De Rayuela (1963) como libro sagrado

Rayuela (Julio Cortázar) es una de esas novelas que adquieren velozmente la categoría de novelas de culto. Desde su primera frase: “Encontraría a la maga...” Todo en ella invita al lector a sumergirse en el juego literario con toda la seriedad de un libro sagrado.

Rápidamente vamos junto a Horacio en pos de esa maga, que aunque nos muestre a un personaje elevado patriarcalmente a la condición de ser superior y misterioso (operación habitual en los procedimientos culturales falocéntricos, colocar a la mujer por encima -sagrada, pura, incomprensible- o por debajo del hombre -femme fatale, seductora implacable- , nunca a la par) junto a la cual se urde una historia de amor henchida de azar y por la que nos perdemos en los puentes y callejuelas de París.

Sus páginas muy de prisa nos sugieren leerla de las dos formas que admite la novela, pero no una vez, sino una y otra vez hasta quedar empapados del magma de misterio y encanto que la impregna, porque fácilmente el que lee participa íntima y amorosamente de las diferentes tesituras verbales de esta obra, de su tejido de historias, de la naturaleza disímil y compleja de sus personajes.

A todas las juventudes les habla Rayuela en su lenguaje en clave, lleno de poesía, de arte, de vida. Ya pasado el frenesí juvenil, Rayuela emerge de nuestro imaginario como un libro imprescindible, su “Del lado de acá” y su “Del lado de allá” nos hablan cercanamente de la experiencia del exilio, de la también compleja relación con la tierra natal, cualquiera que esta sea, pero sin embargo nuestros conflictos como latinoamericanos ubican la novela en un territorio cultural muy definido, en relación con esa metrópolis cultural que es, desde hace tanto, París.

A pesar de las décadas que ya han pasado desde su publicación, Rayuela preserva una magia, una frescura y una fuerza que exudan humanidad, sensibilidad, diversión. Leerla es aceptar un pacto de inmersión, en un territorio de palabras ganado ya para siempre por el encanto y la belleza.