En ocasiones, me pregunto qué sería de la seducción, si no hubiera una provocación de por medio. Por eso, hoy pretendo seducir su atención, llevándoles al terreno de la más pura y dura especulación, invitándoles –siempre y cuando tengan la amabilidad de consentírmelo o cuando menos, darle un voto de confianza a mis pretensiones- a que echen un vistazo a esos grandes clásicos de la Literatura Universal, desde el punto de vista de una lectura diferente. Lectura, de la que espero que no por hipotética e incluso extraña que pueda llegar a resultarles, no constituya, a la postre, algo interesante que nos conduzca por esos dulces caminos del debate, que para todo autor –sea éste aficionado o consagrado- resultan siempre la mejor compensación, para sus inquietudes literarias.
Cierto es, también, y así lo reconozco desde un principio, que podría haberles sugerido un repaso, con similares intenciones, de Alicia, la obra cumbre y universal, por antonomasia, de aquél excéntrico matemático y rey de las paradojas, que fue nuestro buen amigo, Míster Carroll. Pero no resultaría novedoso, porque, si mal no recuerdo, ya hubo autores en el pasado que incidieron en tal sugerencia, advertidos, qué duda cabe, por la presencia de esa seta –referencia más que probable a ese ‘alimento de los dioses’, como antiguamente se consideraba a la amanita muscaria, entre otras- que los editores, hábiles manipuladores cuando se trata de salvaguardar lo que ya sabían de antemano que se convertiría en un verdadero filón entre el público infantil y juvenil, decidieron sustituirla por dos elementos, tendenciosamente más inocentes, a priori, como son el pastel y el espejo. Jonathan Swift, evidentemente, es menos directo en tal sentido, pero quizás resulte por ello, así como por los detalles en los que transcurre la trama de su novela, más seductoramente interesante.
Con una sutileza digna de la típica flema británica, Swift, desde el comienzo de su novela, hace que el propio Gulliver nos allane el camino, cuando pone de manifiesto su deseo de ‘viajar’. El viaje, desde luego, se puede entender de una manera real o en ese otro sentido metafórico, generalmente asociado, bien con el ácido lisérgico o LSD bien con el consumo moderado de algunas especies de hongos alucinógenos, como la citada amanita muscaria, de fuerte presencia en los bosques europeos y ampliamente conocida y utilizada en numerosos santuarios y rituales de la Antigüedad, como ‘vehículo’ imprescindible para conectar con otros estados o niveles de consciencia. O si lo prefieren, como ‘llave’ para abrir la puerta de ese universo interior, que C.G. Jung definió como el inconsciente colectivo.
De hecho y metafóricamente hablando, en éste, precisamente, nos induce a pensar a continuación Gulliver, cuando nos dice que su intención es la de ‘embarcarse’ y hacer el ‘viaje’ por mar. El mar, como el bosque o como las cuevas y grutas, siempre han constituido las metáforas más oportunas para definir ese inconsciente colectivo propuesto por Jung y en cierto modo, tenderían a ser, así mismo, ese ‘descenso ad ínferos’ o ‘descenso a los infiernos’, que constituía un tema recurrente en la literatura medieval, basada, generalmente, en concepciones y mitos anteriores a ella, y en las que también participa el Cristianismo, como todos sabemos.
Desde este punto de vista, se podría sugerir que el viaje de Gulliver, es decir, su ‘aventura trascendental’, sigue las mismas pautas que un ‘descenso ad ínferos’ o un viaje psicodélico: Gulliver embarca y su travesía está marcada por una tempestad –el sueño inquieto- que provoca el naufragio de la nave en la que viaja –la consciencia pierde su fuerza y sentido- y le provoca la inmersión en los abismos abisales del inconsciente, hasta llevarle a ese punto donde los mitos hablan con su lenguaje propio, que es el símbolo y donde no existen las limitaciones del espacio y del tiempo, tal y como ocurre en las experiencias psicodélicas descritas por esos navegantes de los océanos interiores, y donde es posible experimentar lo ‘pequeño’ y lo ‘grande’ de una manera determinada y aparentemente ‘real’, tal y como le ocurre a Gulliver; experiencia, por la que pasó también la Alicia de Lewis Carroll cuando ‘viajó’ al País de las Maravillas y omito mencionar las características de algunas ‘visiones’ de los grandes místicos y místicas de todos los tiempos.
Me pregunto, como colofón, si el nombre del país de los enanos, sugerido por Swift, Lilliput, no será, en realidad, otra ‘pista’ que nos reafirme en este planteamiento, pues ya en su raíz, lleva el nombre de esa supuesta primera mujer de Adán, Lillith, que pasó a ser demonizada, reina de la noche y lamia, por antonomasia, de los ‘soñadores’. Por lo que, ¿pensarían un exceso de atrevimiento o una proposición descabellada, sugerir que Lili-put pueda ser una referencia, quizás, afín al mundo del inconsciente y una metáfora de éste y su parte de pesadilla, en la acepción de ‘ponerse o estar bajo el influjo de Lillith’?.
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