Veían con esperanza cómo se elevaba una construcción en la cumbre del morro que dominaba la planicie que habitaban. No sabían desde cuándo se construía ni quién(es) la había(n) ideado, solo la vieron ahí, de repente, desafiante, y se sintieron dueños de ella, y se sintieron parte de su devenir.
Se fijaron en esa construcción desde que alguien con gorra y capucha empezara a escalar el morro, señalándola y luego ocupándola. La vieron allí, en lo alto del morro, desafiando al castillo humeante que lo había controlado todo durante tanto tiempo, que había socavado el terreno, expropiado las voluntades, envenenado la tierra. Pero muy pocos pensaban en ello, la mayoría no tenía tiempo para pensar y menos para crear, el tiempo solo alcanzaba para existir, para subsistir, tal vez para soñar.
En ocasiones, cuando los convocaban, se reunían a lo largo y ancho de la planicie, se reunían y ayudaban a producir (algunos sin saber) material para continuar con aquella construcción, material que se tenía en alta estima, a pesar de no ser el mejor para tales menesteres. Se reunían porque sentían era necesario hacer algo, porque además sabían que a lo lejos había gente que los veía, que analizaba sus actitudes en reuniones circulares, sabían que algunos estaban esperando cualquier escusa para actuar y que otros querían evitar la formación de esa escusa.
Pero la mayoría solo veía a su alrededor la urgente necesidad de ayuda, la dificultad de que ésta llegase, las trabas verde olivo que no cesaban, la tensión creciente en cada vía cada día.
Algunos buscaban con desespero formas para ayudar a quitar esas trabas sin importarles ya sus propias vidas pues:
¿De qué sirve vivir una vida vacía, sin porvenir?