10:32:00 p.m. Ven. Termina el juego y apagas el televisor. Termina el juego, al cual prestabas más atención que a mí, a mí sólo me regalabas esa caricia repetitiva con el fin que no me durmiera. Ven. Déjate caer sobre mí, mientras yo te recibo dispuesta, como siempre, después de haberte ordenado apagar la luz. Ven. Es tácitamente mi obligación y no quiero dilatarlo más. Ven, es hora, como todas las noches, como todas las malditas noches debes, tienes que... Tomarme. Tu mano presurosa, siempre presurosa, encuentra su camino entre los faldones de mi bata y mis muslos. Tus dedos rústicos, que buscan su placer más que el mío, me encuentran árida porque, como siempre, como todas las noches, fuiste incapaz de prolongar la antesala, de resistir al torpe deseo animal de entrar, salir, entrar-salir. De mí. Debo hacerlo, de lo contrario te pones insoportable y llegas incluso a hacer insinuaciones sobre una infidelidad de la que ambos me sabemos incapaz. 10:32:33 p.m. Tú arriba. La única manera en que te lo permite tu asfixiante y controladora personalidad: yo abajo, casi inmóvil, aguantando tu peso, sintiendo las gotas de tu sudor cayendo sobre mi espalda, aguantando la presión brutal que ejerces sobre mis brazos para mantenerme en la misma posición, el dolor en mi cuero cabelludo estirado cuando halas mi cabello para sacar mi cabeza hundida en la almohada y mirar mis facciones: quieres saber si lo estoy disfrutando. Necesitas saber si lo estoy disfrutando. Te odio. Odio tener que fingir, pero admito que cuando me sonrío lo hago sinceramente: me causa gracia tu ingenuidad. Me causa gracia que creas que después de cuatro años juntos, aguantando tus cambios de humor, tu carácter despótico, tus crisis depresivas, tus infidelidades; después de cuatro años al cabo de los cuales perdiste todos los detalles conmigo, creas que, en efecto, lo disfruto. Sí, me sonrío.
Te odio porque ni siquiera puedo dejarte. Te odio porque no sé por qué aún estoy contigo, no sé qué me une a ti. Ven. Hala mi cabello y muerde mi mentón, hazlo como monótonamente lo haces cada vez que estás cerca de eyacular. Quiero acabar con esto. Quiero bañarme, despojarme de tus vellos, tu sudor, tu saliva, y regresar a acostarme a odiarte en silencio aún más porque ni siquiera puedo hablar contigo a mi regreso: me atrevería a decir que te demoras más en dormirte después del sexo que en hacer el sexo. Y te encuentro ahí, roncando con la boca abierta, insensible a mí, a mis sentimientos.
10:33:56 p.m. Tu mano se eleva, golpea mis nalgas dejando rojas, dactilares huellas en mi piel, y quieres oír ese pequeño grito de dolor que siempre dejo escapar. ¿Y sabes por qué lo dejo escapar? Porque quiero excitarte. ¿Y sabes por qué quiero excitarte? Para que acabes. Para que te desprendas de mí y yo poder lavarme y acostarme y dormir olvidándome de que estoy contigo. Dormir y soñar cualquier cosa, que no tenga nada que ver contigo ni con esta triste realidad.
Abofetéame, abofetéame para sentirte hombre, abofetéame para hacer acrecentar mi desprecio por ti. Sí, te desprecio porque no he llegado, como tú, al punto en que las ofensas, las humillaciones y el dolor sólo sirven para aumentar el placer precedente al clímax. Muerde mis pezones, como un lactante hambriento, cierra tu mano alrededor de mi cuello, muerde mis hombros, hala mi cabello; que yo entumeceré mis dedos, gemiré, responderé tus preguntas morbosas con voz suave, la respiración entrecortada. Sí, bobo, quiero decírtelo, quiero que lo sepas, que sepas que mis muslos no tiemblan producto de la orgásmica liberación de la tensión sexual, mis gemidos no son más que imitaciones de memoria de gemidos pasados, verdaderos; mis dedos no se entumecen por el espasmódico alcance del clímax, mis uñas no te aruñan por lujuria; te aruñan, en cambio, con real desprecio. Mi ceño no se frunce sino por una intencionada contracción de mis músculos faciales que realizo a fin de excitarte: acaba. ¿Te has preguntado por qué te mando apagar la luz? Para jugar con la imaginación, para poder fingir mejor, para imaginarme que eres otro, otro que no conozco y ésa precisamente es otra de las razones por las cuales te desprecio: quisiera poder, como tú, ser infiel; quisiera, como tú, tener mis opciones, otros brazos que me abracen cuando lo necesite, pero me da miedo el sólo pensarlo y, aunque he tenido la oportunidad —nunca te lo he confesado, pero he tenido mis pretendientes—, siempre he retrocedido cuando ellos han querido llevar la relación a la siguiente etapa: yo no me permito pasar de ingenuos flirteos por chats telefónicos. Estadísticamente es casi imposible que lleguemos al orgasmo al mismo tiempo, imbécil, y mucho menos todas las noches. Ni siquiera te has detenido un segundo a pensarlo. Pero prefiero fingir la simultaneidad porque si finjo acabar yo primero, entonces tus ánimos decaen y se retarda tu eyaculación por la falta de interés que —obvio— también debo fingir como resultado del falso orgasmo; aunque —de nuevo, obvio— no me sea necesario fingir desinterés. Pero si permito, en cambio, que seas tú quien termine primero, entonces no te duermes y esperas por un segundo round para poder estar satisfecho con tu hombría: debes hacerme acabar. De manera que en la extrañísima simultaneidad hallé la solución.
10:35:51 p.m. Rodeas mi seno izquierdo con tu mano y muerdes salvajemente mi pezón. Estás cerca.
10:37:01 p.m. Coges mi pierna derecha y la cruzas sobre tu torso, dejándome acostada de lado en la cama; besas mi tobillo, lames mi planta. Aceleras el ritmo. Comienzo a hablarte.
—Mmmh, qué rico. Sí, me gusta, sí, así, más duro. Así. Ah. Ah. Ah. A-ah-a-ah-ah.
10:38:27 p.m. Prendo la luz.