LA ÚLTIMA GOTA DE AGUA. Parte 2 Purgatorio | Cuentos de futuros apocalípticos. 6/6

in spanish •  5 years ago 

Sé testigo de la destrucción global de un planeta. Conoce en estos diez cuentos al ser humano, maestro indiscutible en el arte de romper las reglas, y sus esfuerzos por absorber hasta la última gota de agua de su entorno con la intención de hacer crecer su empresa. Lee, aprende y prepárate, que pronto él podría invadir tu espacio y arrasar con todo, dejándote en la desolación. ¿Qué camino tomará la humanidad si el agua potable se agota en el planeta?


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Pixabay

LA ÚLTIMA GOTA DE AGUA es una colección de cuentos de futuros apocalípticos y ficción especulativa que publiqué en AMAZON en 2016. Espero los disfrutes.
ISBN-13: 978-1535241380
ISBN-10: 1535241381

BOLA DE FUEGO

New York, año 2060.

—¡Dani, apresúrate! —exigió Jaci mientras corría por toda la casa tomando los objetos de mayor valor, para lanzarlos en el interior de la caja que llevaba consigo.

La orden obligó a Danielle a sacar con premura del fondo del escaparate, el maletín que su tía Mery había enviado desde San Francisco cuatro años atrás, antes de que un tsunami devastara la zona. Era su responsabilidad cuidar de esa información mientras se preparaban las gestiones para cumplir con la encomienda que esos documentos resguardaban. Aquello era lo único que le quedaba de Dylan Quinn, su padre.

Cuando lo tuvo en sus manos, salió con prontitud hacia el exterior. Su prima estaba tan nerviosa que sería capaz de abandonarla en medio de aquel caos.

—¿Qué es? —preguntó Jaci al verla ocupar el puesto del copiloto. Encendió el auto y enseguida puso la marcha para salir del garaje.

Danielle ubicó el maletín en el asiento trasero. El objeto cayó sobre el montón de ropa y artículos que ambas habían logrado sacar de la casa, como si no tuviese mucha importancia.

—No sé —mintió—. Papeles.

Jaci bufó, al tiempo que esquivaba a los vecinos que se le atravesaban en la vía y, al igual que ellas, huían con desesperación de la ciudad, cargando lo que podían.

—Como siempre, esta familia y sus misterios. —Danielle mostró una sonrisa forzada y desvió la mirada hacia la vía para que su prima no notara el reflejo de culpabilidad que tenía en las pupilas—. En el aeropuerto de New Jersey nos esperan. Conseguí un vuelo…

—¿Estás loca? —interrumpió a Jaci con alarma— No pienso volar.

—¡¿Y qué haremos?! —recalcó la otra con enfado— ¿Quieres que atravesemos el continente en auto hasta llegar a Suramérica? ¿Piensas que nos dejarán cruzar las murallas de cada ciudad con facilidad?

—¡Está a punto de desatarse una tragedia!

—¡Vivimos en medio de una tragedia desde hace muchos años! —recordó con amargura Jaci— ¿Se te olvida acaso que este país tiene una guerra no declarada con medio mundo? No nos permitirán el paso sin pedirnos algo a cambio.

Dani miró hacia la calle y vio con tristeza a dos policías intentando dirigir el congestionado tráfico. El semblante de ambos estaba inundado por el temor. Los vehículos que se afanaban por circular por esa vía parecían no prestarles atención. Todos estaban angustiados por escapar. New York estaba siendo evacuada.

Miró al cielo, y procuró degustarse con el azul turquesa que en ese momento lo dibujaba. ¿Cuánto tiempo duraría esa belleza?

—Y pensar que Isaac Newton lo predijo hace cientos de años —se burló Jaci, recordando la teoría que el astrónomo inglés había dejado escrito en una carta en 1704: « el fin del mundo será en el 2060».

—¿Eso quiere decir que se nos acabaron las oportunidades?

—Claro que no. Tal vez se produzca una catástrofe incontrolable en esta parte del continente, pero no todo el planeta se destruirá —sentenció. La chica había pasado una semana mirando programas que hablaban del tema e investigando por internet. Gracias a ello sabía que el sur se vería afectado por el fenómeno pero quedaría en pie—. Ubiqué un contacto en Río de Janeiro, tendremos a dónde llegar.

—¿Brasil? —preguntó la otra alarmada— ¿Saldremos de un país en crisis para entrar en otro peor?

—Suramérica posee las mayores reservas de agua dulce del mundo. Ellos aún cosechan. Allí está el futuro de la humanidad, primita —recordó con sarcasmo.

—También lo hacen en Rusia, Birmania e Indonesia.

Jaci sonrió con poco ánimo.

—A Rusia no nos dejaran entrar ni en mil años y Birmania está tomada por China, otra potencia enemiga de Estados Unidos, a nosotras no nos querrían ni como esclavas. Y si no te has enterado, Indonesia está a punto de desaparecer del mapa a causa del aumento del nivel del mar, como lo han hecho ya muchos otros países. Con la llegada del maldito asteroide su riesgo aumenta. No pienso ir a ese lugar.

Danielle apretó la mandíbula con enfado ante las dramáticas predicciones de su prima. Volvió a observar al cielo y, aunque aún no se notaba la presencia del meteorito que pronto impactaría contra el planeta, ya contaban con información sobre el fenómeno. Por eso abandonaban la ciudad.

Se suponía que el objeto caería en el atlántico, cerca de la costa este de los Estados Unidos, y a pesar de que su tamaño no superaba los 50 metros, los daños que ocasionaría a nivel local serían fatales.

Ya medio país sufría los embates de terremotos, volcanes, inundaciones y sequías; el agua escaseaba, así como la electricidad. Los conflictos políticos y sociales iban en aumento, la llegada del asteroide empeoraría la existencia. Lo más sabio era marcharse a zonas del sur, pero, lamentablemente, el mundo entero se había transformado en un caos, convirtiendo la sobrevivencia en una lucha encarnecida.

—Brasil está invadido por varias potencias, es un país violento y sus leyes no amparan a los inmigrantes —insistió Danielle.

—Ninguno nos amparará, pero no podemos seguir aquí —concluyó Jaci mientras avanzaba con lentitud hacia las murallas de la ciudad—. Dani, en Brasil tu padre dejó a grandes amigos, conseguiremos ayuda para instalarnos. Sé que es peligroso, pero dime, ¿qué parte del mundo no lo es? Allá hay agua y comida. Aquí no quedará nada.

Danielle observó por el rabillo del ojo a su prima y suspiró inquieta. El maletín que había depositado en el asiento trasero la incomodaba aún más. Allí estaba contenida una información que no solo el gobierno de Brasil había estado buscando por años, sino muchos otros. Cuando supieran que era ella quien lo había tenido oculto, quizás no la tratarían muy bien. Pero sus instrucciones fueron precisas, debía esperar para entregárselo a la persona indicada.

Por culpa de esos registros su padre había sido asesinado, su familia sufrió duras tragedias y eran acosados por gente peligrosa. A ella la enviaron a New York para escapar de la persecución de la que eran víctima en Washington. No obstante, le era imposible huir de las desventuras que estaban signadas para la humanidad.

—Brasil está infectada por virus, cáncer, desnutrición…

—¡No seas terca, Danielle! Sabes que ese es el mejor lugar en el que podremos vivir ahora, tú y yo.

La joven suspiró con pesar. Imaginar que su único destino seguro estaba en Suramérica la hacía sentirse enferma. Se había propuesto estar alejada de los conflictos que abrigaban a su familia, sobre todo, los de su padre, a quien poco conoció, pero el planeta parecía empujarla a enfrentar sus miedos.

Lanzó una mirada triste hacia los alrededores, viendo como los inspectores de seguridad procuraban controlar la evacuación. La mayor parte de esa generación era tan joven como ella, quien solo contaba con dieciocho años. Por culpa de la escasez de recursos, de la hambruna, las inmigraciones y enfermedades, el tiempo de vida de los seres humanos se había reducido. Alcanzar los cincuenta años era un reto que pocos lograban, más aún en la clase trabajadora, a la que ella pertenecía. Superarlo representaba un lujo al que solo tenían derecho las clases altas.

La población menos beneficiada, la de los pobres y refugiados, con suerte llegaba a los treinta años. Al igual que la vida de los renegados y expulsados, quienes subsistían fuera de las murallas de la ciudad. La de esos últimos resultaba mucho más corta, por la espiral de violencia que los rodeaba, y parecía no acabar nunca.

Esa situación ocasionaba que los altos mandos, tanto militares como políticos y gerenciales, fueran ocupados por gente joven, muchas veces sin experiencia. Capaces de tomar decisiones compulsivas sin evaluar las consecuencias. Como el hecho de trasladar a los más de seis millones de habitantes de una ciudad a otra, sin considerar la crisis humanitaria que eso generaría. La clase alta y parte de la trabajadora tenía medios para movilizarse y ubicarse, pero la población menos favorecida solo podía hacerlo a pie, llevando sobre sus hombros sus exiguas pertenencias; y a sus enfermos y niños, que poco podrían soportar los peligros existentes tras las fronteras.

Después de horas de lento viaje, por la masiva evacuación, llegaron a la muralla que bloqueaba al río Hudson y el paso por el puente George Washington. Altas paredes de hormigón se extendían por los límites de la ciudad; y sobre ellos, con una separación de diez metros entre sí, una serie de ametralladoras miraban a ambos lados del muro, tanto al interior como al exterior. Todas estaban conectadas a un programa informático que actuaba de manera independiente, sin ninguna intervención humana. A poca distancia de la muralla, se hallaba trazada en el suelo una línea amarilla, que contenía una serie de sensores de movimiento. El mínimo contacto activaba la ametralladora más cercana, cuyo cartucho podía albergar quinientas balas.

Nadie había sido capaz de cruzar ese límite y llegar vivo al otro lado. De esa manera lograban controlar la cantidad de población que entraba y salía de la ciudad.

—Maldita sea, esto nos atrasará más —se quejó Jaci, al ver la marea humana que precedía a las puertas.

Una cantidad incalculable de pobres y refugiados, con sus tarjetas de identificación en alto, hacían cola para esperar a los autobuses que fueron asignados para llevarlos a las ciudades más cercanas, lejos de la costa, donde los tsunamis y terremotos que se desatarían por el impacto del asteroide no ocasionaran tantas pérdidas.

Cada persona debía pasar a través de dos escáneres: uno, que reconocería su identidad, y otro, que realizaría una evaluación de su condición de salud. Solo los sanos y de prontuario limpio tenían un puesto seguro en algún vehículo y permiso para atravesar las murallas. El resto sería abandonado en ese lugar.

Jaci y Danielle formaban parte de la extensa fila de autos que esperaban ser revisados por un tercer escáner. El vehículo debía atravesar un inmenso cuadrado de hierro ubicado a pocos metros de las puertas, antes de llegar a la primera torre del puente, donde se evaluaría si contenían algún elemento que pudiera poner en peligro el traslado, como armas, bombas caseras, radares de corto alcance o tecnología para comunicaciones. Si llevaran algo de eso les sería decomisado, ya que pudiera presentarse la posibilidad de que fueran atacados en el exterior y algún renegado o extremista les robara esos materiales, que luego utilizarían en contra de las ciudades.

La espera fue bastante larga, pero las chicas lograron llegar al escáner antes del anochecer. Los nervios de Danielle aumentaron, y eso la obligó a girar el rostro hacia el asiento trasero para mirar el maletín que reposaba sobre las pertenencias allí almacenadas.

—Falta menos. En el aeropuerto de New Jersey nos esperan. Esta misma noche saldremos para Brasil —informó Jaci, quien se mantenía lo más serena posible, a pesar de la ansiedad que se mostraba en sus facciones.

El puente estaba abarrotado de gente, lo que dificultaba el viaje. Dani pudo observar como las familias eran separadas sin piedad. Para controlar la densidad de población existían leyes que prohibían a las mujeres tener más de un hijo. Las que se atrevían a concebir un segundo niño infringía las leyes, lo que significaba una mancha para su prontuario. Esas mujeres, cuando intentaban pasar por el escáner eran rechazadas.

La separación impuesta provocaba que los hombres ofrecieran resistencia e, incluso, llegaran a enfrentarse a los soldados. Pero quienes realizaban esas evaluaciones y tomaban esas decisiones eran máquinas programadas, no humanos con los que se podía negociar, o sobornar. Danielle observaba con frustración las peleas, los llantos y las seguidas activaciones de las ametralladoras, signadas para poner el orden. Los muertos se apilaban en la entrada, impidiendo aún más el desalojo.

Para evitar una aglomeración, enviaban a androides de limpieza, quienes tomaban los cuerpos sin vida y los lanzaban al río. Así, se abría de nuevo el paso.

—Esto es una locura —se quejó Dani con amargura mientras pasaban por el escáner. Para su tranquilidad, ellas no tuvieron inconvenientes y pudieron atravesar las puertas siguiendo a un convoy militar.

—De alguna manera tienen que protegernos —agregó Jaci como si no le concediera importancia al asunto.

—¿Protegernos?

—Por supuesto. —Jaci resopló ante el rostro espantado de su prima—. Quedan pocos recursos en el planeta, si no los administramos como es debido, todos moriremos. ¡Hay que acatar las órdenes! Ellas nos ayudarán a sobrevivir, y el que no lo haga, pues… que se atenga a las consecuencias —refutó la joven y alzó los hombros con desinterés.

Danielle se sorprendió por la fría conclusión a la que había llegado su prima. El humanismo poco a poco se perdía. Aunque ella no conocía otra vida que esa, le costaba conformarse. Su padre, antes de viajar a Brasil diez años atrás y morir en extrañas condiciones, le había narrado historias de cómo había sido la existencia humana en el pasado, cuando aún los recursos eran tantos que los malgastaban sin miramientos. A pesar del derroche existía la consideración y la tolerancia, era común ver acciones bondadosas y solidarias, incluso entre desconocidos.

Volvió a observar el maletín que perteneció a su padre, y se preguntó si lo que había allí sería suficiente para regresar la paz al mundo. ¿Eso le otorgaría más oportunidades a su generación?

Tenía instrucciones de a quién debía entregarlo, y en qué momento, para que se hiciera buen uso de ese material. Pero debía reconocer que tenía miedo y eso la llenaba de inseguridades.

Mientras atravesaban el puente observaron el horizonte, les faltaban como cuatro kilómetros para llegar a la muralla de la próxima ciudad. En el camino podía ocurrir cualquier cosa. Frente a ellas circulaba una comisión militar, con autos blindados repletos de insumos atractivos para los renegados y extremistas. La posibilidad de un ataque no resultaba absurda.

Sin embargo, los peligros que pudieran impedir que cumpliera su cometido no se divisaban sobre la tierra, sino que comenzaba a aparecer en el cielo. A lo lejos, se distinguía la aparición de una pequeña estrella, que se acercaba al planeta.

—¡El asteroide! —gritó impactada, alterando a Jaci.

—¡Dijeron que llegaría en la mañana!

Danielle bufó indignada.

—Somos simples moscas que pretenden controlar un basural. Ninguna predicción es certera.

—¿Qué hacemos? —indagó su prima angustiada. El resto de los vehículos, al ver que se acercaba el objeto, aceleraron la huida para atravesar lo más rápido posible el puente. Subían sobre las aceras, generando la posibilidad de colisionar unos contra otros.

Dani miró por el retrovisor al escuchar que las ametralladoras de la muralla se activaban, y las puertas se abrían de par en par. Una marea de personas y autos salía del interior de la ciudad con desesperación, al tiempo que el puente se sacudía a causa de un fuerte temblor.

Se agarró con fuerza del asiento mientras sentía que Jaci aceleraba e intentaba esquivar el convoy militar. Un camión, que pretendía hacer lo mismo, las chocó por la parte trasera, estrellándolas contra una baranda del puente.

Parte de los objetos apostados en el asiento de atrás volaron hacia adelante y reventaron el parabrisas. Danielle se había golpeado la cabeza contra el salpicadero, lo que le abrió una herida en la cabeza de la que enseguida brotó una gran cantidad de sangre.

Alzó el rostro sintiendo un mareo. Vio que su prima había quedado inconsciente a su lado. A sus espaldas se escuchaba el griterío de la población que intentaba cruzar el puente mientras la tierra seguía sacudiéndose. Los autos chocaban entre sí, bloqueando el paso, al tiempo que una bola de fuego se divisaba cada vez más en el firmamento.

Dani puso las manos en su regazo y encontró sobre él el maletín de su padre. Tal vez allí se encontraban las esperanzas de la humanidad, pero ya el destino había hablado, y se hacía cargo, a su manera, de finalizar un ciclo devastador en el planeta. El daño hecho impidió que aquel trago se pasara con menos amargura. Ahora, debía imperar la muerte para que se depurara la nueva vida, era una ley natural, vaticinada por todas las religiones y creencias del mundo.

Cerró los ojos dejando escapar lágrimas de pena y se aferró al maletín. Escuchaba un sonido atronador que parecía emerger de la tierra, como si una legión de ángeles saliera de ella con enfado. Era el momento de la purificación.

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