Sonaba la alarma de la madrugada, recordaba mi sueño, soñaba sobre un pequeño ciervo que pastaba con su madre, compartían felices hasta el momento en el que conocieron a la muerte, me espabilé, tenía cosas importantes que hacer hoy.
Suspiré profundamente y me miré los brazos llenos de raspones, pues no era fácil subir al techo de mi casa, pero en ese momento no importaba, pude haberme caído y roto algo, pero sería el menor de mis problemas.
Saco de mi bolso una silla plegable y una fría lata de cerveza, la brisa está muy buena, perfecta para contemplar el horizonte, pues tengo una buena vista del valle que me rodea frente al mar, desearía compartir el momento, pero no sera así.
Todos querían pasar sus últimos momentos como más querían, los ricos estaban en búnkeres abrazando sus posesiones, los delincuentes saqueando todo lo que podían, la gente normal abrazaba a su familia, encerradas en sus casas.
Saco otra lata, y pienso en las noticias de ayer, el fin del mundo había sido anunciado para el amanecer del día de hoy, la reportera solo pronunció el comunicado y el resto del día el canal solo emitió el video de algo que se aproximaba desde las entrañas del universo, directamente hacia nuestro planeta, junto a una cuenta regresiva.
El comunicado era global, tan real como aquél punto púrpura en el cielo de hace unas horas. Las vías se colapsaron, se cometieron homicidios en masa, gente que simplemente se suicidaba, como el infeliz conductor del camión de cervezas, por lo menos lo hizo al frente de mi casa.
Sentía que el ambiente a mi alrededor pesaba, como si cada centímetro de cuerpo era presionado contra mi silla, cada cierto tiempo una mujer gritaba de angustia, erizando cada uno de mis pelos, algún niño lloraba por su vida, “no quiero morir”, gritaba.
Yo saqué mi última cerveza, siempre he pensado que el cielo más hermoso es aquél claroscuro, justo antes del amanecer, pero hoy es incluso mejor, el cielo de la madrugada se ha teñido de púrpura y junto a ese tranquilo y calmo color se acerca el fin del mundo.
Allá, en la línea del horizonte, justo por encima del mar, se asomaban titánicos pilares parecidos a tentáculos que se movían incesantemente de un lado a otro.
Los gritos de las personas se hacían más fuertes, los niños estaban privados en llanto.
La tierra empezaba a temblar, cada vez más brusco y de lo profundo del mundo se escuchaba un aullido, parecido a mil trompetas tocadas al unísono, el planeta se comportaba como una criatura arrinconada con conocimiento total de su destino final.
Tal conmoción despertó a mi hijo, a quien esperaba a que el final le llegaría en sueños y no en un caos, lleno de miedo, atormentado de gritos y dolor. El pequeño se despertó y corrió curioso a la playa, al otro lado de la calle, yo me bajé del techo y fui a él corriendo.
La tierra tembló por última vez, sabía que no había escapatoria a su destino. Mi hijo, parado sobre pequeñas rocas por encima de la playa me preguntó que pasaba, le dije que tomaríamos un viaje sorpresa a donde está mamá.
Los pilares se hacían cada vez más grandes, y se asomaban junto con el sol, pensaba que mi hijo tendría miedo, como yo, pero él, con los ojos bañados en lágrimas, luego de decirme que la vista era hermosa, me dijo:
-“Extraño a mamá”
Y así miramos nuestro último amanecer.
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