Sucede a veces: cuando ese demonio psicológico llamado acidia intenta poseerme, como aquéllos otros que en masa y respondiendo al nombre de Legión se atrincheraron en el cuerpecillo menudo y púber de la niña del exorcista, entiendo, como único remedio contra el veneno insuflado por la mordedura del tedio –o al menos, como remedio efectivo- en hacer bueno el viejo refrán de carretera y manta y dejar que la aventura, que a la postre es el camino, actúe como yunque y maza capaz de liberar tan indeseadas cadenas. Tampoco es necesario emular a los grandes exploradores, ni pensar en un país exótico y lejano, en el que centrar toda la atención en no dejarse ir por los ríos de la disentería. No, créanme. El remedio funciona, se lo aseguro, incluso en las inmediaciones del entorno en el que se vive. Tampoco se requiere un esfuerzo excepcional o un nivel físico a la altura de una competición olímpica. Es más, yo añadiría, para descargo de todo transgresor con los consejos de su médico, que el único impedimento para ir provisto de una buena provisión de malas hierbas, es que en algún momento el humo –que al fin y al cabo, hay que reconocer que es molesto- ciegue tus ojos. Por lo demás creo –y les doy mi palabra de fumador empedernido, quizás envalentonado por romper esa manía o monotonía y he aquí otro derivado del tedio, que tiene la gente hoy en día de pretender vivir eternamente-, que un cigarrillo a tiempo puede llegar a ser como ese dedo experto que se cierra sobre el botón de alarma que no deja de sonar ni aún después de haberse apagado el fuego. Sí resulta imprescindible, no obstante, que junto con la cajetilla de malas hierbas, no olvidemos depositar, también, el pasaporte a Magonia, extendido por el consulado de nosotros mismos, en el que nos comprometemos, condición indispensable, a hacer todo lo posible para que nuestra aventura sea enriquecedoramente provechosa. Por supuesto, la gasolina en el vehículo, caso de no utilizar los medios de transporte públicos, es también un requisito indispensable. No lo es, por ejemplo, malgastar un tiempo precioso cogiendo un mapa –que es lo más parecido a una esquela funeraria que conozco- haciendo esquemas de complicadas rutas, porque eso sería privarnos de ese factor desconocido, que suele sorprender bajo la forma de sorpresa. De manera, que teniendo esto presente, y no alejándonos tampoco en demasía de una capital que cuando las lluvias y los vientos deciden hacer un rodeo para evitarla muestra el feo hongo de la contaminación –pongamos que hablo de Madrid-, y a poco más de una hora de viaje –parada y café incluidos, faltaría más-, pensemos que nos dejamos llevar por la casualidad –que para nada existe-, dejándonos caer, por ejemplo, por Ávila.
Ávila, comparativamente hablando, es como la misteriosa isla del tesoro: tan pequeña pero tan monumental, que uno emplearía buena parte de su vida, entreteniéndose en desvelar las innumerables claves y misterios que contiene, tanto dentro como fuera de sus murallas. No sé si fue por este motivo o porque su corazón, como afirmaba Unamuno, era berroqueño como el color de las piedras de sus canteras, que Santa Teresa, la Mística –en mayúsculas, ya ven- y el Siglo de Oro hicieran de Ávila un axis mundi por el que circulaban corrientes de pura magia y sabiduría, no siempre acordes con la misoginia ortodoxa de la Iglesia y su más acérrimo servidor: aquél, que bajo el título universal de Rey Católico, nació y es conocido por todos, como el segundo de los Felipes.
De ese Siglo de Oro proceden, también, unas letras que, bendecidas o no por el Espíritu Santo que iluminaba a Teresa, o a Juan, ya saben, el de la Cruz, sorprendía a propios y a extraños con la magia de unas tragicomedias que en el fondo conservaban el espíritu comunitario de los viejos filandones: aquéllos donde los vecinos se reunían junto al fuego en la casa comunal, costumbre que se extendió a las ciudades, donde lejos o alrededor de una Plaza Mayor, los vecinos vivían mancomunados –por no decir hacinados- en corralas y los secretos a voces corrían de boca en boca como el agua de la fuente a los cántaros y donde las compañías de teatro itinerantes encontraban el escenario adecuado para su literario travestismo, los toreros el ruedo ideal para dar rienda suelta a su transgresora herencia celtíbera y hasta el ciego interpretaba romances mientras extendía la mano con su escudilla, a falta de lazarillo.
Puede que todo esto, que en el fondo constituye un caldo cultual de primera magnitud les venga a ustedes a la memoria, como me vino a mí la primera vez que, observando fascinado las cualidades estéticas de esa portada de poniente de la iglesia basilical de San Vicente –ya saben, esa misma que por sus cualidades bíforas sigue en plena Meseta los patrones de ese llamado ‘románico compostelano’-, me preguntaba, intrigadísimo, cuál no sería el diálogo de unos personajes que parecían vivir una vida propia, eterna y ajena al resto del mundo, asomados a las ventanas de sus balcones, mostrando una naturalidad tan realista, capaz de inocular, como un veneno, el deseo de introducirse entre ellos y participar de un rito de comunicación, de un tête a tête –como dirían los amantes del teatro de Moliére-, seguramente ameno, divertido y por qué no, enriquecedor. Lástima, sin embargo, que tengamos que representar, qué remedio, el papel de voyeurs ocasionales y conformarnos con acudir al mundo de la especulación, que después de todo también tiene su encanto, para introducirnos de rondón en esa conversación ajena. Pero haciéndolo, hemos conseguido nuestro objetivo: llegados a este punto, ¿se han acordado ustedes en algún momento, del tedio que nos invadía al principio?. Ya lo ven: a grandes males, grandes remedios. Y el románico, háganme caso, al fin y al cabo es un arte del que se puede decir que vale tanto para un roto como para un descosido. Y en el caso de España, será por románico…
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