LA ÚLTIMA GOTA DE AGUA. Parte 2 Purgatorio | Cuentos de futuros apocalípticos. 5/6

in spanish •  5 years ago 

Sé testigo de la destrucción global de un planeta. Conoce en estos diez cuentos al ser humano, maestro indiscutible en el arte de romper las reglas, y sus esfuerzos por absorber hasta la última gota de agua de su entorno con la intención de hacer crecer su empresa. Lee, aprende y prepárate, que pronto él podría invadir tu espacio y arrasar con todo, dejándote en la desolación. ¿Qué camino tomará la humanidad si el agua potable se agota en el planeta?


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Pixabay

LA ÚLTIMA GOTA DE AGUA es una colección de cuentos de futuros apocalípticos y ficción especulativa que publiqué en AMAZON en 2016. Espero los disfrutes.
ISBN-13: 978-1535241380
ISBN-10: 1535241381

¿CUÁL TESORO?

Selva amazónica, año 2058.

—¡Golpea!

El grito de Cayetano hizo volar a las guacamayas que habían invadido uno de los árboles cercanos. El sonido sordo de una mandarria, que se estrellaba contra el acero oxidado de un largo perno, repiqueteó con mayor ánimo. Sin embargo, era poco lo que avanzaban. El suelo pedregoso exigía de una maquinaria más poderosa que pudiera traspasarlo, no de simple fuerza bruta.

—Imposible. A este ritmo no llegaremos al pozo antes del plazo —se quejó Edgar, un tipo algo enclenque pero poseedor de una gran agilidad y resistencia.

Cayetano gruñó por la frustración.

—Hay que llegar, tengo contratos que cubrir y el otro pozo ya está vacío —terció el hombre disgustado.

Con esfuerzo había logrado obtener en dos ciudades el derecho a acercarse a sus murallas, para intercambiar agua libre de contaminantes por herramientas, ropa, tecnología o comida procesada. Las reservas de agua en esos poblados se agotaban, por eso acudían al tráfico ilegal del líquido con sujetos como él, que habían sido expulsados por su largo prontuario delictivo.

El Amazonas aún contaba con algunas pocas reservas superficiales que podían ser explotadas sin contar con equipos avanzados, pero era una región en conflicto, ya que las potencias se peleaban su derecho por el control del elemento, sobre todo, del que se hallaba a gran profundidad.

—El otro pozo tiene más agua, pero no tenemos la tecnología precisa para llegar a ella —se quejó Edgar, antes de levantarse del suelo y dirigirse al camión apostado a varios metros de distancia.

Cayetano lo miró furioso, aunque no rebatió esas palabras. Lo que aseguraba su compañero era cierto, extraían agua con herramientas y técnicas utilizadas siglos atrás, cuando los primeros asentamientos humanos comenzaron a fundarse en el continente. Las ciudades tenían en su poder aparatos más modernos, pero era peligroso llevarlos a la selva sin los permisos requeridos. Si los miembros de los organismos de vigilancia los descubrían, podrían ser sentenciados a muerte; y si algún otro traficante se enteraba, los cazarían como a liebres, para eliminarlos y hacerse con su maquinaria.

Era arriesgado, sin embargo, seguir trabajando con instrumentos antiguos le impediría obtener beneficios, y ahora más que nunca necesitaba conseguir agua para intercambiarla por armamento. La vida en ese lugar se hacía cada vez más hostil.

Con evidente molestia se acercó a Edgar. Su asistente había subido al asiento del copiloto del camión y consultaba, en el precario escáner de tierra que poseían, si la perforación iba bien encaminada.

—Esta noche irás con dos hombres a vigilar el campamento de Iñaqui —ordenó Cayetano al llegar junto a él. Edgar lo observó con los ojos agrandados—. Sé que él está siendo financiado por algún ruso o chino. Que haya logrado perforar dos pozos de agua de gran profundidad el mismo día da qué pensar.

—No creo que Iñaqui se arriesgue de esa manera, tiene a mucha gente trabajando para él y buenas herramientas. Además, si de verdad cuenta con ayuda, ya nos habríamos enterado. En esta selva no se puede tener nada oculto.

—¡Sabes que es posible! —bramó Cayetano—. Ese imbécil es muy astuto. Debe tener equipos que puedan traspasar esta maldita tierra. Quiero que lo visites y te fijes en los materiales con los que trabaja.

—¿Estás loco? Si me descubre me matará.

—¡Y si no conseguimos agua moriremos igual! —acertó el jefe con el rostro enrojecido— ¿Crees que nos dejarán entrar a alguna de las ciudades si no logramos perforar más pozos? ¡Nos tienen fichados! —alegó y, para complementar su recordatorio, mostró el tatuaje con forma de sello ovalado que tenía en la parte interior del brazo derecho, que lo señalaba como persona no grata—. Si no continuamos con la extracción tendremos que unirnos a un maldito grupo minero o a uno de los colectivos agrícolas, y vivir controlados por los sádicos que los dirigen. ¿Quieres eso? ¿O prefieres transformarte en un renegado y pasarte la vida robando, con las miras de las escopetas de los extremistas apuntándote en el cogote? —concluyó, al no recibir una respuesta inmediata de su segundo al mando, dio media vuelta y continuó con la supervisión del trabajo.

Edgar apretó la mandíbula mientras observaba al otro alejarse. No tenía manera de rebatir esos argumentos.

Esa noche, después de comer la ración de comida que le correspondía, se preparó para realizar una visita secreta al campamento vecino. Su grupo contrabandista era uno de los más pequeños de la selva, formado por una decena de sujetos de diversas nacionalidades que habían sido expulsados de las ciudades por cargos de homicidio o robo. Las cárceles que se mantenían dentro de las murallas conservaban a criminales que pudieran ser útiles de alguna manera, ya fuera por su inteligencia, fuerza o capacidad de liderazgo. Al resto lo lanzaban al exterior, para que se unieran a una de las agrupaciones de explotación de los pocos recursos que quedaban en el planeta (viviendo casi como esclavos), o murieran a manos de los extremistas, quienes trabajaban como mercenarios para las potencias eliminando a individuos molestos, buscando información o comercializando la carne que conseguían, incluida la humana.

Para lograr su misión, Edgar llevó consigo a los dos sujetos más vivaces: un moreno alto de aspecto desnutrido, al que le faltaba una mano, que le había sido arracada por un indígena con quien se enfrentó para quitarle un cesto de mandioca. El tipo no hablaba, y la mayoría de las veces actuaba como un enfermo mental, pero captaba instrucciones a la perfección, más aún, cuando le ordenaban que atacara a alguien. Sin preguntar razones o motivos se lanzaba encima de su víctima, así él estuviera desarmado.

El otro era un brasileño de baja estatura, que no debía llegar a los veinte años, a quien Cayetano encontró medio muerto en la selva. El chico era un buscapleitos y manejaba con gran soltura el cuchillo. Se había ganado el apodo de El Caníbal porque le gustaba lastimar a sus víctimas a mordiscos.

Iñaqui era el contrabandista mejor posicionado de la selva. No solo traficaba agua, sino que lograba conseguir aves, gigantescos peces de río, piedras preciosas y hasta marihuana. Incluso, decían que tenía el valor de enfrentarse a las temibles bestias de las montañas, los nuevos depredadores que se alimentaban de humanos y eran similares a los tigres, aunque dos veces más grandes; y que tenía a renegados trabajando para él, así como a los escasos indígenas que vivían solitarios en el interior de las cavernas y lograron salvarse de la aniquilación de las tribus que se han venido produciendo desde hacía años.

El hombre laboraba con un convoy bastante amplio de delincuentes, y sus contactos se extendían en más de una decena de ciudades, hasta de países del sur. Pero además, se le había visto negociar con los piratas que llevaban recursos explotados del Amazonas a otros continentes, y llegaban en sus precarios barcos a las bravas costas del atlántico.

Su campamento ocupaba casi una hectárea. Lo llamaban El Pueblo, y contenía a los peores seres humanos de esa parte del planeta. Contaba con cuatro cantinas, dos prostíbulos y hasta con su propia unidad médica. Todo era móvil. Cuando terminaban de saquear la tierra a su alrededor, recogían cada tienda de campaña y la trasladaban a cualquier otro punto de la selva.

Edgar y sus secuaces se afanaron en ocultar sus identidades usando pelucas y bigotes postizos. Muchos de los miembros de ese campamento los conocían. Si atravesaban sus linderos sin ser invitados, primero les cortaban la cabeza antes de iniciar alguna averiguación.

A través de Cayetano, Edgar se había enterado de que, ese día, Iñaqui había logrado una buena negociación con una de las ciudades, y como recompensa, le dieron una considerable ración de comida enlatada, así como productos de higiene personal, vino importado y una cerveza artesanal que, aunque era algo ácida, resultaba mejor que el ron de caña que les vendían los piratas.

En el centro del campamento instalaron unas piscinas portátiles para bañarse en grupo. La espuma les cubría la desnudez y el licor les nublaba el cerebro. Las orgías, violaciones, peleas y risas resonaban con las misma intensidad que lo hacían los tambores que animaban la celebración. Todos estaban muy ocupados como para darse cuenta de que tenían a tres invasores entre ellos, quienes habían aprovechado la visita para robarles pastillas de jabón, latas de atún y carne, y hasta prendas de vestir.

Edgar entró en la carpa de control con el abrigo repleto de objetos ajenos y el corazón latiéndole a mil por hora. No podía descuidarse.

Con rapidez tomó fotografías de los aparatos allí guardados. Como había supuesto Cayetano, el hombre estaba equipado con tecnología de primera. Casi todo era nuevo y de gran calidad, pero rotulado con etiquetas en un idioma que parecía árabe, lo que significaba la inclusión de más potencias en la lucha por los recursos del Amazonas.

Aquello era una prueba de que el sujeto se había aliado con poderosos recién llegados a esas tierras, a espaldas de los demás, rompiendo los acuerdos internacionales que intentaban poner un poco de orden en esa zona.

Con solo mostrar esas imágenes se asegurarían de que Iñaqui fuera desintegrado de la faz de la Tierra, ya fuera por los canales regulares o a manos del resto de los contrabandistas; pero Edgar necesitaba más, tenía el presentimiento de que esa intrepidez le depararía cosas mejores.

Siguió evaluando los aparatos, deteniendo su atención en los inmensos taladros eléctricos para perforar la tierra y en los modernos equipos informáticos conectados a antenas satelitales. Eso no solo le generaría conflictos a Iñaqui, sino que podría desatar una guerra sanguinaria entre los países encargados de la explotación de la región.

Los dos secuaces esperaban inquietos a que el hombre terminara la evaluación desde la entrada de la tienda, pendientes de lo que ocurría afuera; y no por miedo a ser sorprendidos, sino ansiosos por querer participar en alguna de las reyertas que se producían en el centro del campamento.

Cuando consideró que tenía suficiente material para satisfacer a Cayetano, Edgar decidió marcharse, pero pasó junto a un mesón donde estaban expuestos unos mapas, documentos y hojas repletas de datos. Algo llamó su atención: la copia de la fotografía de una hebilla cuadrada que tenía tallado un rostro de aspecto precolombino, con penachos de plumas en la cabeza y grandes aros pendiendo de las orejas. Él conocía esa imagen, y aunque nunca la había visto, escuchó mucho sobre ella. Cada contrabandista del Amazonas sabía del supuesto tesoro indígena oculto en esas tierras, junto a un amplio reservorio de agua dulce.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente. Enseguida comenzó a hurgar entre el montón de papeles consiguiendo fotografías de objetos similares, así como documentos llenos de coordenadas que parecían señalar un gran pozo de agua ubicado dentro de una caverna. En los mapas se podían apreciar los intentos de alguien por situar el lugar donde se hallaba esa riqueza.

Las palpitaciones le aumentaron tanto como la sonrisa. ¿Cómo había hecho Iñaqui para encontrar copia de esa información? ¿Quién se la habría facilitado?

El hombre recogió con apremio todo lo que pudo y, para esconderlo en el interior del abrigo, tuvo que sacar con nerviosismo parte del botín que había robado, dejándolo abandonado en el suelo de la tienda. La emoción lo descontrolaba. Ese tesoro lo sacaría para siempre de la mísera vida que llevaba y le aseguraría un puesto de honor en una de las ciudades, sin tener que seguir delinquiendo para vivir.

Detuvo su tarea cuando El Caníbal le hizo señas para notificarle que algo andaba mal. Una pelea estaba a punto de iniciarse en el exterior. Los implicados, motivados por el licor, sacaron sus armas para enfrentarse entre ellos.

Edgar se alejó del mesón y corrió con sus secuaces hacia la parte trasera de la tienda, para escapar por el lugar por donde habían entrado. El trío procuró disimular su ansiedad mientras atravesaba el campamento, pero la discusión generada entre los miembros del equipo de Iñaqui se transformó con rapidez en un duelo, donde las balas, gritos y golpes volaban por doquier, sin ningún tipo de control.

Edgar aumentó la marcha, pero el ambiente se había convertido en una carnicería demasiado atractiva para El Caníbal y su otro compañero, quienes no dudaron en abandonarlo para regresar y formar parte de la trifulca.

El hombre no miró atrás. Se apretujó en el abrigo para asegurar el tesoro y huyó sin importarle nada. No en dirección al campamento de Cayetano, sino a su propio lugar seguro.

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Buenos diálogos y buena narración. Qué miedo pensar que el cuento no estaría fuera de la realidad, osea que pudiese suceder.


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Gracias, quizás no está muy alejado de la realidad. Eso creo jajaja gracias por leerme


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