Fuente: Dave Wittig
Una tarde, caminábamos de regreso en dirección a nuestras respectivas casas, en medio de una de esas pocas calles que nos veíamos obligados a recorrer y que no contaban a esas horas con mucho tráfico. Él, como siempre, intentaba hacerse el gracioso y me contaba uno de esos tantos chistes malos que no parecían terminarse nunca en su repertorio y yo, sin poderlo evitar, me reía ante su jocosidad.
Siempre lograba hacerme reír.
Aquella tarde en particular, Magnus llevaba una gabardina gris, un traje y zapatos del mismo color, sobre una pulcra camisa blanca y la bufanda de color gris que le había obsequiado en su cumpleaños hace unos cuantos años atrás y que, según él, se había convertido en su favorita desde ese justo instante. Me observaba a detalle a través de sus anteojos y luego, cuando nuestras risas cesaron, me preguntó en voz baja:
—¿No te estás congelando, Mía? —su pregunta y la forma en la cual siempre pronunciaba mi nombre me sorprendieron. —Mia, Magnus, Mia y estoy bien —sonreí ante su preocupación, tratando de restarle importancia.
La tarde comenzaba a dar paso a la noche y la temperatura había bajado de forma considerable, de modo que nuestro aliento se tornaba en vaho al hablar. Mi bufanda la había olvidado sobre el escritorio de mi oficina, así que la gabardina morada y las gruesas medias que llevaba debajo de mi vestido gris eran lo único que evitaban que muriera congelada en esas circunstancias.
Al escuchar mi respuesta, se detuvo, dejándonos frente a un bonito café que ostentaba dos enormes ventanales que permitían ver hacia el interior del local, el cual poseía un aire cálido y acogedor que invitaba a los transeúntes a entrar y disfrutar del servicio. De uno de los ventanales se lograba apreciar un cartelito que citaba: «Bésame, estúpido», no sabía si era algún tipo de broma por parte del staff, pero no pude evitar sonreír al verlo, al tiempo que lo señalaba para que él hiciera lo mismo. Luego de quitarse la bufanda y colocarla con cuidado alrededor de mi cuello, miró el cartel un momento y soltando una suave carcajada, anudó la prenda, haciéndome sentir una pequeña punzada de decepción.
Hasta que, tomándome de la cintura con firmeza, me besó.
Correspondí gustosa y sorprendida a partes iguales.
Llevábamos muchos años siendo amigos y sólo amigos, aunque nuestra relación algunas veces parecía pender de un hilo muy fino, por lo que ninguno hacía comentarios que pudieran resultar comprometedores.
Pero ahí en ese justo instante no importó nada más. Mis brazos rodearon su cuello y sus manos en mi cintura me sujetaban con firmeza. Nuestros cuerpos parecían encajar perfectamente el uno con el otro y por un momento quisimos fundirnos el uno con el otro, dejándonos llevar por las intensas y maravillosas sensaciones que me provocaron suspiros de felicidad.
No sé cuánto tiempo duro todo exactamente, sólo sé que cuando nos separamos y nos miramos a los ojos todo había cambiado o, mejor dicho, nuestra historia había comenzado en ese preciso momento.
Se aclaró la garganta antes de invitarme a pasar al café, que al pasar de los años se convirtió en mi favorito de toda la ciudad, y nos sentamos frente a frente en una de las mesas cerca de los ventanales. —Hola, Mía -soltó el luego de unos segundos de silencio, tomando mi mano y entrelazando nuestros dedos. —Hola, Magnus -respondí con una sonrisa, sabiendo que no había necesidad de corregirlo.