La tarde ya estaba bastante avanzada, era una como cualquier otra, de esas tantas que aún hoy te dejan como inspirado en algo, en una esperanza del futuro, en un ansia de ver qué trae el porvenir. La cuestión es que si, era como cualquier otra esa tarde, pero no tanto como gustaría, era una tarde especial, era hermosa y lúgubre. El cielo estaba rojo y encapotado, pero las nubes abdicaban a favor de aquel bello color que se formaba, era el color de la sangre derramada después de tanto tiempo, al fin la sangre purificó esas calles anegadas de podredumbre semihumana.
Bajo el cielo, las guacamayas, aquellas extrañas que se enseñorearon, volvieron a volar sobre el hermoso y hasta hace poco inexpugnable valle, regresaron después de que se había impuesto el silencio. Era el silencio que habían dejado las baterías antiaéreas, las ráfagas de tiros, los gritos, la desesperación. La muerte. La muerte había terminado al fin, había terminado la muerte para las víctimas, al fin ellas tendrían justicia y la muerte vendría para sus verdugos, ojalá que estos no pidieran clemencia, sería el colmo de su insolencia.
Lo cierto es que aquel día hubo una gran victoria como nunca, desde hace un buen tiempo, se había visto sobre aquellas calles tan llenas de historia, llenas de (já) golpes de estado. Un continente entero aquel día celebraba por primera vez, desde hace mucho tiempo, como uno solo, la victoria era de la hermandad, de la humanidad, el triunfo de la libertad.
La ciudad. Ella era hermosa por sí sola, no necesitaba la mano del hombre para sonreír al fin que sus enemigos más brutales habían sido aplacados y exterminados. Sobre sus calles marchaba al fin el ejército que la liberó de la tiranía roja. Y así como las tropas se reorganizaban, se asentaban y sonreían con tristeza por aquella gran victoria también se lamentaban las víctimas, era imposible lamentarse por las víctimas, para ellas la ayuda siempre llegaría tarde. Siempre la ayuda llegó tarde. Siempre llegó tarde. Es como decir que nunca llegó, excepto hoy, si todo salía bien no haría falta que ellas siguieran siendo víctimas ni que la ayuda tuviera que venir de alguien más, pero quien sabe.
La desolación que había dejado a su paso la guerra era impresionante, muchos de esos días habían escuchado o leído las historias de sucesos como el terremoto de 1812 o de 1967, pero aquello había sido obra de Dios, o de la naturaleza. Nunca se imaginaron una desolación así, no por manos del hombre, aun cuando ellos, que en algún momento aclamaran a sus tiranos, vivieron en los umbrales de aquella desolación. La única diferencia era que la guerra la había hecho tangible, sonora y expedita mientras que la otra, la desolación roja, durante 20 años fue lenta y silenciosa, progresiva y paciente, acuciante, como un cáncer del que no te habrías dado cuenta hasta que ya fue demasiado tarde. Las calles de la ciudad estaban reventadas, las cañerías tapadas, todo infestado de moscas, de alimañas, ratas, sabandijas, de basura, de botes de agua negras, los edificios en ruinas, todo ya era triste, decadente y sombrío en la ciudadela antes de que llegara el ejército “invasor”.
La avenida Urdaneta estaba desolada, a largo de toda su extensión había grandes troneras dejadas por los bombardeos y por el fuego de la artillería, por ella venía andando la general Alma de La Torre mientras observaba por sí misma hasta donde había llegado toda esa locura. Acababa de llegar directo desde Trinidad cuando se enteró de que ya todo había terminado y decidió que justo al llegar a la avenida Urdaneta, al ser su primera vez en ese lugar, bajaría del convoy e invitaría a cuantos quisieran a acompañarla. Estaba decidida a evaluar los daños.
Mientras su alta y fornida figura marchaba lenta pero firme sobre los escombros no dejaba de ver a uno y otro lado hacia los restos de muchos edificios, hacia los baches, hacia la gente. La gente había salido de todas partes a evaluar lo mismo que ella y en el camino a enterarse de cómo había terminado todo. Cuando se dieron cuenta del uniforme y de las banderas del convoy en sus caras se podría ver esa satisfacción que otorgaba el saber que el trago amargo había pasado y que todo había ido bien, a pesar de todo. Mientras la general De La Torre marchaba con su casco sujeto bajo un brazo y sus negros rizos grasientos sin lavar, después de tantos días de campaña, la gente se acercaba a ella y la miraba con una mezcla de recelo y de curiosidad, tenían aquella absurda sensación de que era una extranjera, una guatemalteca ni más ni menos, conquistando aunque su superior hubiera nacido en esa misma ciudad que ahora todos contemplaban en ruinas.
Ella seguía su paso evitando obstáculos y asegurándose de tomar notas de los que necesitaran ayuda para que los cuerpos de asistencia pudieran atenderlos con ropa, medicinas y comida. Pudo ver muchos edificios arrasados completamente, muchos de ellos sin techo, con escombros, boquetes inmensos en las viejas estructuras. A pesar de todo eso que veía se preguntaba si habían sido los bombardeos lo que habían ocasionado todo y se lo cuestionó muy seriamente solamente pensando en Cuba, no podría estar del todo segura en ese aspecto. De lo que si estaba segura era de los cadáveres que esquivaba a lo largo de la avenida Urdaneta, niños, hombres, ancianos, mujeres, todos mezclados bajo aquel hedor a mierda que deja la muerte a su paso, bajo aquella arrechera que deja en muchos y en el mismo hedor que deja la decepción.
En algún punto los cadáveres de los civiles se acabaron. Ella seguía caminando junto a su convoy, estaba rodeada por soldados alerta y con los fusiles en ristre atentos a cualquier contingencia. En sus ojos también se podía ver la desolación, se podía ver aquella tristeza que venían cargando desde que salieron de Medellín, de Guayaquil, de Tegucigalpa, de La Paz, de Valparaíso, de Guanajuato, hasta del Mississippi. No faltó alguna mejilla ataviada por una lágrima.
La general podía ver que en muchos edificios había gente reunida en torno a pequeñas fogatas, abrazados, muy juntos a pesar de que estaban en pleno abril y que hacía mucho calor. Necesitaban ellos sentirse aunque sea un poco seguros en compañía de su gente, de un poco de calor humano. La general seguía consternada pero en su pétreo rostro de militar y de autoridad no podrías haberlo advertido, por dentro ella seguía siendo una diplomática, una filósofa, una mujer salida de un pueblo, una mujer que fue designada por el destino, según le parecía a ella, elevada desde un salón de clases a la primera magistratura del Senado y al horror de un uniforme militar con grado de general.
A dos cuadras de lo que quedaba de Puente Llaguno empezaron los cadáveres del ejército rojo. De inmediato algo se revolvió en su estómago y recordó que nunca podría saber si sentir pena u odio por ellos porque en realidad nunca, entre los cadáveres, podría identificar al enemigo del que solo estaba ahí porque fue obligado a marchar en las filas del enemigo protegiendo quizá a su familia, su propio pellejo o por pura mala suerte le tocó estar del lado equivocado de la guerra cuando se decidió por un bando. Siguió su paso y pudo ver como de los postes de luz que quedaban en pie, de los muros de Santa Capilla y del Correo de Carmelitas la gente se empeñaba, con lágrimas en los ojos y furia en la boca del estómago, en colgar a los soldados que pudieran reconocer como verdaderos enemigos. A todos los tenían amordazados, sujetos de pies y manos custodiados por ellos mismos, por los vecinos de La Pastora, Capitolio y El Silencio. Los insultaban y los escupían, les rompían los dedos y la general solo podía observar y entender perfectamente cómo se sentían.
Cuando se aproximaba con su convoy a las ruinas del puente el oficial a cargo de los hombres que estaban armando el puente de guerra se volvió hacia su grupo y les ordenó a todos: – ¡Atención! ¡Firmes para recibir a la general Alma Cristina de La Torre Paz! –De inmediato todos los hombres se detuvieron y contemplaron la orilla este del puente en donde ya la general estaba parada, se colocó de nuevo el casco y elevó la voz:
– ¿Quién es el oficial a cargo? – A lo que la voz del oficial respondió desde la orilla oeste: –Yo, mi general. Teniente Esteban Francisco Torrealba para servirle, mi general. –Respondió el teniente.
–No detenga a los hombres de su trabajo por mí, teniente Torrealba, continúen con su labor, voy a cruzar por los escombros. Hagan de cuenta que no estoy aquí.
– ¡A la orden, mi general! –Le contestó a la general para luego dirigirse a sus hombres: – ¡Ya escucharon a mi general! ¡Continúen con el trabajo!
La general se volvió hacia el horizonte y se dedicó a contemplar a su alrededor, entonces se dio cuenta de que aquella era una oportunidad que no tendría en otra ocasión, después de todo lo que había presenciado tendría que dejar constancia de algo, así sea de una pequeña historia, necesitaba saber. Se regresó hacia la avenida hasta que se encontró con el grupo de vecinos que estaban ejecutando soldados rojos en el Correo de Carmelitas. No preguntó nada, solo se acercaba mientras los soldados y los vecinos la veían como con indiferencia. Al llegar a su lado se quedó ahí viendo como ellos se afanaban en su labor y en como los soldados rojos la veían como implorando misericordia. Al pasar un rato los saludó a todos:
–Buenas tardes, señores.
Se produjo un murmullo de voces respondiéndole el saludo y se quedaron viéndola esperando que hablara.
–¿Bajo qué autoridad ustedes realizan estas ejecuciones extrajudiciales?
Todos los que la veían de inmediato palidecieron y la miraban con preocupación. Se miraban entre ellos preguntándose cuál era la respuesta apropiada para lo que estaban haciendo. Se preguntaban cuál era la naturaleza de lo que estaban haciendo. Algunos bajaron la cabeza. Un joven moreno, bastante golpeado, sin zapatos, con el cabello lleno de sangre y los ojos rojos salió del grupo y le respondió de manera fuerte pero respetuosa.
–Bajo la autoridad del pueblo libre de Venezuela, de los ciudadanos libres de la Confederación y la de Su Excelencia, el Presidente Mariscal Soublette, mi general.
La general le dedicó una mirada y una pequeña sonrisa que el joven notó y pudo responder con una actitud de más seguridad.
– ¿Bajo qué cargos estos hombres son arrestados de esta manera y ahorcados en las calles de la ciudad? ¿Saben ustedes que la guerra terminó? – Preguntó la general.
Ninguno respondió, pero el joven la seguía mirando de frente.
–De manera que… –y entonces el joven se acercó a ella, la tomó de la mano interrumpiéndola y la llevó hacia donde estaban los soldados rojos amordazados. Se paró luego delante de uno de ellos, un soldado común, negro, con el cabello quemado, corpulento y los ojos inyectados de sangre.
–Este animal –dijo el joven– apenas hace unos días, cuando se supo que Su Excelencia estaba llegando, llegó a lo que quedaba de mi barrio con sus matones buscando a unos supuestos espías entre los que supuestamente estaba mi hermano, pero él murió hace tiempo en una revuelta. Entró a mi casa y con su acento cubano nos acusó a mí y a mi mamá de esconder espías, de acaparar comida racionada y de traición a la patria. A mí me golpearon y me amarraron y a mi mamá la violaron delante de mí. Luego de eso se la llevaron. Sé que mi mamá está muerta, ellos la mataron y ella no fue la primera, él y sus bestias hacían eso todo el tiempo en el barrio. Esos son los cargos, solo de este hombre, mi general. Los demás han hecho las mismas porquerías y hasta peores. Solo le puedo pedir que, por favor, Su Excelencia agilice el registro de los llevados a las cámaras de tortura del 23 de Enero para que me devuelvan lo que quede de mi mamá, mi general.
La general lo miró a los ojos, luego se volvió hacia el soldado rojo, sacó una manopla de su cinturón y lo golpeó directamente en la nariz dejándolo un poco mareado. Le dio unas pequeñas cachetadas para espabilarlo del golpe y luego se dirigió a todos:
–Esta bestia roja es la siguiente, denme cuerda, algo afilado, un cartón y algo para escribir, por favor.
Mientras hacía el nudo de la horca, delante del soldado rojo, los vecinos le encontraron un pedazo de cartón y pedazos de carbón. El soldado ya estaba de pie delante de un poste de luz frente a Carmelitas. La general tomó el cartón, se quitó los guantes y con los dedos llenos de carbón escribió algo. Hizo dos huecos en el cartón, pasó la cuerda, le hizo dos nudos y quedó un cartel colgante que le echó al cuello al soldado mientras todos contemplaban admirados la escena. La general le echó la soga de la horca al cuello al soldado y luego la lanzó sobre el poste diciendo: –El que quiera ayudarme es bienvenido. – luego, con la ayuda del joven, algunos vecinos y dos de sus soldados comenzaron a halar la soga mientras elevaban al soldado rojo del suelo por el cuello. Cuando ya estaba a una buena altura hizo un nudo en un pedazo de cabilla saliente del edificio, se sacudió las manos, se puso de nuevo los guantes y les dijo a todos: –Pueden proceder con su trabajo, señores. Será un placer para Su Excelencia saber que cuenta con su apoyo. Buenas noches. –Y luego a su convoy: –A Palacio, vamos.
Los vecinos la saludaron y la general de La Torre siguió su camino de regreso hacia Miraflores.
Todos observaron a aquel soldado rojo cubano agonizando, con los ojos inyectados de sangre, pataleando por su vida mientras en el cartel guindado en su cuello leían lo que había escrito la general con sus propias manos: “Yo estaba del lado de las Bestias Rojas”.
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