedor”, novela en la que Bukowski se pone en los zapatos de su álter ego, Henry Chinasky, y muestra lo que significa nacer hasta llegar a la adultez temprana. Imagino un Bukowski melancólico al escribir este libro, sangrando cada vez que tecleaba, pues seguro en él exorcizó a sus demonios, cosa que no es fácil para nadie.

El libro abre con el nacimiento de Henry, quien desde el principio entendió que era diferente. Lo primero que recuerda es estar debajo de una mesa, recargado en la pata de ésta y sintiendo alivio de encontrarse ahí, aunque nadie parece haber notado que él está ahí. Así continúa su infancia, la gente no lo nota, sólo sus padres cuando lo reprenden por cosas sin sentido. Un padre estricto y una madre fácil de manipular, la peor combinación. No pasó mucho tiempo antes de que la naturaleza paterna saliera y lo tumbara a golpes por cada pequeño error que cualquier niño cometería.

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“Era todo orejas, nariz, boca; no podía mirarle a los ojos, sólo era una cara enrojecida de ira. —Está bien, Henry. Entra en el baño. Entré y él cerró la puerta tras nosotros. Las paredes eran blancas. Había un espejo de baño y una pequeña ventana, con una cortinilla negra rota. Estaban la bañera y el retrete y los azulejos del suelo. Cogió la badana de cuero para afilar la navaja de afeitar que colgaba de un gancho. Iba a ser la primera de una serie incontable de palizas que se fueron haciendo más y más frecuentes. Siempre, me parecía a mí, sin una verdadera razón. —Bueno, bájate los pantalones. Me bajé los pantalones. —Bájate los calzoncillos.

Me los bajé. Entonces me atizó. El primer golpe me produjo más impresión que dolor. El segundo me hizo más daño. Cada golpe iba incrementando el dolor. Al principio yo era consciente de las paredes, la bañera, el retrete. Al final, no podía ver nada. Mientras me pegaba me insultaba, pero yo no podía entender las palabras. Pensé en sus rosas, en las rosas que cultivaba en el patio. Pensé en su automóvil en el garaje. Traté de no gritar. Sabía que si me ponía a gritar quizás parase, pero sabiéndolo, y sabiendo que él deseaba que me pusiera a gritar, me hacía el valiente y aguantaba. Se me saltaban las lágrimas de los ojos, pero permanecía en silencio.

Después de un rato todo se convirtió en un mareante remolino, en una vorágine donde sólo quedaba la posibilidad mortal de que no acabase nunca. Finalmente, como si me pusiera en marcha, comencé a sollozar, atragantándome con la baba salada que me corría por la garganta. Él se detuvo. Desapareció de allí. Comencé a visualizar de nuevo la pequeña ventana y el espejo. La badana de cuero colgaba de su gancho, larga, marrón y doblada. Yo no me podía agachar para subirme los calzoncillos y los pantalones, así que anduve hasta la puerta a duras penas con los pantalones alrededor de los tobillos. Abrí la puerta del baño y allí estaba mi madre, de pie en el salón.

—No ha estado bien —le dije—. ¿Por qué no me has ayudado?
—El padre —dijo ella— siempre tiene la razón”.

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La vida siguió para el niño atormentado. Estados Unidos podría haber ganado la Gran Guerra, pero eso no significó que todos los habitantes fueran ricos y poderosos. Bukowski vivió de forma precaria en una sociedad que poco se interesaba por los niños. En la escuela pasó desapercibido, pero cuando los niños comenzaron a descubrir el placer de la violencia, no tuvo otra opción que pelear. Justo cuando parecía que iba a ser respetado por su habilidad en el contacto físico, el acné llegó a su vida y otro tormento comenzó. Conocido por tener un rostro demacrado, muchos creen que era por el alcohol y el tabaco. La realidad es que el escritor tuvo un caso severo de acné durante la pubertad e hizo todo por terminar con el sufrimiento que eso implicaba. Asistió a una clínica gratuita en la que se le ponían cremas y practicaban tratamientos dolorosos, incluso agonizantes. Ahí, con la carga del mundo por los golpes que recibía en casa y en la escuela, el rostro mutilado por tratamientos químicos y el autoestima por el suelo, conoció a la primera mujer que parecía poner atención en su persona.

En una triste sala de hospital conoció a una enfermera que además de hablar con él, intentó ayudarlo con su problema facial. Eso marcó el inicio de una vida llena de dolor a causa del amor. Actuando sin saber qué hacer, el futuro escritor abrió su corazón pensando que tal vez sería correspondido. El libro habla de cierta intimidad entre la mujer y el niño que puede o no haber existido, eso sólo lo supieron ellos, pero lo que ese relato realmente muestra es la importancia que el amor tiene en la vida de Charles.

Esos son sólo los primeros años de vida de quien se convertiría en uno de los personajes más influyentes de la literatura contemporánea. Su vida fue registrada en tristes párrafos que expiden dolor y sufrimiento, pero también cierta esperanza, una luz al final del túnel que espera alcanzar la felicidad. No supo mejor, Bukowski ahogó sus demonios en alcohol y letras, por lo que muchos lo aman, por llevar un estilo de vida admirable desde la distancia, pero basta con leer sus textos a profundidad y entender la inmensa soledad de un hombre que buscaba amor, y que al encontrarlo, no supo qué hacer con él. Un perro corriendo detrás de un coche, al alcanzarlo solamente sabía atacar. Fue el instinto con el que creció, su protección y constante escudo ante la vida que no quiso darle lo que realmente necesitaba: un poco de amor.

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“Las perforaciones y drenajes continuaron durante semanas, pero con poco resultado. Cuando desaparecía un grano, aparecía otro. A menudo me plantaba solo frente al espejo, maravillándome de hasta qué punto podía afearse una persona. Miraba a mi cara con incredulidad, luego examinaba los granos de mi espalda. Estaba horrorizado. No era de extrañar que la gente mirara, no me extrañaba que dijeran cosas poco amables. No era un simple caso de acné juvenil. Eran unos granos inflamados, implacables, enormes e hinchados, repletos de pus. Me sentía aislado, como si hubieran elegido que yo fuera de ese modo”.

“No me interesaba la historia del mundo, sólo la mía. Vaya porquería. Tus padres controlaban los años de tu desarrollo jodiéndote todo el rato. Luego, cuando ya eras capaz de vivir por ti mismo, otros querían embutirte un uniforme para que te pudieran volar el culo. El vino sabía fenomenal. Llené otra vez el vaso”.

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