La alegoría de la caverna se resume en un refrán que reza “no hay peor ciego que el que no quiere ver”, pero nos dieron 20 líneas, escribamos un poco más. La idea central nos da a entender que las personas nos aferramos con uñas y dientes a lo que consideramos la verdad, incluso si no poseemos información suficiente damos por sentado que las cosas que sí conocemos son la verdad.
Nuestras creencias políticas y religiosas son en buena medida un termómetro acucioso de nuestro grado de necesidad de certidumbre. Dentro de casi cualquier ámbito hay lo que podríamos llamar vacíos de certidumbre, los hay en nuestra cotidianidad cuando no sabemos si nos van a atracar hoy o si lograremos llenar la nevera hasta fin de mes; los hay de igual modo en las preguntas más trascendentales de la vida: ¿Por qué existimos y cuál es nuestro propósito?. Para los vacíos de certidumbre tenemos como sociedad tres opciones: la primera es crear teorías y abrazarlas con dogma de fe sin importar lo irracionales que sean.
Podemos llamar a esta opción el Dios de los vacíos, para advertir la pérdida gradual de necesidad de explicaciones fantásticas gracias al avance y a los descubrimientos modernos. Sin embargo, ésta opción resulta fuente de alivio para momentos de sufrimiento intenso. En segundo lugar, está la opción de crear teorías para buscar mediante la razón y la demostración científica las respuestas; la podemos bautizar como la duda, dando a entender que no hay nada de malo en dudar sobre las grandes preguntas de la vida, sabiendo que de la duda sumada a la razón surge el avance.
Por último, tenemos la opción de no crear ninguna teoría, viviendo ajenos a toda explicación en una suerte de vela de barco para la que todo viento es bueno, a lo que podríamos llamar la desconexión. A esta última me cuesta verle algún beneficio y me cuesta dejar de verla en mi gente todos los días.