En 1973 me casé con un bomboncito, una tetona rubia de autoctonía paramera. O sea con culo de tabla o mejor aún, casi sin con qué sentarse. Fuimos muy felices hasta que mi mujer se dio a la tarea de buscar y encontrar a mi mejor alumna de Cálculo 20. Debo de reconocer que Maigualida, mi catira de los Andes, tenía dotes detectivescas indiscutibles. También es que todas las mujeres tienen como un séptimo sentido para descubrir esas cosas.
Es que se fue caminando desde Mérida hasta La Fría preguntando de casa en casa, para hablar con el padre de Formosina. El papá de Formosina era violinista de calle. Con él y la de Formosa hicimos un trío musical que se llamaba Los Ranchos, pues para ese entonces se me daba bastante el toque de la guitarra española. Ella cantaba como una mezzosoprano y nosotros la acompañábamos desgarrando el silencio de la noche por todas las placitas y esquinas de La Fría.
El asunto es que yo, como todo hombre, no me di cuenta hasta que una tarde, no supe como, estaba en el baño de casa, y mis tetonas estaban discutiendo acaloradamente ahí conmigo al arrullo de la ducha.
Era algo como surrealista. Yo me quería salir del baño porque eso tenía a todas luces la pinta de teñirse de sangre (la mía). Pero como en la película de Buñuel, no se me ocurría cómo escapar de ahí.
Maigualida acusaba a Formosina de tetona robamaridos. La de Formosa la tildaba de sincárica sincúlica. Y decía que yo (pero si yo no tenía arte ni parte de vela en ese entierro) la había hecho creer que era soltero y sin más compromiso que con ella misma.
Maigualida salió de la ducha desnuda y húmeda. Ahí casi se agarran de las mechas. De pronto Formosina se había sacado la franela y se medían el busto. Formosina era ligeramente más oscura de piel pero mejor en cadera y culo. Maigualida, más clara de piel y bastante mayor con las madres tetas caídas. De ser juez hubiese declarado tablas, no por lo del culo, sino de empate.
Aaaah, que gusto saber que esas dos hermosas diosas de la lactancia mamiferesca, se disputaban con tal saña a este insignificante producto para el sano disfrute de las damiselas encantadoras.
Como suele suceder, luego de tan afanosos procederes por tan sentidos celos y sentimientos encontrados de posesión sobre la pertenencia de mi persona, que llegaban casi a la locura y a la verborrea de lo abyecto peor en los gustos literarios, ambas bellezas optaron por hacerme a un lado aplicándome el frío látigo de la indiferencia.
No hubo manera. Por más que supliqué de rodillas a esas tetonas iracundas, ninguna volvió jamás a hacerme caso.
Entonces me conformé con Yuly, que por suerte aún no había sido detectada por ninguna de esas furias divinas, y que trabajaba para ese entonces en el Almacén Japonés de la calle 24.
Como también suele suceder, Yuly resultó ser otra tetona furiosa cuando me descubrió a Jaracanda, también de busto prominente, y que trabajaba en La Casa Japonesa, también en la 24 y competencia del Almacén de Yuly. Pero esa es otra historia.
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