Teníamos en mente varios sitios a los que podíamos ir, pero el ganador final fue el mirador de la Cota mil, por ser un lugar tranquilo en el cual se puede pasar un tiempo de calidad, ya sea sólo o en pareja, además, tiene un bonito paisaje.

Así que nos pusimos manos a la obra, me puse lo primero que encontré –ella no, ella si duró mucho tiempo escogiendo la ropa- y salimos. Después de probar la cámara y sus diferentes funcionalidades, empezamos a caminar por el lugar. Fue en ese momento en que me di cuenta que, a lo lejos, un quiosco me estaba llamando, así que decidí acercarme a ver qué era lo que pasaba. Al llegar a él, nos dimos cuenta de que no era el quiosco el que llamaba, en realidad era un pedazo de torta de chocolate que me estaba pidiendo a gritos que lo hiciera mío (bastante romántica la cosa), y como yo soy una buena persona que me gusta complacer a lo demás, no tuve más remedio que comprarla, se los juro que no quería hacerlo, pero ni modo, fue una obligación moral (todo esto para no aceptar que soy un gordito feliz).

Entre risas e historias se pasó el día, la noche llegó y ya era hora de irnos, de volver a la rutina. Con mucho dolor abandonamos el lugar, todavía puedo escuchar a la torta llamándome, pero más pronto que tarde regresaré por ella, eso no lo duden.