Relato breve: La paralisis del glotón, original de @janaveda

in spanish •  5 years ago 

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Imagen de congerdesign en Pixabay

La paralisis del glotón

¡Ay Ay Ay, como duele! me quejaba en mis pensamientos mientras mostraba una forzada sonrisa.

— No comas tanto esos embutidos ni tanto queso, mira que ya es tarde y te cae mal — escuchaba de mi esposa, pero la gula y el placer que sentía al degustar los manjares hacían inútiles los sabios consejos.

Al fin y al cabo, ¡tarde!, exclamé, apenas eran las nueve de la noche. La charla agradable en casa de los padres de mi joven amigo, entre tragos, el jamón serrano y los diversos tipos de quesos deleitaban mi insaciable paladar.

Llegada las diez, nos despedimos pues era miércoles y las labores esperaban al alba. Durante el corto viaje de regreso, su mirada profunda e incisiva recriminaba mis excesos.

—Amor, estabas como loco comiendo esos quesos y jamones, que dirán de ti esos señores. Además no estás acostumbrado a comer tan tarde en la noche — en tono de regaño me increpaba acertadamente.

Cuanta razón tenía, cómo podría imaginar el trago amargo por venir.

Una extraña sensación empezaba a gestarse en mi interior, tanto el desayuno como el almuerzo los había sentido con pesadez. Por muchos años, malos hábitos en el comer como la falta de horario, tejían una añeja historia de trastornos digestivos. Reflujos nocturnos que quemaban mi garganta obligándome a dormir de costado con la cabeza lo más alto posible para evitar asfixiarme, abdomen inflamado, estreñimiento, flatulencia y eructos indiscretos eran parte de mi diario vivir; aquella horrible sensación presagiaban algo peor.

En la tarde, justo al despedirme de mis compañeros de trabajo, manifesté el malestar que con cada instante que pasaba se hacía más intenso, previendo la justificación ante cualquier imposibilidad de asistir a las labores.

Durante la noche, me revolcaba sigilosamente en la cama con cuidado de no despertar a mi esposa, sentía las paredes estomacales distenderse lentamente, me era extraño la imposibilidad de provocar el eructo a voluntad que solía aliviar estas sensaciones, pero que ahora se revelaba contra mis designios. Así llegó la luz del día, los quejidos pasaron de mi mente a mi boca, mis sonrisas forzadas se transformaron en muecas de dolor.

Era claro para mí, tenía que hacer algo o lo dejaría de lamentar. No fui al trabajo, telefoneé para disculparme y así, a la espera de mejoría pasaron largas horas.

No quedó otra que ir al centro médico más cercano, yo estaba incapacitado para conducir y mi esposa no sabía, así que mi hijo mayor como pudo, tomó el volante y condujo hasta la sala de emergencia, mientras mi esposa oraba en casa por la restitución de mi salud.

El ambiente frío y paredes blancas de la sala de emergencia, la sensación a explotar de mi abultado abdomen, empezaba a mellar la seguridad y serenidad con que hasta ese momento afrontaba los intensos dolores. Sentado en una camilla, veía a mi hijo hablar en una taquilla interna con alguien para los trámites del seguro de hospitalización.

¿Cuándo vendrá el doctor? pensaba bajándome y sentándome en la camilla, buscaba el alivio que no llegaba. Aunque sonreía, el dolor estaba presente. ¿Por qué sonreía? No sé, tal vez para transmitir confianza. Al rato, casi una eternidad, llegó un enfermero con una inyección para el dolor. No recuerdo, en qué momento y ante quién expuse los antecedentes y síntomas de mi dolencia, lo que si recuerdo fue la larga sonda que por una de mis fosas nasales llevaron a mi estomago para drenar su contenido.

Luego el enfermero apareció con una silla de rueda para llevarme a la sala de radiología, después la toma de muestras de sangre para finalizar en la habitación en donde permanecí hasta el día siguiente. Conmigo estaba mi hijo con su novia. En la madrugada, flatulencias y leves eructos involuntarios escapaban imprudentemente, la pena recorría mi cara más no lo podía evitar y el alivio llegaba lentamente.

En la mañana apareció el doctor con su bata blanca y carpeta en mano, en una breve conversación informó que estuvo considerando la intervención quirúrgica puesto la evaluación indicaba que padecí un íleo paralítico.

— Doctor, ¿qué es eso? le pregunté. Él respondió que era una parálisis del intestino, algo así como un infarto. Por cierto, muy peligroso. Él estaba sorprendido sin entender la mejoría milagrosa que tuve durante la noche.

Han pasado varios años del bochornoso y peligroso evento. La ciencia hizo su parte, así como las oraciones de mi esposa, pero indudablemente hoy sé que aquel día estuve en manos de Dios. Aunque pasaría todavía, un buen tiempo en entenderlo.

Definitivamente, los malos hábitos y la gula, pueden matarte. Cuídate.


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