El Mundo de Malvís: un jardín abandonado, Don Quijote y el mito de Bizancio (Segunda Parte)

in spanish •  7 years ago 

¿Se han fijado en el hotel, una vez registrados y convenientemente liberados de ese lastre que son los equipajes?. Les confesaré algo: recuerdo que de pequeño –imaginen esa época en que la televisión tenía el encanto de las sombras chinescas y los espectros del arcoíris tan sólo se reducían a un glorioso blanco y negro, que hacían, no obstante, que la lobreguez de películas como el Drácula de Tod Browning te pusieran los pelos como escarpias-, una de mis series favoritas, aparte de Bonanza –seguro que recuerdan el estribillo-, era el Gran Chaparral. Me gustaba el Oeste, tanto el pacífico como el salvaje, el cercano y el lejano y sentía, además, cierta predilección por los ranchos. Me atraían, sobre todo –y creo que ya en esa época, apuntaba, aunque sin sospecharlo todavía, maneras de antropologismo carobarojiano- no por sus grandes extensiones de terreno, donde los curtidos vaqueros tardaban días enteros en reunir el ganado y horas y horas de dura botasilla de cara a un inalcanzable horizonte para llevarlo y traerlo de los ríos u otros lugares donde abrevar, sino por el aspecto romántico de la casa principal o de aquellas otras aledañas donde grano, aperos, vaqueros y animales se confortaban mutuamente en un sedentarismo muy particular, a la vera de elementos que por sí mismos conllevaban toda la fuerza de los mitos: los cornilargos, ese símbolo lunar garante de un poder que impulsaría el Eldorado de la economía americana colgados a la entrada del rancho, emulando el animismo implícito a los tótems que los indios colocaban en el centro de sus poblados; los carros y carretones junto al abrevadero situado enfrente de la entrada principal; las sillas de montar descansando sobre la balaustrada de madera del porche; las cananas con los Colt 45 colgadas de un clavo de la pared y un largo etcétera. Les comento esto, porque aunque Coelho y Dalí insistían mucho en aquello de los espacios en blanco –y dejando aparte cierto programa de la Cadena Ser, de cuyo nombre no quiero acordarme, no me pregunten cuál de los dos fue el primero en plagiar, aunque en mi descargo, tan sólo podría decirles que uno recomienda no dejarlos y el otro, seguramente por ser genio, insistía en lo contrario, como salvaguarda de secretos inconfesables-, no quisiera que al menos algo presumiblemente importante, se me quedara en el tintero. Y creo que hablo con propiedad, si les digo que hace muchos años que escribo con pluma. Pluma moderna, de usar y tirar, pero pluma al fin y al cabo, que después de todo, es lo que cuenta. Podría continuar, entonces diciendo, y quizás estén de acuerdo, que el hotel, o la casería, como prefieran, San José de Hútar podría ser considerado como ‘un rancho a la española’.
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Porque, como ya pudieron ver a la entrada, a falta de cornilargos buenas son campanas y cencerros, que hablan por sí mismas de un ganado que ya era considerado como ‘moneda de intercambio’ desde los tiempos del Neolítico, donde a falta de azogues o mercados, buenos eran los dólmenes y otros lugares sagrados para reunirse a hacer negocios, antes y después de que un cuatrero llamado Hércules le birlara los bueyes al tartésico Gerión; un patio interior, donde al igual que en las calles de Albánchez crecen el naranjo, el limonero y el pelargonio; la vieja rueda del carro con varios radios rotos, como a veces se representa cuando va acompañada de la imagen de Santa Catalina, la de Alejandría –ciudad en la que en tiempos de los primeros cristianos habitó la flor y nata del gnosticismo universal, hasta que llegó Pedro con las rebajas- destacando contra la cal de una pared cuyo saludable brillo puede inducir al error de pensar que se pinta todos los días cuando en realidad es el mismo Sol quien se mira al espejo en ella, otorgándole validez de pureza a la expresión ‘como los chorros del oro’, en consonancia con esas verdaderas joyas de cultura y tradición, que son los viejos aperos de labranza, jubilados sin conmiseración en el holocausto de la revolución industrial, la innovación y las nuevas tecnologías. Por cierto, ¿se han fijado en el cuadro que hay en el descansillo de la primera planta, ese que representa a un personaje levitando, con luengas, ensortijadas barbas blancas, capucha y hábito de forma triangular, como las Tanith mediterráneas e inequívoco aspecto de druida sumido en éxtasis por las virtudes sagradas del muérdago?. Es San Antonio, un santo muy querido por aquí, pero también muy vapuleado, al que se despeña en tiempos de sequía para que cumpla con las lluvias. Como este año parece ser que el bueno de San Antonio está cumpliendo con creces –quién sabe, si escarmentado por los últimos maltratos-, me temo que no puedo invitarles a ver tan irrespetuoso espectáculo. Pero sí puedo invitarles, y de hecho lo hago con mucho gusto, a que se fijen en el caballero de mediana estatura –ya habrá tiempo de hablar de edades y más adelante sabrán por qué-, bien plantado, con su impecable chaqueta de color azul marino, pantalones de color beige y cómodos mocasines de andarín andante que protegen unos pies curtidos en mil y un polvoriento camino, generalmente tras las huellas de un románico perdido. Lo habrán reconocido al instante, supongo, sobre todo porque posiblemente les haya llamado la atención el elegante sombrero de fieltro que lleva bohemiamente calado, sustituyendo la corona de laurel ceñida a una testa patricia, que de ir al descubierto mostraría interesantes vetas del color del oro blanco con el que el estirado Saturno gratifica a esos personajes elegidos, quién sabe si para la gloria, que por su parte el poeta Machado definió como en paz con el mundo, pero en guerra con sus entrañas. Es Malvís, nuestro estimado anfitrión. Y el perrillo que le acompaña, ese que no levanta un palmo del suelo, que no se separa ni un momento de los zapatos de su amo y cuyas lanas le deben impedir atisbar más allá del horizonte de su propio hocico, es Mongui. En su compañía, pues, una vez hechas las presentaciones, les invito a acompañarnos y sin prisa pero sin pausa, sin preocuparse tampoco de esa lluvia, que al fin y al cabo es el cigarrillo de después, metafóricamente hablando, una vez saciado el celo de la tierra, es cuestión de desplazarse hacia la parte de atrás del hotel, y prepararnos para un pequeño paseo, donde sería recomendable dejarse llevar por eso que algunos, seguramente inspirados, denominan como magia natural.
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Dicen los que entienden, que ciertamente deben de ser muchos, aunque no sabría decirles si bien o mal avenidos, que los jardines, después de todo, son un recuerdo nostálgico del Paraíso; y debe de ser verdad, porque en los monasterios el jardín era lo más parecido que tenía el monje para sentirse como en el cielo y en los pueblos andaluces, los patios, por contrapartida, son el alma mater de la casa. Ahora bien, estos jardines que están viendo, sin compararse para nada con los de los grandes monasterios, con aquéllos otros que hicieron famosa a la ya de por sí legendaria reina Semíramis de Babilonia o sin ir más lejos con el encanto de los patios andaluces, tienen, sin embargo, en su sencillez, ese melancólico hechizo que el más hábil diseñador del mundo, Maese Otoño, sabe realzar con unos tonos alegres por un lado y cariacontecidos por otro, donde parece que don Carnal y doña Cuaresma, cada uno por su lado y a su manera, nos enseñan –con o sin la necesidad de acompañarse de los acordes de la música de Vivaldi- a bailar al ritmo de un vals, que con el permiso del Club de los Poetas Muertos, podríamos llamar Carpe Diem. Es decir, que tragicómicamente nos invitan a vivir el momento, porque la vida es como una moneda y nunca sabemos cuándo nos puede salir la cruz. Dejemos que don Causal, otra forma de llamar al Destino, se muestre espléndido y viniéndonos de cara, deje a nuestro libre albedrío la elección de perdernos entre los solitarios bancos de piedra donde los ventolines, esos diablillos elementales del aire se divierten, formando lluvias de estrellas con las hojas muertas del jardín o descendamos por esas solitarias escaleras, de piedra también, hasta el fondo de la pequeña depresión y al pie del arroyuelo, cuyo ancho no alcanzaría a superar al de una acequia, dejemos abrevar unos instantes a nuestra imaginación, escuchando a las ninfas del agua amenizarnos con su dulce canción. Sigamos después el sendero durante un breve trecho y volviendo de nuevo al pedregoso camino, dejemos atrás algunos tristes árboles, álamos quizás, que nos recuerdan aquél pedazo de bosque antiguo, primordial, de ese tipo tan especial y selvático que solían frecuentar las dianas, a las que acompañaban siempre sus inseparables sabuesos, quienes provistas de un arco en su mano, sabían cómo alcanzar certeramente el corazón de los curiosos.
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Pero tranquilos, porque hace mucho tiempo, no obstante, que rendidos definitivamente sus arcos a las aguas fecundas del bautismo, su ataque no va más allá del simple recuerdo. Como recuerdo, sin embargo no menos complejo, es esa otra misteriosa casería, arruinada pero defendida a ultranza por un ejército imbatible de hiedra, musgo y otras hierbas de guardar, donde algún patriarca desconocido dejó un pequeño tesoro, una eternidad antes de desaparecer para siempre en ese paradójico diluvio universal que es el mundo y por defecto, la vida. El lugar de procedencia de los azulejos, puede que les resulte totalmente especulable, aunque no seré yo quien se pille los dedos situándolo en Talavera de la Reina; pero no así el contenido, que cual el hombre ilustrado de Bradbury –quizás lo recuerden mejor, como el hombre tatuado-, rinde culto a esa España noble y llana, romántica y abnegada, que todavía miramos con nostalgia pensando que sus mejores héroes han muerto en las guerras olvidadas, defendiendo los pendones de la justicia y la razón. Lo han reconocido, ¿verdad?. Allí, artesanalmente elaborada, con el alma grabada a fuego en las fraguas cervantinas, la historia de Don Quijote, el caballero de la triste ensoñación, quizás les conmueva lo mismo que a mí. No ha de extrañarles, pues, que preguntado al respecto, la respuesta de Malvís se les antoje como más madera alimentando el fuego de su curiosidad. Quizás, cuando escuchen de sus propios labios afirmar que él conoció el lugar, poco menos que tal y como lo están viendo ustedes ahora mismo, siendo un niño que correteaba alegremente por esos campos repletos de historia, cometan el error de preguntar cuántos años hace de eso y por respuesta sólo obtengan un silencio compartido con una sonrisa enigmática. Porque la edad de Malvís, es tan misteriosa, se lo aseguro, como ésta solitaria casería que languidece lenta, eternamente al pie de la Sierra de Mágina. Y a la vez, es también tan eterna como ese pequeño tesoro artístico que protege con la fuerza y el cariño de una nodriza. Malvís, a su manera, también es su guardián. ¿Recuerdan a Peter Pan?. Todos los que le conocemos, sabemos cuál es el día de su onomástica, pero nadie sabe cuántos años tiene en realidad. Sigue siendo ese feliz puer aeterno, capaz de volar, si no con un pensamiento alegre, sí con las alas doradas que otorga la sabiduría. Detalle que no obvia, en lo que cabe, que tanto uno como otra nos recuerden el mito de Bizancio; aquél que sugirió el poeta Luis Cernuda para referirse a la única máquina que posee el secreto del movimiento perpetuo: el paso del tiempo. Y hablando de recuerdos: ¿recuerdan lo que les comentaba anteriormente acerca de don Carnal y doña Cuaresma?. Pues eso: Carpe Diem.

P/D: El Mundo de Malvís, como les dije, existe. Pueden comprobarlo por sí mismos en la dirección:
http://elmundodemalvis.blogspot.com

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