Primer Capitulo del Libro.
Cap 1
Pero, ¿qué sucedió ese día? Nadie lo supo.
En realidad, nunca hubo una alerta. Nadie dijo: «Los humanos se extinguirán hoy», así que solo pasó como sucede cualquier cosa.
¿Que si lo esperamos?
Jamás. Despertamos pensando que sería un día normal, y para cuando dio la tarde ya todos se habían asfixiado sin razón aparente. Sí, como si de repente todo el aire del mundo desapareciera.
«Algo» ocasionó que los habitantes de la ciudad presentaran severos problemas para respirar, por lo tanto, también causó desesperación e histeria. Fue un caos total, a decir verdad, porque todos parecían gusanos retorciéndose en el suelo y emitiendo sonidos extraños.
El día del incidente —como suelo llamarle— me salvé gracias a mi padre, o creo que fue así. Con sus últimas fuerzas logró encerrarme en el sótano, en donde me desmayé por el miedo. Al despertar tenía una máscara puesta en el rostro y demasiadas dudas, así que salí en busca de mi familia, pero solo encontré muertos en las calles, en las casas, en los establecimientos y en toda la ciudad.
Poco después, sin comprender cómo era que la población había fallecido, me enteré de que formaba parte de un pequeño grupo de sobrevivientes; conformado por seis personas de diferentes ciudades que, al igual que yo, no le hallaban explicación a lo que había pasado.
A los seis los encontré tres semanas después del incidente, al abandonar mi ciudad natal, porque se había quedado sin luz eléctrica, y terminé viviendo con ellos. Para ese entonces era una niña asustada, débil y desesperada; una persona incapaz de sobrevivir por sí sola.
No nos conocíamos, incluso desconfiábamos unos de otros, pero así intentamos iniciar una nueva vida. Si es que a eso se le podía llamar «vida». Hicimos muchas cosas durante el primer año, pero supongo que vale la pena mencionar las más importantes.
Encendíamos la televisión esperando encontrar señales de vida en otras ciudades o países, pero no había programación, tampoco radio, ni mensajes, ni señales, nada. Lo único que había eran millones de cuerpos
descomponiéndose, millones de malditos cadáveres emanando olores nauseabundos que requerían que usáramos máscaras para poder movernos por las calles, pues era el único modo de no vomitar por el asco.
También viajamos a otras ciudades, pero en todas encontramos lo mismo: malditos cadáveres. Cuerpos que después de seis meses, reposando al aire libre, aún se mantenían en un estado muy extraño de descomposición; un hecho
que Diana —integrante de los seis— se había propuesto estudiar.
Después de esos viajes, estuvimos seguros de que éramos las únicas personas con vida, y con el pasar del tiempo no llegó nadie más. Éramos siete personas en el país, siete personas que de día intentaban llevar una vida como si nada hubiera pasado, pero que de noche lloraban a escondidas mientras pensaban en el suicidio como una vía rápida para huir de lo inexplicable.
Las noches en ese mundo despoblado eran incluso más frías, porque —según Diana— sin los millones de humanos que produjeran dióxido de carbono el ambiente se volvía más fresco.
Perder a todas las personas fue una pesadilla. Ver la ciudad repleta de malditos cadáveres también, y parecía absurdo, pero aunque los humanos fuesen el mayor peligro para la tierra, esta era nada sin ellos.
Los animales también habían muerto —un hecho que podía impedir nuestra supervivencia— por lo tanto, el silencio era casi ensordecedor. Ni siquiera había una mosca que zumbara alrededor de nuestros oídos o un zancudo que osara alimentarse de nuestra sangre, y ni siquiera había zumbido, solo silencio espeso del que podía inducir locura.
Nos quedamos completamente solos.
Así que pasé los días del primer año sentada frente a una de las ventanas de la casa en donde habíamos decidido alojarnos, dedicándome solo a mirar el cielo mientras me preguntaba cómo había sucedido aquello, y cómo era que
nosotros siete seguíamos con vida.
Poco a poco caí en la depresión, fue inevitable. Me convertí en una muchacha callada que casi nunca entablaba conversación con alguna otra persona del grupo. Hablaba nada más que para preguntar lo necesario, agradecer por la comida o instruirme en alguna tarea.
Lo único bueno fue que con el grupo aprendí lo básico para la supervivencia y cuán necesario era el uso de la gasolina. Dan, el policía, me enseñó el manejo de nuestra pequeña central eléctrica a base de energía eólica, la que usábamos para seguir teniendo una vida más o menos parecida a la que habíamos perdido; también me enseñó a elegir enlatados que duraran mayor tiempo, y de qué forma abrir cualquier auto por más cerrado que se encontrara. Y así pasó el primer año.
Cuando llegó el segundo, los seis comenzaron a morir. Inició en octubre, para ser específica. Fue repentino y muy desgarrador para mí. Los veíamos bien una noche y al día siguiente encontrábamos sus cuerpos sin vida. ¿Cómo sucedía? Ni siquiera lo sabíamos, porque sus cuerpos inertes no se parecían a aquellos que habían muerto por asfixia. Parecían haber muerto de forma natural.
Diana falleció primero, tenía cuarenta años. Aunque se había pasado casi la mayor parte del tiempo encerrada en su habitación realizando análisis — porque era doctora en algo que nunca me esmeré en recordar— lo más relevante que nos dijo fue que la naturaleza presentaba un cambio un tanto alarmante; que el color natural de las plantas se había transformado en un tono opaco, y que las hojas de los árboles habían adquirido un matiz rosáceo bastante curioso. Además de eso nos advirtió que estaban surgiendo de la tierra raíces de un tamaño enorme y anormal, y que aquello era inexplicable.
Ella murió el primero de octubre de 2020.
Susy, una anciana, nos dejó después. Fuerte, decidida y muy inteligente, se aseguró de mantenernos cuerdos sin recurrir a las mentiras. Murió el primero de noviembre de ese mismo año sin aportarnos nada importante sobre el
suceso.
De tercero siguió Dan, mi instructor. El hombre al que le debía mis conocimientos adquiridos durante el tiempo de soledad. El policía más noble que había conocido, una compañía que, al irse, le había sumado otro vacío más a mi alma. Falleció el dos de diciembre.
Un mes después nos dejó Jackson ya casi entrado en los cincuenta. Su vocación fue profesar la palabra de la religión a la que había pertenecido. Sus días consistieron en vociferar que lo sucedido era un castigo de Dios y que los que sobrevivimos éramos los elegidos para ir al paraíso. Murió el tres de enero de 2021.
Quino, el quinto del grupo, murió el cinco de marzo a la edad de treinta años. Adicto a la lectura, muy culto y muy reciso. Formuló muchas teorías junto a Dan, pero omitíamos sus palabras porque casi siempre terminaban discutiendo. Él nunca aportó nada sobre el incidente, porque, de hecho, había llegado a decir que esperaba la muerte como si de un vecino se tratase.
Cuando el ocho de abril murió Marie, la pequeña de quince años y la última que quedaba del grupo junto a mí, me había quedado sentada en el piso mirando su cuerpo, preguntándome si pronto sería mi turno, si finalmente me iría. Me pregunté si la muerte dolería, pero entonces me di cuenta de que el dolor físico que pudiera sentir, no sería más fuerte que el dolor emocional que experimentaba en esos momentos. Solo debía esperar. Tenía que seguir esperando; pero pasaban los días y no moría.
Ni siquiera sé por qué no morí.
Esperé y esperé, pero no llegó, y entonces me cansé de aguardar por ello. Me vi obligada a aceptar la realidad, y me detuve a pensar si realmente quería quedarme sumida en la depresión, mirando a través de la ventana.
Ese día entendí que no iba a morir, y si no iba a morir, tampoco me iba a quedar encerrada para solo sufrir, así que me obligué a cambiar, a verme como la única persona que quedaba, y me exigí comprender que lo que debía hacer era sobrevivir. Decidí no pensar más en lo que me agobiaba y salí de aquella casa con una actitud diferente.
La depresión comenzó a desvanecerse y a hacerse presente solo durante algunas noches. Un instinto de exploración se desarrolló en mí y comencé a pasear por las calles tratando de encontrarle algún sentido a mi existencia.
Decidí mudarme de nuevo de ciudad, porque el lugar en donde había vivido con los demás estaba impregnado con el eco imaginario de sus voces. Tomé un auto, conduje hacia algún lado y llegué a un pueblo al que le había faltado la
llegada del desarrollo. En él escogí la casa más bonita y luego fui al supermercado más grande para abastecerme con los enlatados que aún estuvieran aptos para ser consumidos. Mi dieta se basó en algunas ensaladas con plantas que podían ser digeridas, granos, y, además, algunos trigos que prometían durar hasta treinta años.
También había tenido que encontrar otro pasatiempo además de la lectura, algo que me hiciera pensar poco, así que usé todos mis conocimientos en electricidad —aquellos que había obtenido de Dan— y con gasolina, plantas eléctricas y energía eólica, obtuve la electricidad necesaria para poder disfrutar de ciertas comodidades. Conecté una consola y hallé en los videojuegos una forma de maximizar mi concentración y de minimizar los pensamientos de soledad.
Después de eso viví como cualquiera lo hubiese querido, pero sola. Tomé todos los autos que aún podían conducirse, junté todo el dinero que había en los bancos —aunque no me servía de nada— y rompí las reglas de conducta social que pudieran existir. El mundo se convirtió en mi mundo, y durante las tardes de aburrimiento incluso me divertía un poco creando leyes y estatutos como:
Toda la comida es gratis.
No existen las escuelas.
Queda establecida oficialmente la paz mundial.
Quedan disueltas las religiones.
Porque con dieciocho años aún tenía un alma adolescente que surgía de vez en cuando.
Algunas veces me preocupaba mi salud mental, aunque ser una desequilibrada no debía ser grave si no había nadie más en la tierra que pudiese tildarme de loca.
Llegué a pensar que ya estaba cruzando la línea que separaba la cordura de la demencia, porque durante tres meses mi único pasatiempo había sido juntar los cadáveres del pueblo que tenían un peso ligero para, en un acto de entero
respeto, quemarlos y no tener que pasar sobre ellos al caminar por las calles. En el transcurso de esos tres meses pude darme cuenta de que lo que Diana había querido investigar tenía mucho sentido, porque, después de dos años, los
cadáveres se habían transformado en una masa de carne putrefacta y sin forma definida.
No necesitaba haber estudiado medicina para comprender que algo no estaba sucediendo como debía ser, y que un cuerpo no lucía de esa manera luego de tanto tiempo. Pero viéndome inhábil para analizar esa rareza como un científico lo hubiese hecho, lo único que podía hacer era especular y seguir mi camino.
Entre los pasatiempos que se me ocurrían, la soledad era como una moneda lanzada al aire. Cuando caía por un lado, mi día era interesante y entretenido, y el hecho de que no hubiese nadie más, era beneficioso; cuando caía por el otro lado, no salía de casa ni por un momento, lloraba por horas y el suicidio era lo único que rondaba mi mente.
Cada día podía ser distinto, pero yo siempre era la misma, aunque por suerte había aprendido a controlar mis mociones para que no fuesen tan volubles. Me adapté al desierto en que se había convertido el mundo, pero en el fondo
extrañaba escuchar otras voces y deseaba compartir con alguien más todo lo que tenía. Pero eso no sucedería, porque, probablemente, era la única persona que quedaba en el mundo.
Ya no había nadie más.
Un primero de agosto me encontraba en la vieja tienda de video juegos. Era apenas mediodía y así el pueblo no se veía tan mal, porque de día todo era mejor y de noche lucía macabro gracias a la oscuridad, como si fuese un pueblo embrujado.
Para distraerme tomé algunos juegos de consola. Lamentablemente no había nada nuevo y los títulos se habían quedado en el año dos mil diecinueve, pero me conformaba con lo que podía encontrar.
Al menos me distraían, hacían que mi mente se pusiera a trabajar y eso era lo único que necesitaba para soportar el día a día.
Guardé los juegos dentro de la mochila que siempre llevaba colgando de los hombros y salí de la tienda. Me cubrí el rostro con una máscara de gas. Lo hacía a menudo por si llegaba hasta el pueblo alguna emanación tóxica proveniente de las industrias de las grandes ciudades, aunque también servía para no vomitar por el hedor que producían los malditos cadáveres que aún reposaban en sus sitios.
Las calles asfaltadas tenían musgo y en algunas aceras la hierba se expandía, amenazando con apoderarse de todo en el futuro. Los autos estaban en las mismas posiciones, algunos estrellados contra otros y unos pocos bien estacionados. De ellos había extraído toda la gasolina posible.
La tierra sin humanos se había transformado, pero los cambios en tres años no habían sido tan drásticos. Llovía menos y el aire estaba más limpio en los pueblos. Estaría a salvo mientras que no me alcanzara la contaminación nuclear, eso también lo había aprendido de Dan.
Me coloqué los audífonos para tener algo que escuchar y comencé a andar rumbo a casa. Podía trasladarme en auto, porque tenía uno —en realidad tenía todos los autos que aún funcionaran— pero a veces me gustaba alargar el camino y ejercitar las piernas.
Mientras avanzaba, inmersa en la letra de la canción, me encontré ante los restos de dos grandes faroles que
robablemente habían caído por el deterioro de su estructura. Los rodeaba una enorme y verdosa raíz de aquellas que,
misteriosamente, habían comenzado a aparecer en distintas partes de la tierra; y en el piso también se veía una larga y profunda grieta que el mismo tubérculo había causado al salir. No podía pasar por ahí, ni siquiera trepar, y no lo recordaba porque casi nunca andaba por ese camino.
Evalué mis alrededores para buscar alguna vía alternativa y vi un callejón angosto que podía dar salida al otro lado de la calle. Lo tomé como ruta. Cuando llegué al final, segura de que encontraría la carretera principal de nuevo, me desorienté. Salí al inicio de una calle que daba a una pequeña y reservada urbanización.
Me llamó la atención la última vivienda de la esquina. Tenía un lazo de color negro sobre la puerta de entrada, como cuando alguien moría y la familia quería encargarse de que supieran que estaban de luto.
Aunque temía encontrar otro cuerpo maloliente, me adentré en la casa por pura curiosidad, porque era de día y porque así cualquier cosa me asustaría menos. Era valiente, pero estaba completamente sola. Si escuchaba algún ruido, sufriría un «infarto diarreico» término que había inventado porque era la dueña de todo y porque no había nadie que pudiera corregirme, ¿qué más daba?
Abrí la puerta con confianza, así como entraba a todos los lugares de la ciudad, y me introduje. Percibí el ambiente familiar de inmediato. Una sala, cocina, armario y jardín vacíos, por suerte. Imaginé una familia de cuatro, con dos niños y una madre cariñosa que había dejado una tarta en la ventana. Para ese momento ya estaba podrida y de seguro, de no haber sido por la máscara, habría comprobado que olía muy mal.
«Una lástima que nadie haya podido saborearla», pensé. Subí las escaleras y en el segundo piso encontré lo que habría querido evitar. Había una mujer en el suelo de la habitación principal. El maldito cadáver estaba en muy mal estado. Su piel hinchada y difícil de descifrar había adquirido un color negro, y sus extremidades daban la impresión de estar
tiesas. En la mano, o al menos lo que quedaba de ella, brillaba algo que pude reconocer como un relicario de oro.
Lo tomé para fisgonear.
Salí de la habitación, me detuve en medio del pasillo y miré el interior del relicario. Lo que había eran dos fotos bastante bonitas: una mujer y un niño de unos diez años. Supuse que la mujer era la que estaba inerte, y que, si seguía en aquella casa, lo más probable era que me encontrara con el cadáver de un infante que no quería ver.
La imagen madre e hijo me conmovió. No podía dejar ese objeto desvanecerse en el olvido, así que lo guardé en mi mochila y me dispuse a salir de allí, pero antes de bajar las escaleras vi que una de las habitaciones estaba abierta y que, en su interior, adherido a la pared, había un poster de Arctic Monkeys —mi banda favorita— que podía tomar para decorar mi casa.
Entonces, solo por eso me atreví a atravesar la puerta. Me pregunté si había sido la habitación de una chica, pero rápidamente me di cuenta de que era la de un chico, porque todo era muy simple, porque había ropa masculina en el
suelo e incluso una revista playboy sobre la cama.
—Al menos se divertía —murmuré mientras miraba la portada de la revista. No había nada interesante ahí salvo por un pequeño libro sobre un viejo escritorio de madera. Tenía una tapa de cuero negro y un raro símbolo en el lomo, como de una flor. Lo tomé, intrigada, y entonces lo abrí en la primera página.
ESTE LIBRO PERTENECE A LEVI H.
—Veamos qué escribías, Levi H —dije en voz alta sin apartar la mirada del libro
La primera hoja estaba en blanco, así que pasé a la segunda y vi que algunas páginas habían sido arrancadas. Me pregunté por qué, pero avancé hasta encontrar las letras y comencé a leer desde donde se podía:
Primera anotación de Levi:
Algo muy malo va a ocurrir. Lo sé porque el abuelo no deja de repetir: Tienes que estar preparado». Me gustaría preguntarle que para qué debo prepararme, pero sería perder el tiempo. Desde que le diagnosticaron Alzheimer lo tachan de viejo loco, y yo sé muy bien que él siempre estuvo cuerdo. A veces pienso que también sufro de Alzheimer, pero sé que no es así, que eso es imposible al ser tan joven. Hay cosas que no puedo recordar, como si mi mente
stuviese en blanco o no tuviera un pasado. Me alegra haberme dado cuenta de ello. Por ahora mis dudas son
emasiadas, pero poco a poco me iré aclarando. Espero que mamá no descubra que robé este libro de la biblioteca del abuelo, porque si no me mataría.
Hubo algo entre lo escrito que me atrajo de forma inmediata. Después de tres años, era la primera vez que mi interés se despertaba con tanta intensidad. «Algo muy malo va a ocurrir», decía, y realmente había ocurrido. ¿Lo habría predicho Levi H? Y si era así, ¿en dónde estaba?, ¿en dónde se encontraba su cuerpo?
Guardé el libro en la mochila apelando a la idea de que no podía dejarlo, y entonces rebusqué en cada habitación para encontrar el cadáver masculino que en ningún momento hallé. El único cuerpo que había en toda la casa era el de la mujer.
Lo leído me dejó a la expectativa. Ya no me detenía a pensar cómo era que todos habían podido morir tan de repente. No me interesaba demasiado por el tema pues solo me concentraba en sobrevivir, pero en ese instante tenía muchas más dudas de las que Levi H había escrito. ¿Quién era él? ¿Por qué decía no poder recordar?
Había más hojas por leer en el libro, así que salí del lugar y fui a casa sin hacer parada para realizar alguna otra cosa.
Quizás era momento de comenzar a buscar la verdad.