El drama de Casimiro Mena, quien fue mensajero de la firma Hernando Trujillo hasta antes de su liquidación.
La semana que pasó estuvo llena de disímiles noticias que es posible “coser”: La liquidación de la tradicional firma de confecciones Hernando Trujillo; la presentación del libro sobre drogas del expresidente Samper, en el que cuestiona la política de criminalización y apoya las campañas preventivas de educación; el trabajo de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz; la campaña de la Alcaldía de Bogotá para tratar la adicción de los habitantes de la Calle del Bronx, y una que tiene que ver con todas ellas y fue totalmente desconocida. Es la historia de un milagro, de una utopía, de aquellas que merecen ser contadas para orgullo de este país y para hacer ver que en medio de tantos problemas y dificultades, tenemos gente maravillosa que anónimamente hace su trabajo de manera magistral y que con ello derrota la muerte y la desesperanza.
El protagonista de esta historia es Casimiro Mena, un exindigente y drogadicto que trabajó como mensajero en la empresa Hernando Trujillo hasta antes de su liquidación. Durante 17 años fue habitante de la calle, dormía bajo los puentes, en el Cartucho y en la “L” o zona del Bronx. Consumía de todo: marihuana, perico, pastillas, hongos y especialmente bazuco. No se bañaba, se alimentaba de restos de comida que recogía en la basura. Nunca robó porque la droga lo tenía tan mal, que ni siquiera servía para robar, como tampoco le dejaba correr para salvarse cuando llegaban los grupos de “limpieza social” en sus enormes camionetas, desde donde disparaban segando las vidas a decenas de indigentes que caían uno a uno.
Pero así como se salvó de morir en tantas masacres urbanas, su último milagro fue hace pocos días. Esta vez, en lugar de caer por las balas disparadas por un adicto a la muerte, fue un cirujano quien le dio vida. El hombre tomó en sus manos el corazón de Casimiro y lo reparó. Como un sastre, cortó y cosió sus arterias. Tomó de sus piernas y brazos pedazos de venas con los que reemplazó las partes dañadas y, tras siete horas de trabajo magistral, le restauró el corazón y la vida.
El doctor, de apellido Díaz, es el maravilloso cirujano cardiovascular de la Clínica Marly, donde fue a parar Casimiro tras su segundo infarto. Allí estuvo en Cuidados Intensivos durante una semana. Las enfermeras se esmeraron en atenderlo y consentirlo con el mayor sentido de humanidad y compromiso. El primer infarto fue atendido en la Clínica Fundadores, donde le hicieron un cateterismo y también lo trataron con esmero. En las dos clínicas, el personal se preguntaba por qué casi nadie iba a visitarlo. Sabían que venía remitido de la Clínica siquiátrica La Paz, donde estaba internado por problemas de drogadicción. Cuando se enteraron, de boca de aquel dócil paciente de piel morena, dentadura postiza y pies maltratados, de que era un hombre sin familia, cuya historia se remonta al bazuco y a la calle, decidieron tenerle la mayor consideración y cariño.
A la Clínica La Paz llegó luego de recaer en la droga, pues al lado de la empresa donde trabajaba montaron otra olla de expendio. Es importante mencionar que el tratamiento de desintoxicación de esta clínica, cuyas instalaciones son un verde oasis en la zona industrial, desarrollado por el mejor equipo de profesionales de siquiatría, así como el de la Clínica Fundadores y el último de la Marly, fue cubierto ciento por ciento por la EPS Famisanar – Médicos Asociados, aprobación de servicios que merece el mayor reconocimiento, admiración y gratitud.
Luis Fernando Trujillo era el gerente de la empresa Hernando Trujillo que en el año 2003 le dio empleo a Casimiro como mensajero. Venía de ser vendedor ambulante de estuches de discos en la calle, pero la Policía le decomisaba siempre la mercancía y además de perder el dinero, se le iban también las ganas de seguir adelante. Había laborado antes como mensajero (privado) de una asesora del Ministro del Interior que luego fue del Alto Comisionado para la Paz. Con ella empezó a trabajar después de salir de un primer programa de desintoxicación que tenía la Alcaldía de Bogotá, al que ingresó en el año 2000. Por eso pasó de indigente a “mensajero del Palacio Presidencial” y se hizo famoso. Su historia salió en El Espectador e incluso Darío Arizmendi lo entrevistó, pero lo más insólito vendría después.
Durante el tiempo que trabajó en la empresa Hernando Trujillo, Casimiro validó bachillerato y estudió la carrera técnica de comercio exterior. Hacía los mandados, llevaba cheques, aseaba la entrada del almacén principal de la fábrica e incluso llegó a gestionar registros de comercio exterior. El gerente, que a sabiendas de su historia lo contrató, fue quien transformó el arte sartorial de su padre en una gran empresa empleadora de cientos de personas. Años atrás también fue sometido a una cirugía del corazón. Eso fue lo primero que pensó Casimiro cuando le notificaron la necesidad de una operación de corazón abierto. Iba a tener la misma cirugía de quien fue su empleador. A los dos los salvó la prodigiosa medicina colombiana. Al primero le dio por la adicción a la droga y al otro, por el exceso de trabajo, de angustias, de responsabilidades y estrés que hoy concluyen con la liquidación de la empresa y el desempleo de Casimiro.
Ojalá estas líneas sirvan para que Casimiro vuelva a encontrar otro gerente que le dé la mano y muchos más que empleen a tantas costureras y operarias de Hernando Trujillo que quedaron sin trabajo. Este país necesita importar menos y valorar más la producción nacional. También, que en lugar de llevar a la cárcel a los drogadictos, donde seguramente habría muerto Casimiro, ellos sean tratados en centros de desintoxicación. Y educar en prevención… en prevención a las drogas y a la maldad, para que cada vez haya menos adictos como menos personas adictas a matar. Que en su lugar tengamos más mensajeros eficientes y luchadores, sastres y costureras de perennes vestidos, gerentes bondadosos, buenas EPS, humanas enfermeras y prodigiosos cirujanos del corazón.
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