En casa los muebles son más cómodos, las ventanas dejan fluctuar las cortinas como a las olas en el mar y las puertas se abren más lento, con amor y llenas de calor.

En el patio, el césped crece sin piedad donde las huellas podaban el camino del pasar, el columpio de madera sale de dos sogas en la rama gruesa de aquel árbol envejecido desde sus raíces hasta su corteza y balancea solo recuerdos aireados de una brisa en el verano de travesuras y risas. Alrededor de las rocas rayadas de infancia y con color se invade un riachuelo de insectos que vibran con el sol.

En el jardín de mi casa prosperan las flores de un jardín, de una doña que lo intentaba sin fin, lleno de niños corriendo alrededor, jugando y saltando detrás de un balón, algunas margaritas se ocultaban de horror. Embarrados del suelo en lluvia de monzón nos resbalamos tanto que se enmudecían los regaños de mamá.

En casa el susurro de los adultos y el aroma del café se siguen escuchando en mis tragos al saborearlo también. No son días, ni meses, son años y largos inviernos que pasan cuando creces.

En casa, el mantel de la cocina guarda las manchas de un desastre que siempre caía al comer y apoyarse, doblado y reguardado con ese olor viejo empapado. Había lugares de tan brillo impecable que se oxidaron de tiempo envueltas de rugosidades. En la nevera se congelan las memorias de aquellos helados caseros con sabores curiosos.

En casa el pasillo está limpio y extraña el polvo de los días que corrimos infinitamente a ver la TV, de aquellos episodios de caricaturas y películas que se escondían detrás de una caja y mamá nos prohibía de no hacer la tarea.

Los días en casa siempre son los más largos del mundo hasta que creces y no vives en ella, sigue siendo tu casa, pero los días se hace más cortos al visitarla, y aquellos besos de su dueña te duran más en el corazón.