La calle parecía una feria iluminada con focos potentísimos instalados en las furgonetas, y la muchedumbre parloteaba a voces murmurando con quejas y lamentos que en aquel “qartier” —decían— nunca se habían visto con un panorama semejante. Los habían detenido justo en el primer piso, encima de los portores de hierro del colegio donde hacía un rato yo los había visto.
La verdad es que me hice el fuerte pero me temblaban las piernas. ¡Se habían refugiado allí mismo, a mi lado, cuando eran perseguidos!
La gente se fue apaciguando cuando se marcharon los vehículos y la policía instaba a los vecinos a que volvieran a sus casas diciéndoles que ya se había solucionado todo. Al parecer eran criminales peligrosos que se habían fugado de la cárcel aquella misma tarde. Fueron goteando en la retirada de cada cual a su casa, y madame Denisse y yo entramos los últimos a más de las tres de la mañana.
Cuando ya reinaba el silencio, antes de haberme dormido, oí que se abría la puerta de madame Denisse tosiendo, que salía a la calle ahogándose.
Yo me levanté a ver qué le pasaba y no podía hablarme. Sólo hacía ademanes de que no me preocupara, que ya se le pasaría. Parecía que se había atragantado porque no respiraba. Yo me asusté y le dije que llamaría a los vecinos para que pidieran una ambulancia. Era lo único que se me ocurría. Seguía tosiendo y diciéndome por señas que no, que ya se le pasaría. Le fue amainando el episodio a medida que inflaba el tórax y levantaba la cabeza para tomar aire.
—Eso es alergia a los gatos — le dije—, no hace falta ser médico para saberlo. Su tez de porcelana había enrojecido.
Ya había observado que tenía pasión por estos animales, cuando salía con su gatazo de angora, perezoso por lo bien alimentado, a echarle de comer a los gatos vagabundos del barrio.
Ya estaba amaneciendo cuando se le fue pasando. Y le ofrecí mi habitación para que durmiera. Yo iré a la suya hasta que se deshaga del gato antes de limpiarla — intenté atemorizarla para que me hiciera caso—, que las alergias pueden ser graves. Yo tengo dos compañeros de instituto a los que les pasa lo mismo y no pueden acercarse a los gatos.
“Gracias, hijo —me decía—; sé muy bien lo que es mi alergia y el gato no duerme conmigo, tiene su habitación propia y tiene siempre la ventana abierta. Lo baño todos los días y sólo lo siento en mi regazo un ratito después de bañarlo. No tengo alfombras, no tengo cortinas. Estoy bien aconsejada por mi alergólogo —volvía a deshacerse en agradecimientos—. Esto me ocurre cuando estoy nerviosa, y esta noche llevé un buen susto. Cuando se me acrecienta, por algún motivo, al aire libre y respirando un rato se me va pasando. Duerme tranquilo, hijo mío” —concluyó diciéndome.
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