Dos
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Jean era enfermera titulada y se dedicaba esencialmente a cuidar viejitos y viejitas
con enfermedades terminales. Era amorosa y genuinamente profesional en el trato
de estos pacientes. También lo era con su esposo, y aunque notaba su
comportamiento ahora más bien “lejano” en la intimidad, lo atribuía a las
consecuencias de lo que consideró una mala decisión.
Thomas había decidido dejar su trabajo en la compañía de seguros y dedicarse de
cabeza a la literatura. Ella lo había apoyado, pero estaba consciente del riesgo.
Para ella, profana de la lectura, era igual que su marido hubiera decidido volverse
estrella de rock. Para ella el asunto del éxito en la literatura era dependiente de los
caprichos de la gente y peor aún del azar.
Había intentado la publicación de un par de relatos cortos de terror. La editorial los
rechazó pero lo alentó a seguir probando suerte, mejor quizás con una novela.
A ella le gustaron, pero qué sabía de cuentos de terror. No la asustaron, pero le
gustaron, le había dicho con honestidad.
La economía todavía no la preocupaba demasiado. Thomas tenía sus
prestaciones y ella había ahorrado buen dinero pues trabajaba desde antes de
casarse. El costo de una enfermera para cuidar pacientes comatosos, con
Parkinson, Alzheimer, cáncer terminal, era alto. Y el trabajo duro. Muchas veces
pasaba semanas sin regresar a casa. Jean era buena y nunca se alegraba el
terminar un trabajo, pues siempre coincidía con la muerte del paciente.
A veces Thom le decía que ella era la compañera de la muerte, que a lo mejor
terminaba escribiendo su novela de terror inspirándose en sus experiencias. Se
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reían de la ocurrencia, pero ella la había considerado secretamente como una
posibilidad. Por eso es que había escrito en sus ratos de ocio un registro detallado
de todos los pacientes que había acompañado hasta la muerte. También por eso
fue que descubrió un raro comportamiento llamado “el mejorar de la muerte” por
los entendidos de la psiquiatría. En realidad se lo había dicho el reverendo Taylor,
su confesor y el único a quien había hablado del asunto. El reverendo Taylor había
sido asesor en el Instituto Mental de Maine antes de ser reverendo.
Taylor le había explicado en el confesionario que cuando el cuerpo del paciente
aceptaba la muerte inminente y decidía no prolongar la agonía, juntaba todas las
energías de reserva y las gastaba en un último estertor. El paciente despertaba un
día, de buen humor, y hasta hablaba con lucidez. Daba una falsa impresión de
mejoría y al poco moría sin sufrimiento. Un curioso mecanismo de defensa del
organismo para inhibir el dolor. Esa era la posición del reverendo. Pero no era
precisamente eso lo que inquietaba a Jean al releer sus registros.
De pronto, en medio de sus reflexiones, Jean se dio cuenta de que ese tipo de
experiencias eran difíciles de ser consideradas por la ciencia psiquiátrica, además
que era un detalle casual el que la había perturbado profundamente.
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