'El viejo había trabajado toda la vida con una sola idea. Y la idea estaba a punto de cumplirse. Había trazado el mapa, desplegado su proyecto durante años, conocía el emplazamiento correcto, los puntos, las coordenadas, las estructuras, la combinación de símbolos exactos, el lenguaje de los arcanos...' (1)
Camino de la Ciudad Condal, el peregrino mira distraído por la ventana del vagón de un tren, el AVE, que hace honor a su nombre. Al fondo del vagón, en caracteres digitales y rojos -como el color que tienen generalmente los números de su cuenta corriente- los dígitos de un cartel informativo, hacen que se le erice el bello de los brazos de la raíz a las puntas: 300 kilómetros por hora. Mira su reloj: apenas son las ocho de la mañana y el sol, sin duda tan somnoliento como él, comienza a desperezarse con la boca abierta de un titán. Hace unos minutos -o así se lo parece- que dejaron atrás Guadalajara y a esa vertiginosa velocidad de crucero, están a punto de atravesar también la provincia de Soria, acercándose a Calatayud, representativa urbe aragonesa que cuelga como un collar de perlas majóricas alrededor de los restos de su castillo y del santuario dedicado a la figura de una Virgen Negra, la de la Peña, como así ocurre también -recuerda con nostalgia-, en la segoviana Sepúlveda y en la alcarreña Brihuega, lugares donde, curiosamente, no faltó en tiempos la presencia de la Orden del Temple. Pronto, quizás demasiado para su gusto, el Castillo de Ayub, los campos de frutas de la Almunia de Doña Godina y las vastas, infinitas inmediaciones de Ejea de los Caballeros, llave dorada hacia las Cinco Villas, parecen sombras que se prolongan interminablemente en dirección a las ancas antediluvianas de ese mítico dios dormido que es el Moncayo, convertidas en pasado, al paso del tren, como esa lluvia caída y recogida en el cuenco plateado de la portentosa memoria del inefable maestro del tango poético, que fue Jorge Luis Borges. Igual que lluvia pasada resultan, además, las visiones inconstantes de una urbanita Zaragoza, de milagrosos pilares marianos desgastados siglo a siglo por los besos de los peregrinos y exquisitas dulzuras mozárabes; de una provinciana Lleida, adormilada a la vera de la magia de su catedral y del monasterio de San Juan de la Peña y presa del embrujo de sus crismones jacetanos; y un suspiro más allá, el Camp de Tarragona, que posiblemente rebose paquetes turísticos a raudales, en esas mismas playas donde antaño embarcaban y desembarcaban las águilas de Roma, los laberínticos griegos y las voraces naves fenicias, cuya proa, aparte del ojo avizor, mostraban también la pata de oca que tanto venera el peregrino.
El nerviosismo de éste, aumenta a medida que el tren avanza, inexorable, hacia esa cita con el destino en la que se ha convertido ésta, su nueva peregrinación. Lejos, pues, al común de los usos, resulta un viaje interior que, no obstante, se desarrolla lejos de todas las rutas y los caminos tradicionales que desembocan en esa otra Roma hispánica -figurativamente hablando- que en el fondo es la ciudad de Compostela. Y curiosamente, el peregrino es consciente de que en esta breve, pero espera que intensa etapa de su nuevo viaje, el acercamiento al otro cabo más septentrional de la Península -el de Creus- le depare afortunadas sorpresas y provechosos descubrimientos. La Ciudad Condal -respira aliviado cuando el tren detiene su marcha en la estación de Barcelona Sants- resulta para él, comparativamente hablando, ese nuevo Jardín de la Oca que pretende conquistar. Y es en su centro -mágico, magnético, maravilloso- donde espera -o desespera o desea o anhela o sueña, incauto aprendiz de quevedos y calderones- encontrarse, antes que nada, con la huella imprescindible, indeleble y sublime de un auténtico Maestro de Maestros, al que venera con absoluto respeto y devoción: Don Antonio Gaudí y Cornet.
Haciendo camino al andar, y siempre, siempre ligero de equipaje pero dejando huellas sobre la mar, el peregrino -aun sin ser discípulo de Castaneda, ni recurrir a los auxilios de un brujo yaqui o al dios dormido en el corazón del peyote- se deja llevar voluntariamente por esa seductora inapelable que es la ensoñación. Piensa -mientras asciende a los pisos superiores por las lentas escaleras mecánicas abarrotadas de viajeros-, que después de todo, una estación es, en realidad, lo más parecido al Limbo -se santigua, acordándose de Dante- que se pueda imaginar, donde decenas, cientos, miles de almas buscan desesperadamente un destino que alcanzar. Una especie de partir para regresar, donde confluyen y se mezclan las aguas tumultuosas de los ríos de la vida, formadas por esas insignificantes y microscópicas gotas de agua que son los seres humanos. Los amigos que esperan; los brazos que se tienden; el abrazo fraternal que te hace sentir como un pequeño dios. Grandes pequeñas cosas, en definitiva, que el peregrino agradece, valora y acto seguido deposita con melancólica ternura en la frágil cajita de cartón donde colecciona retazos de felicidad, barquitos de papel y pompas de jabón.
Chispa de la novedad, o más sencillamente rebrote de rebeldía luciferina por el que quizás siente con mayor intensidad que nunca los zarpazos de oculto catarismo desgarrar fatigosamente la costra con la que de niño intentaron rebozar su alma en los estrictos lodos de la ortodoxia paulina, el peregrino aspira a pleno pulmón los aromas progresistas y refinados de una Barcelona que vive de espaldas al mar, pero siempre mirando a la cara a los Pirineos. Piensa, completamente convencido, que la Sagrada Familia -sus ojos no pueden y a la vez no quieren evitar dejarse llevar por la magia de su universal canto de sirena- es algo más que otro templo; incluso, apurando lo inapurable -añadiría- mucho más aún que esa supuesta Catedral de los Pobres, como el Maestro quiso definir desde el principio su grandioso Proyecto. En realidad, supera con creces sus expectativas: esas que, soñadas desde la perspectiva de imágenes ajenas, le hicieron pensar en términos de maravilla al peregrino. Estar tan cerca, poder verla con sus propios ojos, tocarla con sus manos y sentir sus envolventes vibraciones atravesar su piel como la punta de una saeta, le hace pensar en ella como en un sublime canto a la Naturaleza; un canto especial, cuyas notas, hechas a base de esa carne indestructible de la tierra, que es la piedra, danzan en su imaginación siguiendo el enigmático compás de una sinfonía fantástica. Una melodía compuesta por unidades de medida; por tercetos de mesura; por cuartetos de armonía; por quintetos de proporción y por octavas de equilibrio.
Por fin, frente a la tumba del Maestro, el peregrino siente un breve, pero intenso estremecimiento, sin duda provocado por la emoción. Hace unos minutos, mientras la buscaba sorteando el gentío, ha visto, allá, en las capillas adyacentes, los rostros impertérritos, de mirada cruel y condenados a la inmovilidad eterna –como djinns o genios encerrados en sus prisiones exorcizadas- de aquéllos siniestros hombres-ménsula, que -ficción a la ficción, aunque a veces la realidad supera a la ficción- en una novela leída hace años -la ya citada Clave Gaudí, de Martín y Carranza- pretendían desbaratar su labor, arrebatarle el Secreto, negar la Belleza al mundo. Este último concepto, el de Belleza, trae a la memoria del peregrino las ideas del Maestro en cuanto a lo incompleto de un estilo, el gótico, cuyos edificios, en su opinión, sólo adquirían belleza cuando estaban en ruinas y eran poseídos por la naturaleza. Observa la tumba, inmaculada, custodiada desde lo alto por una imagen moderna de Nuestra Señora -no obstante el detalle de la curiosa cruz monxoi que se aprecia en la base- en la que una anónima mano ha depositado una rosa y encendido unos cirios- y siente que no le cuadra con el espíritu humilde del Maestro. Piensa, entonces, que éste hubiera agradecido una tumba desmochada, cubierta de hiedra, salamandras, serpientes y caracoles -como los que se deslizan por las paredes exteriores- y una imagen románica o gótica de esa Magna Mater, negra, hierática y severa, pero justa, a la que, en su opinión de soñador, está convencido de que dedicó un templo que, un siglo después de su azarosa muerte, sigue en perpetuo crecimiento. Aún así, su emoción no varía ni un ápice. A pesar de verse arrastrado por la marea humana que también pretende ofrecer su homenaje particular al Maestro, el peregrino abandona la cripta totalmente obnubilado, pensando que, después de todo, una Gran Aventura está a punto de comenzar.
ANTONIUS GAUDI CORNET
Reusensis Annus Natus LXXIV Vitae Exemplaris Vir
Eximiusque Artifex Mirabilis Operis Huius Templi Auctor
Pie Oblii Barcinone Die X Junii Anni MCMXXVI
Hinc Cineres Tanti Hominis Resurrectionem Mortuorum Expectant
Notas:
(1) Esteban Martín y Andreu Carranza: 'La clave Gaudí', Editorial Plaza & Janés, S.A., 1ª edición, abril de 2007.
AVISO a CHEETAH y NAVEGANTES: Esta entrada se publicó originalmente, bajo el título 'Cripta de la Sagrada Familia: visitando la tumba del Maestro', en mi blog RECUERDOS DE UN PEREGRINO. Tanto el texto, como las fotos, son de mi exclusiva propiedad intelectual. La entrada original, así como el vídeo que la complementa, pueden verla en la siguiente dirección: http://jc347.blogspot.com/2014/12/cripta-de-la-sagrada-familia-visitando.html
Seguro que la tumba desmochada que has descrito, le hubiese gustado más, una en donde también pudieran crecer las amanitas, sea cierto o no su afición por ellas.
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Alguna relación con ellas debió de tener el Maestro. De hecho, las verás a montones en su obra y no faltan en lo más alto de las torres de la Sagrada Familia. Hay tantos enigmas, tantas cosas de las que hablar, especular y, ¿por qué no decirlo tal como suena? de flipar con este lugar, que aun sin la ayuda de la amanita uno se mete un auténtico viaje arquetípico, que no se lo salta un torero.
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Gaudí es el sueño hecho piedra. He tenido que buscar qué era eso de una "cruz monxoi". Interesante, Monte del Gozo en el Jardín de la Oca.
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En efecto: cruz monxoi o monte del gozo. Es una cruz y a la vez un graffiti típico de los peregrinos. Se localiza en numerosas iglesias y tiene ciertas connotaciones simbólicas. El Jardín de la Oca, tal cual y al natural, lo tienes cerca, cerquita: en el claustro de la catedral de Barcelona. Las ocas siempre se mantienen en un número muy peculiar: trece.
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Vaya peregrinaje amigo, que sigan los éxitos, Saludos desde Venezuela.
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No me preocupan tanto los éxitos, como que mi letra llegue y guste. Muchas gracias por tu comentario, amigo Manuel y saludos desde Madrid-ValleKas
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Gracias a ti amigo, aprovecho la oportunidad para invitarte a pasar por mi blog, estaria demasiado agradecido.
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Lo haré, descuida. Ahora me retiro, que estoy ya muy cansado.
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Ok amigo, esperare por acá
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amazing places beautiful photography .
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Thanks
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Qué maravilla. Yo todavía no he tenido la oportunidad de visitarla.
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Nunca es tarde. Merece la pena.
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