Mi papá está a unos meses de cumplir 10 años de muerto. Francamente, no tengo idea de cómo me las arreglé todo este tiempo sin los consejos que me daba. Algunos los consideraba dudosos, pero siempre probó tener la razón con eso. Era un as.
Lo que más recuerdo del día en que murió fueron ciertos comentarios que compañeros de trabajo decían para recordarlo. Hubo una frase que salió a relucir:
“En lo que me muera y vayan a enterrarme, les voy a echar un baño de agua a toditos”.
Eso fue lo que recordaron, entre muchas cosas. Si algo aprendí de él fue a ser pragmático, y a hacer las cosas siempre planificándolas. Pero por sobre todas las cosas, a hacerlas bien.
Cuando fuimos a enterrarlo, aunque estaba totalmente afligido por perderlo, me di cuenta que cumplió su palabra; comenzó a llover mientras más nos acercábamos al cementerio. Era un día completamente soleado, pero era temporada de lluvias. Nadie esperó ese aguacero.
Dejó de llover cuando llegamos a su tumba y lo enterramos. Quedamos empapados todos. Caminar bajo ese palo de agua mientras cargábamos la urna era tan cliché como sobrenatural, tomando en cuenta lo que dijo en vida.
Otra cosa que recordé es que era muy estricto en su trabajo. Las veces que me llevó a su área de labores puso un letrero que decía: “no pase, demonio de Tasmania”. Nadie pasaba allí sin su consentimiento. Mi papá era de los que no se dejaba montar la pata con nadie, ni con el jefe más alto. Ninguno allá podía contra él.
Luego de meses de su muerte, varios artículos de la que fue su zona de trabajo por varios años, comenzaba a caerse solas. Quienes trabajaban cerca estaban asustados. Fue hace mucho. No he vuelto a saber de algo así.
Yo vivo diciéndoles a varios colegas míos que les halaré los pies en lo que me muera. Si aquello funcionó con mi papá, seguro yo también terminaré cumpliendo eso.