Un lapicero, bolígrafo o pluma, yace sobre la mesa. Lo que tiene dentro es una esencia que perdura por algunos años, dependiendo de las condiciones a las que se expongan esas marcas que éste deja al ser arrastrado por superficies porosas y ásperas. Se trata de tecnología anticuada, aunque tampoco primitiva. La tinta, usualmente negra, es un consumible que proporciona al lapicero una utilidad tangible. Cuando no sirve para dejar marcas relativamente perennes, sirve para jugar con los dientes, para tamborilear sobre la mesa o las piernas, como asta sin bandera sobre la oreja, o en otros tiempos para regresar la cinta de un casette. Cuando la tinta se termina el lapicero prácticamente muere, aunque no está biológicamente vivo en realidad, pero viene a convertirse en basura. Son desechables.
Empuñado en la mano, derecha o izquierda, se le mueve y se le usa. El lapicero por sí sólo no hace nada, más que vomitar su tinta poco a poco, ni tan rápido ni tan lento. Es la mano que lo empuña, el cuerpo que mueve la mano, es la mente que coordina esa motricidad fina, lo que proporciona los símbolos e indirectamente las ideas que van con una intención voluntariosa y necia que insiste en darse a entender. Esos símbolos persistirán en lo que usualmente viene a ser el papel, aunque las intenciones del escritor no. Será el lector quien intente adivinar aquéllo que se ha querido expresar con esos símbolos, y en algo como una aporía de Zenón, habrá un salto entre el abismo infinito entre dos personas, en el que las intenciones originales podrán transferirse del autor al lector.
Los humanos estamos equipados con un cuerpo flexible y robusto, aunque frágil y especializado para no sobrevivir por sí sólo sino para depender de herramientas. Las ideas que aparecen a nuestra conciencia no las podemos persistir afuera de nosotros mismos si no utilizamos alguna herramienta. Existe la tradición oral, pero esta no perdura tanto ni escala como la tradición escrita. El lapicero viene a ser una de esas herramientas.
Pero para persistir ideas en papel y para leerlas, es necesario aprender a leer y a escribir. Conocimiento que antes estaba limitado a algunos privilegiados. Hoy en día hay menos y menos analfabetas.
Ahora que tenemos teclados, mecanografia y computadoras y dispositivos móviles con software y memoria digital, los lapiceros son técnicamente obsoletos, pero aún los usamos y aún proliferan en industrias necias como mercancias alienadas, ahora producidas principalmente por robots y que inundan los vertederos y luego océanos con plásticos percudidos.
Un detalle muy especial de un lapicero es que sus marcas no se pueden borrar, a diferencia de sus primos lejanos: los lápices. A veces un error hecho con un lapicero se resuelve con algo tan sencillo como tirar el papel a la basura. Pero muchas veces eso no es posible ya que no es eficiente tirar una hoja entera por un pequeño error. Es en esos momentos cuando vienen los tachones; negaciones ontológicas de nuestros errores o arrepentimientos. Pequeños agujeros negros que rompen la continuidad de los renglones, sumideros de símbolos deformados.
Hay veces en que, agobiados por su naturaleza, los lapiceros se suicidan, externando sus esencias profundas y negras en los bolsillos de sus portadores, como en acto de autoinmolación. Aunque es claro que esto se debe a condiciones físicas en las que la tinta sale por la gravedad y de algún modo la pérdida de presión en el tubo interno del lapicero, es algo que toma por sorpresa y coincide con días malos.
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