Aquella tarde Sofía retornaba a casa por la misma ruta que siguió en la mañana para llegar a la escuela. Ahora andaba en orden inverso por los mismos caminos, esquinas, pasillos y bulevares que ocho horas atrás recorriera con su pesada mochila bien sujeta en la espalda, sus dos crinejas largas balanceándose sobre los hombros y una pequeña vara de madera en la mano que lo mismo le servía para batirse en franco duelo con los árboles y las verjas que se cruzaban en su camino que para practicar viejas técnicas gitanas de malabarismos. Su mirada saltaba de aquí para allá, de arriba abajo, demasiado paloma para avistar la sombra que la seguía a una distancia prudencial desde hacía varias cuadras. La sombra avanzaba rauda, se ocultaba detrás de un carro, pasaba entre tres peatones distraídos, detenía el paso cuando se aproximaba más de la cuenta a la niña, jadeaba un poco y luego lo apuraba cuando comenzaba a perderla de vista.
No pasó mucho tiempo para que Sofía descubriera que algo la estaba siguiendo. Sin detenerse, súbitamente volteó hacia atrás, sorprendiendo al manso perseguidor. Era un perrito peludo, callejero, tan sucio y flaco como encantador. Este miró fijamente a Sofía, la cual le respondió ataviando el rostro con una sonrisa. Un breve gesto de la mano fue suficiente para que el perro siguiera a la niña, dando cabriolas, moviendo el rabo, la lengua afuera y los ojos muy abiertos. La niña se detenía de cuando en cuando para acariciar el pelaje hirsuto del perro, al tiempo que le decía: lindo perrito, te llevaré a mi casa... Ahí te daré de comer... Seremos buenos amigos”.
Faltaba poco para llegar a casa. Apenas algunas cuadras más de jugueteos, de brincos, de carreras cortas, de risas, caricias, y ladridos, de amor a primera vista. “Papá no querrá que te lleve a vivir con nosotros, perrito”, le dijo ella. “Él nunca me deja hacer las cosas que quiero. Pero contigo será diferente: te pasaré escondido a la casa... Nadie tiene que enterarse que estás ahí, ni siquiera mis hermanas, pues ellas siempre terminan acusándome con papá por lo que hago y por lo que no hago”.
Sofía abrió la puerta con mucho cuidado, metiendo con suavidad la llave en la cerradura. Pasó primero la cabeza por la rendija, y comprobó que no había nadie en casa. Una amplia sonrisa inundó su rostro, al tiempo que le hacía señas al perro para que pasara al interior de la casa. “Entra, perrito”, le dijo ella, “que este va a ser tu nuevo hogar”. Como una saeta pasó el perro al interior de la sala, conociendo aquel nuevo universo de olores, rastreando todas las esquinas con su nariz curiosa e indiscreta. “Pórtate bien, cachorrito... No dañes nada ni te hagas en el piso, que mamá nos matará si llegas a orinarle la alfombra”.
Con un suculento plato de jamón y queso picado en cuadritos, un poco de arroz que sobró del almuerzo y una lata de atún, Sofía le dio la bienvenida a su nuevo amigo al hogar. Este saltaba de contento al sentir el olor de la comida, daba vueltas sobre sí, se levantaba en dos patas y ladraba como haciendo algún discurso de agradecimiento. Sin embargo, más tiempo tardó la niña en poner la comida en el plato que el perro en sorberla, apenas masticándola, dándole rienda suelta a su hambre ancestral. Al acabarse el alimento, no quedaba más que sacarle los sabores ocultos al plato a fuerza de voraces lengüetazos sucesivos. “Así me gusta, perrito –le dijo Sofía–; comé bien para que te pongas grande y bonito, porque pareces un fantasmita... Dentro de un rato te daré un poco más...”.
Unos sonidos provenientes de la puerta le indicaron a Sofía que alguien llegaba a casa. Rápidamente tomó al perro por el cuello, le hizo una seña de silencio y lo llevó a empujones hasta su habitación. Una vez ahí lo soltó en el interior, y le dijo que se quedara tranquilo, que ella iría a ver quién llegó y que volvería muy pronto para estar con él. Sin más, cerró la puerta del cuarto y se encaminó hasta la sala. Su hermana mayor acababa de entrar.
“Sofía... ¿Qué hace ese plato tirado en medio de la sala?”, dijo la hermana por todo saludo. La niña no respondió nada. Se quedó de pie, con las manos tras la espalda, el rostro contraído y una sonrisa nerviosa en los labios. Un aullido lastimero proveniente del cuarto de la niña interrumpió la escena. El perro continuó aullando y aullando, al tiempo que raspaba con sus patas la puerta cerrada, en un intento desesperado por forzarse la libertad. “¿Qué tienes encerrado en tu cuarto, Sofía? Preguntó la hermana. ¿Tienes un perro ahí?” Sofía no mintió: “Sí, Marta... Es un Precioso cachorrito que me encontré en la calle... ¿No le dirás a papá, verdad?” “Pero tú estás loca, niña –dijo Marta–. ¿Cómo se te ocurre traer un perro a vivir aquí? ¿Y además pretendes que papá no se dé cuenta? ¿Cómo harás para mantenerlo en secreto? Escúchalo, Sofía, está llorando... Vamos, deja salir al perro de tu cuarto, que seguro no le gusta estar encerrado...”.
Veloz salió el perro del cuarto apenas la niña abrió la puerta. Se acercó con el rabo metido entre las piernas a Marta, olisqueó un poco sus zapatos y luego miró a Sofía con desconcierto. “Pero qué bonito perro encontraste, Sofía –dijo Marta–. Está en el hueso, y parece que tiene sarna...”. La niña se acercó al perro y tomó su cabeza entre las manos. “¡Míralo, Marta! –Dijo la niña– ¿No es la cosa más linda que hayas visto en la vida? Tenía mucha hambre y le di de comer, tenía sed y le di agua, estaba solo y le di mi cariño. ¿Qué hay de malo en eso? ¿Por qué no puedo quedármelo? Yo lo cuidaré... Le procuraré todo lo que necesita...”.
Soltándose de las caricias de la niña, el perro echó una última oteada a la casa y se enrumbó hasta la puerta de salida, la cual estaba cerrada. Después de mirarla por unos segundos, comenzó a arañarla con las patas delanteras una y otra vez, al tiempo que lanzaba aullidos tristes y penetrantes. Marta miró a su hermana menor, le acarició la cabeza, y solo cuando vio que dos gruesas lágrimas brotaban de los ojos de la pequeña, le susurró: “Sofía... No puedes comprar la libertad de ese cachorrito a cambio de comida. La libertad es mucho más que eso... Para él, ser libre lo es todo. Si lo sacas de las calles, del lugar adonde pertenece, no le estarás haciendo ningún bien, sino todo lo contrario. Lo estarás dañando, porque le habrás robado la caminata nocturna bajo la luna y las estrellas, el beber agua de un charco cuando le apriete la sed, el pelearse con otros perros por el fugaz amor de una perrita, la inigualable alegría de encontrar algo de comida en cualquier rincón, la gloria de no ser de ningún lugar, de dormir cuando y donde le dé sueño, de hacer lo que le pida el cuerpo, sin horarios, sin represiones, sin nadie que le reproche ni le apruebe su modo único de vivir... Le estarías robando la libertad a cambio de simples migajas... Si lo quieres tanto como para llorar por él, Sofía, entonces no le quites lo único que el pobre perrito tiene...”.
Sofía lloraba abiertamente. Se acercó al perro –que no había dejado de raspar la puerta con sus patas y aullar– y le susurró que solo podía pedirle a Dios por él, para que le fuera bien, y pudiera ser feliz cada día y cada noche... Que nunca le olvidaría, que por siempre sería su amiga, estuviera donde estuviera, pues su recuerdo lo llevaría bien guardado en su corazón... Sofía acompañó al perro hasta la entrada del edificio, y ahí le dio su último adiós. El perro volteó a mirarla, batió suavemente el rabo, y se lanzó en un trotecito desentendido surcando una jungla de calles, casas, autos y personas, y ella lo miró alejarse, llorando aún, despidiéndose con la mano de un futuro que pudo haber sido y no fue.
Relato propio.
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