Los hongos visionarios y sus referentes culturales (1/4)
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El término anglosajón «liberty cap» no sólo se utiliza para referirse al Psilocybe semilanceata, sino también al tipo de gorro que llevan los pitufos. Conocido igualmente como «gorro frigio», sirvió de atuendo a los esclavos romanos emancipados como símbolo de su nueva libertad. Es a su vez uno de los atributos del dios Mitra en el mitraísmo, cultura sobre la que se edificó el cristianismo. A menudo se representa en lo alto de una lanza con evidentes connotaciones fúngicas y, como tal, ha sido retratado en textos alquímicos y cientos de escudos heráldicos a través de los siglos, incluso en la simbología masónica. Durante la Independencia de Estados Unidos y la Revolución francesa fue adoptado como símbolo de la libertad. Todavía aparece en muchas banderas nacionales, dentro y fuera de Estados Unidos, donde podemos encontrarlo incluso en el escudo del ejército, que afirma con orgullo: «esto defenderemos».
En Alicia en el país de las maravillas (1865), Lewis Carroll describe los efectos cognitivos de los hongos: deformaciones somestésicas, macropsia, micropsia y alteraciones fantásticas de la imagen corporal experimentadas por la niña después de ingerir trozos de una enorme seta sobre la que reposa una gran oruga que fuma plácidamente en una pipa de agua, entre muchos otros referentes psiconáuticos. Hoy en día siguen apareciendo versiones de la obra en los más diversos lenguajes artísticos.
Ya en los orígenes del cine encontramos setas gigantes que cambian de tamaño, habitadas por mágicos seres, en Le voyage dans la lune (Viaje a la luna), dirigida en 1902 por Georges Méliès.
A finales de los años treinta, algunos investigadores americanos, como Reko, Weitlaner y Johnson, confirmaron que los nativos de ciertas zonas recónditas del sur de México aún ingerían setas con propósitos mágicos. En los cuarenta, el etnobotánico Richard Evans Schultes atrajo de nuevo la atención sobre el teonanácatl. Oakes Ames, director del Museo Botánico de Harvard, había influido en sus investigaciones de estudiante con el uso ritual de peyote por los kiowa de Oklahoma y con su descubrimiento de la identidad perdida de especies mexicanas alucinógenas como el teonanácatl y el ololiuqui. Motivado por la lectura de las crónicas del siglo XVI, Schultes realizó su investigación de doctorado sobre los aspectos económicos de la flora del nordeste de Oaxaca.
Posteriormente, el banquero estadounidense Robert Gordon Wasson y su esposa Valentina Pavlovna, considerados los padres de la etnomicología, decidieron recabar todo lo que pudieran sobre las setas, para esclarecer el colapso entre la tradición micófoba de él y la cultura micófila de ella. Esta labor, ejercida durante su tiempo libre, les condujo a un incansable viaje de treinta años en el que rastrearon canciones populares y etimologías de palabras. Robert Graves envió a los Wasson un recorte de prensa en el que se mencionaba un artículo de Schultes sobre rituales con hongos en un pequeño pueblo de Oaxaca. Tras varios intentos frustrados, el 29 de junio de 1955, Wasson asistió a una velada con la célebre curandera María Sabina, desvelando al entendimiento de un occidental la realidad de las experiencias fúngicas. En sus posteriores trabajos tras el árbol del conocimiento, el matrimonio investigó todos los rastros del uso de enteógenos en diversas religiones de Europa, Asia y América. Se pueden inspeccionar sus hallazgos, entre otros libros, en El hongo maravilloso: teonanácatl, así como en Mushrooms, Russia and History, la obra clásica de la etnomicología. En La última cena de Buda, Wasson estudia la relación de un posible hongo psicoactivo con los orígenes del budismo.
«Otro fenómeno que cautivó nuestra atención es que desde las épocas más remotas los hongos silvestres aparecen rodeados del aura sobrenatural que los antropólogos llaman maná. Incluso el nombre en inglés de tales hongos, toadstool (literalmente asiento de sapo), significó quizás originalmente demonic stool (asiento del demonio) y se aplicó en concreto a un hongo alucinante de Europa. En la Grecia y Roma antiguas se creía que ciertas variedades eran procreadas por el rayo. Nuestras investigaciones acerca de este mito, carente de toda base científica, demostraron que tiene aún creyentes entre los pobladores de países separados entre sí por grandes distancias, como los beduinos, hindúes, persas y pamirios, tibetanos, chinos, filipinos, maorís de Nueva Zelanda y hasta zapotecos mexicanos… Este cúmulo de pruebas nos llevó hace muchos años a formular una premisa audaz: quizás en tiempos prehistóricos remotos nuestros antepasados hayan adorado un hongo divino, lo que explicaría la aureola de poder sobrenatural que parece envolver al hongo. Nosotros fuimos los primeros en exponer la hipótesis de la existencia de un hongo divino en la cultura primigenia de Europa, y esta conjetura, a su vez, planteó otra interrogación: ¿Qué clase de hongo adoraron aquellos pueblos y por qué?
»Nuestra hipótesis no resultó demasiado desacertada. En Siberia existen seis pueblos primitivos (tanto que los antropólogos los consideran reliquias de museo, ideales para el estudio de la cultura primitiva) que celebran ritos mágicos con hongos alucinantes. Los dayacas de Borneo y los aborígenes del monte Hagen de Nueva Guinea emplean unos hongos similares. En China y Japón, según una antigua tradición, hay un hongo divino «de la inmortalidad»; y en la India, conforme a cierta escuela, después de comer hongos en su última cena, Buda se sumió inmediatamente en el Nirvana» (Wasson, R. G. 1957. En busca del hongo mágico. Life en español. 3 de junio. Disponible en: http://www.imaginaria.org/wasson/wasson.htm).
Entre los testimonios arqueológicos de los Wasson destacan el descubrimiento de la escultura del «príncipe de las flores embriagantes», Xochipilli, o los frescos de Teotihuacán, en el alto valle de México, que representan al hongo cerca de Tlaloc, divinidad del rayo y de las aguas, donde los sombreretes de los hongos se sucedían, simbolizados con dos círculos concéntricos, a lo largo de un arroyo. Su nombre en náhuatl, apipiltzin o «pequeños hijos de las aguas», relaciona a los hongos con el dios de las lluvias. En la lengua matlatzinca se les conoce como ne-to-chu-táta, «queridos dioses pequeños», y en mazateco, ndxjitjo, «aquello que hace brotar».
Para los mazatecos, estas setas constituyen símbolos de un misticismo especial que las convierte en objetos adorables a la vez que temidos. Creen que brotan milagrosamente, enviadas desde extraños dominios por medio de los truenos. En palabras de María Sabina, la sabia mazateca más conocida:
«Hay un mundo más allá del nuestro, un mundo lejano, cercano e invisible. Ahí vive Dios, viven la muerte, los espíritus y los santos; es un mundo donde todo ha sucedido y todo se sabe. Ese mundo habla, tiene un lenguaje propio. Yo repito lo que me dice. Los hongos sagrados me llevan y me traen al mundo donde todo se sabe. Son ellos, los hongos sagrados, los que hablan en una forma que yo puedo entender. Yo les pregunto y ellos me responden. Cuando regreso del viaje, digo lo que ellos me han dicho, me han mostrado» (Schultes y Hofmann, op. cit., p. 156.).
Diana Profilio, acrílico sobre lienzo.
El micólogo Roger Heim, director del Laboratorio de Criptogamia del Museo de Historia Natural de París, después de probar los hongos sagrados con Wasson, consiguió identificarlos y clasificarlos botánicamente. Tras infructuosos intentos por aislar los principios activos, envió una muestra a los laboratorios de Sandoz, en Basilea, donde trabajaba Albert Hofmann, descubridor de la LSD, que aceptó el encargo y probó en carne propia sus efectos. Así relataba su primera experiencia, con treinta y dos especímenes secos de Psilocybe mexicana (2,4 gramos):
«Después de media hora el mundo exterior comenzó a transformarse de modo peregrino. Todo adquirió un carácter mexicano. Como yo era plenamente consciente de que podía fantasear estas escenas mexicanas debido a mi conocimiento del origen mexicano de las setas, intenté conscientemente ver mi medio ambiente tal cual lo conocía de todos los días. Pero todos mis esfuerzos por ver las cosas con sus formas y colores habituales fracasaron. Con los ojos abiertos o cerrados veía únicamente motivos y colores indígenas. Cuando el médico que controlaba el ensayo se inclinó por encima de mí para medir la presión sanguínea, se convirtió en un inmolador azteca, y no me habría sorprendido de que blandiera un cuchillo de obsidiana. Pese a la seriedad de la situación me divirtió ver que la cara teutónica de mi colega había adquirido una expresión netamente india. En el punto álgido de la embriaguez, unos noventa minutos tras la ingestión de las setas, el aflujo de las imágenes internas —en general eran motivos abstractos de forma y color rápidamente cambiantes— se hizo tan enorme, que temí ser arrastrado a ese vórtice de formas y colores y disolverme en él. El sueño finalizó unas horas más tarde. Subjetivamente no podría haber indicado cuánto había durado este estado vivido de modo totalmente atemporal. Sentí el reingreso a la realidad acostumbrada como un retorno feliz de un mundo extraño, vivido totalmente como real, al viejo hogar familiar» (Hofmann, A. 1980. LSD. Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo. Barcelona: Gedisa, p. 129-130).
Posteriormente, otra nueva hornada de etnomicólogos, entre los que se encontraban Jonathan Ott, Jeremy Bigwood, Andrew Weil, Jochen Gartz, Giorgio Samorini o Paul Stamets, continuaron desentrañando el misterio que rodeaba a los hongos visionarios. Otro entusiasta de ese «mundo donde todo se sabe» fue el poeta británico Robert Graves, que conocía estos hongos desde su infancia en Gales y especuló sobre su influencia en la religión griega arcaica y la precolombina. En el prólogo de su edición revisada de Los mitos griegos, en 1960, escribía:
«Yo mismo he comido el hongo alucinante llamado psilocybe, una ambrosía divina utilizada por los indios mazatecas de la provincia de Oaxaca, en México; he oído a la sacerdotisa invocar a Tlaloc, el dios de los hongos, y he visto visiones transcendentales. Por este motivo convengo totalmente con R. Gordon Wasson, el descubridor americano de este rito antiguo, en que las ideas europeas acerca del cielo y el infierno pueden muy bien haberse derivado de misterios análogos. Tlaloc fue engendrado por el rayo; también lo fue Dioniso; y en el folklore griego, como en el mazateca, también lo son todos los hongos, llamados proverbialmente «alimento de los dioses» en ambos idiomas. Tlaloc llevaba una corona de serpientes, y Dioniso también. Tlaloc tenía un refugio bajo el agua, y también lo tenía Dioniso. La costumbre salvaje de las Ménades de arrancar las cabezas de sus víctimas podría referirse alegóricamente al desgarramiento de la cabeza del hongo sagrado, pues en México jamás se come el tallo. Leemos que Perseo, un rey sagrado de Argos, se convirtió al culto de Dioniso y dio a Micenas ese nombre por un hongo que encontró en aquel lugar y que al arrancarlo descubrió una corriente de agua. El emblema de Tlaloc era un sapo igual que el de Argos; y de la boca del sapo de Tlaloc en el fresco de Tempentitla brota una corriente de agua. ¿Pero en qué época estuvieron en contacto las culturas europea y la de América Central?».
Robert Graves pertenecía a la generación beat, grupo de jóvenes escritores estadounidenses de los años cincuenta que empezaron a interesarse por la filosofía oriental y la ecología. Rendidos a los ácidos y a los hongos psicotrópicos, escritores y artistas como Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Timothy Leary, Aldous Huxley y William Burroughs, entre otros, conformaron la base de una contracultura sumergida en la psicodelia, germen de cultivo de la cultura hippie posterior. En 1960, en la Universidad de Harvard, el profesor de Psicología Timothy Leary iniciaba el Harvard Psilocybin Project. Leary acababa de regresar de Cuernavaca, donde había probado la «carne de los dioses», provocándole una experiencia mística que transformaría su vida y acabaría generando una revolución social. Así describe Leary en el libro The Harvard Psychedelic Club su investigación:
«No tenía ni idea del potencial que tiene esta investigación hasta que tuve mi primera experiencia con hongos psilocybe este verano. En el fondo, tienes que entender que no se trata de un ejercicio intelectual. Es experiencial. Es, y casi me avergüenza decirlo, religioso. Pero es más que religioso, es despampanante. Te muestra que el cerebro humano tiene posibilidades infinitas. Puede operar en dimensiones de tiempo-espacio que jamás imaginamos. Siento que he despertado de un largo sueño ontológico […] la investigación es bastante sencilla. Nuestros sujetos toman una dosis controlada de psilocibina sintetizada. Nos aseguramos de que estén en un entorno seguro y confortable» (Lattin, D. 2010. The Harvard Psychedelic Club: How Timothy Leary, Ram Dass, Huston Smith, and Andrew Weil Killed the Fifties and Ushered in a New Age for America. Nueva York: HarperCollins. Traducción propia de un extracto disponible en: http://www.nytimes.com/2010/01/08/books/excerpt-harvard-psychedelic-club.html.).
En 1959, en el número 35 de la revista literaria francesa Lettres Nouvelles apareció publicado un breve artículo de Henri Michaux sobre los hongos psicotrópicos: «La psilocybine (Expériences et autocritique)», en el que el autor relataba dos experiencias consecutivas con la sustancia, en dosis por vía oral de 10 y 4 mg respectivamente. Tras un episodio de despersonalización en el primer viaje, en el segundo rebajó la dosis para tratar de describir sus vivencias bajo el influjo de la psilocibina. Según sus propias conclusiones, el diálogo con el hongo trascendió sus expectativas. A continuación, nos permitimos la licencia de traducir algunas líneas:
«Incluso las pequeñas variaciones (que hacen la impresionabilidad), los pequeños cambios de sensaciones, de comunicaciones con nuestro propio cuerpo, y con los músculos […] desaparecen de manera espectacular, no dejando sino una impresión de existencia, de soberanía, única, inmodificable existencia, la existencia en un fondo, un fondo intocable, invulnerable, ajena a todos y a todo, impresión finalmente de esencia, sin variedad, sin atributos […] Muchos de los que han probado el hongo "sagrado" sienten la impresión de la inanidad de todo lo demás y especialmente de todas las variaciones, que se han vuelto despreciables. El estado de fondo rechaza la variación, y la rechaza frecuentemente, como si en cierto modo fuera un sacrilegio. […] Menos fuerte en espectáculos que la mescalina o el ácido lisérgico, la psilocibina es sorprendente por las transformaciones interiores. Se puede ver aquí el trabajo de un comprimido que te exhorta. Presenciar la curiosidad de un comprimido que se convierte en exhortación. […] El mayor prodigio me parecía ser conducido por un hongo, y que un hongo dirigiera mi buena conducta y corrigiera mis pensamientos. El hongo contra la independencia. Contra la singularidad. Sentí que me convertía en cualquiera. Como he dicho, no era ilusión. Ya no tenía más mi estilo. Mi estilo había perdido sus "súbitos". Hay que saber establecer buenas relaciones con una droga recién llegada. Yo no soy lo suficientemente conciliador. Encuentro bastante fallido» (traducción propia de Michaux, H. 1959. La psilocybine (Expériences et autocritique). Lettres Nouvelles, 7 (35): 1-14, p. 13-14).
El desencuentro de Michaux con la psilocibina contrasta con el idilio que mantuvo con la mescalina, la cual inspiró muchos de sus trabajos pictóricos y literarios. De hecho, parece ser que bajo el influjo triptamínico aparecen ojos, imperceptibles para la vista ordinaria, en sus figuras de tinta. Esos ojos los vio el escritor surrealista Alain Jouffroy, que ingirió psilocibina con la intención de adentrarse en la pintura de Michaux. Su testimonio resulta revelador:
«No sólo su pintura contenía ojos imperceptibles para la vista ordinaria, no sólo era aquel paisaje mescalínico un paisaje-cabeza, sino que aquel paisaje sufría: era el retrato de una conciencia dividida en mil pedazos, la conciencia misma de Michaux disgregada, diseminada como resultado de la mescalina» (Vila-Matas, E. 2000. Una red compleja de líneas. Revista de libros, n.º 47, septiembre).
A principios de los sesenta, Ken Kesey acudió a un hospital donde se experimentaba con psicofármacos para ganarse unos dólares como cobaya. Allí probó la LSD y, en su anhelo por conocer de primera mano los recursos de la psiquiatría, se sometió a sesiones de electroshock. Todas sus vivencias las recogió en Alguien voló sobre el nido del cuco (escrita en 1959 y publicada en 1962), novela muy aclamada con la que el autor alcanzó la fama y de la que en 1975 haría Milos Forman una versión cinematográfica. Muchas partes del libro fueron escritas bajo los efectos de LSD, peyote y hongos psilocibios. Su historia posterior puede presenciarse en el excelente documental Magic Trip (Alison Ellwood y Alex Gibney, 2011).
En la novela utópica La isla (1962), última obra de Huxley, en una isla alejada del mundo, una pequeña comunidad humanista emplea una sustancia imaginaria llamada moksha, extraída de un hongo visionario que otorga el conocimiento trascendente y una paz de espíritu ausente en el resto del planeta. La medicina moksha se utiliza para la introspección de la conciencia, como camino hacia el interior, revelando el cielo y el infierno personal, la grandeza y la miseria de nuestra propia estructura mental.
En 1962 Bruce Conner rodó en México su búsqueda de hongos junto a Timothy Leary, la cual editó junto a búsquedas previas en San Francisco dando lugar a la película corta Looking for Mushrooms, con varias reediciones posteriores.
Matango, también conocida como Fungus of Terror y Attack of the Mushroom People, es una película japonesa de ciencia ficción dirigida en 1963 por Ishirō Honda en la que los supervivientes de un naufragio comen unas setas que encuentran en la isla, convirtiéndose ellos mismos en setas gigantes.
Escrita en 1965, María Sabina es una obra teatral de Camilo José Cela —que por aquel entonces residía en Mallorca, cerca de Robert Graves—, inspirada en la célebre mujer de conocimiento mazateca. La primera edición fue publicada en la revista Papeles de Son Armadans, en diciembre de 1967, y se estrenó, con música de Leonardo Balada, en el Carnegie Hall de Nueva York el 17 de abril de 1970. Así comienza declamando el primer pregonero:
crece el hongo de fray Bernardino
Los indios le dicen nanacatlh
Y con él se emborrachan y cantan
[…]
Al cabo de cuatro siglos largos
Nació el ángel María Sabina
Que come teunanacatlh amargo
Y bebe ron y anís y agua clara
[…]
La psilocybe mexicana Helm
Da la psilocibina lúcida
Y el fuego de los montes de fuego
Ardiendo dentro del corazón
«White Rabbit», con abundantes referencias a la novela de Carroll, fue una canción escrita por Grace Slick como integrante de The Great Society. Cuando la banda se separó en 1966, Slick fue invitada a unirse a Jefferson Airplane. El primer álbum que Slick grabó con ellos fue Surrealistic Pillow, y ella aportó este tema, que se convirtió en un gran éxito y se asoció desde entonces a la banda.
En la película mexicana 5 de chocolate y 1 de fresa (Carlos Velo, 1967), Esperanza es una monjita que se convierte en una audaz subversiva llamada Brenda después de comer por equivocación unos hongos alucinógenos.
La publicación en 1968 del primer libro de Carlos Castaneda, Las enseñanzas de don Juan, contribuyó a estimular el interés por los hongos psicoactivos en todo el mundo. En esta novela, cuya veracidad se halla en entredicho, el protagonista consume una mezcla psicoactiva llamada «humito», elaborada con hongos que don Juan secaba durante un año, los reducía a polvo y los mezclaba con otras cinco plantas secas para fumarlos.
Performance (Donald Cammell y Nicolas Roeg, 1968) es una aclamada producción británica, protagonizada por James Fox y Mick Jagger, en la que las setas alucinógenas se sirven de desayuno, diluyendo las fronteras del tiempo y el espacio y la noción de identidad.
La confluencia de los diferentes factores mencionados propició que al cabo del tiempo brotaran en Huautla de Jiménez improvisados chamanes que emprendieron la comercialización de los ritos prehispánicos entre los hippies de los sesenta, que buscaban en los hongos algo que «elevara el espíritu» y manejaban suficiente dinero para invertir en esa búsqueda. La peregrinación de turistas psicodélicos continuó hasta que, en el verano de 1969, el ejército mexicano y agentes federales intervinieron Huautla para expulsar a los jóvenes.
Terence McKenna, uno de los investigadores más destacados en relación con el consumo y la reproducción de especies de hongos psicoactivos, publicó diversos artículos y un manual ilustrado de cultivo y reproducción. En su libro El manjar de los dioses, explora la influencia de los hongos psilocibios en el origen de la humanidad y el desarrollo de la cultura, hasta convertirlos en catalizadores de la evolución humana e incluso una posible tecnología procedente del espacio exterior.
«En principio el hongo aparece ante nosotros como parte de la biosfera, pero si tenemos en cuenta que la psilocibina es el único indol de 4 sustituciones que aparece en la Tierra, podemos pensar que en realidad es algo artificial, exterior a nuestro planeta, un artefacto tecnológico procedente de una civilización muy avanzada que comprendió la biología.
»Si miramos el hongo desde este punto de vista, parece mucho más el resultado de un proyecto de ingeniería genética que el producto de la evolución de nuestro planeta. La morfología estructural del hongo es una red, y anticipa el sistema nervioso de los mamíferos o Internet. El hongo psilocíbico parece más una herramienta para almacenar información, diseñada para sobrevivir en las condiciones del espacio exterior, viajar por el universo en esporas hasta alcanzar un ambiente adecuado, y reproducirse, transmitiendo la información de otra civilización inteligente al actuar en nuestro cerebro. Puedo imaginar algo semejante realizado por el ser humano en el futuro» (Terence McKenna , en una entrevista con Juanjo Piñeiro. Piñeiro, J. 2000. Psiconautas, exploradores de la conciencia. Barcelona: La Liebre de Marzo, p. 57-58).
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Hongos visionarios en el cine from Alter Consciens on Vimeo.